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Hugo Mitoire

La guerra

La guerra

Cuando era chico, una de las cosas que más me gustaba era jugar a la guerra. A la guerra, a los pistoleros, a los asaltantes o a cualquier cosa, siempre y cuando hubiera tiros, bombas y granadas.

El lugar más fantástico era la casa de mi abuelita Rufina, en Costa Iné ¡que días aquellos! ¡meta plomo todo el día!. Mi abuelita vivía en el campo, y había muchos galpones de algodón, estufas del tabaco, gallineros, corrales, arboledas, mogotes, chacras, acoplados abandonados ¡que lugar maravilloso!. Lo más lindo sucedía cuando estábamos de vacaciones, porque ahí jugábamos todo el día y todos los días. Muchas veces ligaron unos balazos los pobres peones, que no tenían nada que ver con la guerra.

A veces yo era soldado, otras cowboys y en ocasiones asaltante, pero siempre armado hasta los dientes.

Si había que comandar un pelotón, siempre hacía de capitán o teniente como mínimo, y mis hermanas, primos y otros guerreros, eran simples soldados rasos o reclutas. A veces cuando estaba buenito, nombraba cabo o sargento a alguno de ellos. Para estas batallas solía armarme con fusil, pistola y puñal, además de algunas granadas, radio y largavista. Nosotros siempre hacíamos de ejército ruso, porque mi papá decía que en la segunda guerra mundial, el pueblo más valeroso y heroico fue el ruso, y porque fue el que más muertos tuvo de todos los países que pelearon ¡veintidós millones de muertos!. En cambio los norteamericanos, fueron los más piolas como siempre, y el país que menos muertos tuvo.

Si era un cowboys, me gustaba hacer del Llanero Solitario o Jim West, y me armaba con dos revólveres con cartucheras y cananas, y un pequeño cuchillo escondido en la media, de esta manera si me atrapaban y me ataban, yo cortaba la soga en el cuchillo escondido.

Cuando hacía de asaltante, me armaba simplemente con una pistola.

A mi me encantaban las armas, y con mis hermanas éramos los fabricantes de todo el armamento que utilizábamos en las batallas. Hacíamos fusiles, bazookas, ametralladoras, pistolas y cuchillos. Las hacíamos de madera combinando con algunos restos de otras cosas, por ejemplo, latitas, cañitos de plásticos o hierro, o cualquier chirimbolo que se adaptara a nuestros objetivos.

 Muchas veces dormía con una pistola bajo la almohada, por las dudas que me atacaran de noche. Y apenas me despertaba, me ponía la pistola en la cintura y me iba a cepillar los dientes y a desayunar, pero mirando de reojo para todos lados, a ver si en una de esas el enemigo estaba en el baño o en la cocina. Yo siempre estaba en alerta máxima y caminaba con los brazos un poco separados del cuerpo, y con cara de malo, como para asustarlos si nos mirábamos.

La mayoría de las veces cuando jugábamos a la guerra mundial, lo hacíamos contra enemigos invisibles ¡que es lo más peligroso que hay!, porque los tipos pueden estar en cualquier lado. Es muy embromado combatirlos y apenas te descuidas te meten balas y granadas que hacen volar todo. Además son muy hábiles en preparar emboscadas. Estos enemigos me hirieron en algunas batallas y muchas veces mataron a varios de mis soldados.

Otra cosa importante era el ruido de los tiros o granadas. Yo siempre daba las instrucciones a mis soldados de cómo había que disparar según el arma que tenían.

Si usaban fusil, el ruido debía ser,

- Pugs! pugs! pugs!

Si era pistola,

- Bang! bang! ¡bang!

Si era ametralladora,

- Tatatatatatatatatatata!

Si era bazooka, primero el disparo, seguido de un largo silbido, hasta que el proyectil explotaba,

- Tucs! , iiiiiiuuuuuuuuuuuuuuuuuu....puuuggggsssss!!!

Si tiraban una granada, primero había que hacer el chasquido de cuando se quita el seguro,

- Chic!

Y luego de unos segundos de silencio venía el estruendo

- Tuufffsssss!

Guay! al que hacía otro ruido que no correspondiera al arma utilizada, ahí nomás lo arrestaba y ordenaba que lo ataran a algún árbol, por pavo y para que aprenda a manejar las armas como se debe.

Una vez, en una de las batallas más largas y sangrientas que tuvimos, luchamos desde las ocho de la mañana hasta el mediodía. Teníamos que tomar un galpón en manos de los alemanes, que eran unos doscientos. Fue terrible, porque primero bombardeamos con bazookas y granadas, y luego le metimos balas con fusiles y ametralladoras ¡pero se nos terminaron las balas y tuvimos que pelear cuerpo a cuerpo!. Yo ligué una puñalada en el hombro, pero pude seguir peleando. Mi hermana Laura murió en el asalto final, y la otra quedó media tonta porque le pegaron un culatazo en la cabeza (bueno pero ella ya era media tonta así que no se le notaba casi). La cosa es que los liquidamos a todos ¡matamos doscientos nazis en una mañana!.

Pero los tipos más embromados, los más terribles para la lucha, eran los japoneses ¡que lo tiró!, esos tipos son durísimos, no había forma de matarlos de un solo tiro, había que encajarle una buena ráfaga o hacerle comer una granada sin el seguro. Contra ellos tuvimos varias batallas. Una vez nos enfrentamos en un mogote donde nosotros teníamos nuestra base y nos atacaron una siesta. Era un grupo comando, unas verdaderas fieras asesinas. Serían unos cuarenta más o menos ¡pero peleaban como si fueran doscientos!. Yo tenía mi cuartel general entre las ramas de un aromito y desde ahí dirigía la batalla. Era tan encarnizada la lucha, que perdí a muchos soldados y  tuve que pedir a poyo a tres pelotones aliados invisibles, y que por suerte llegaron justo cuando ya quedábamos solo tres defendiendo el mogote, mi hermana Mirta que tenía su posición en una trinchera con una ametralladora pesada, mi primo Coco que manejaba una bazooka en la orilla del tajamar y yo que daba las órdenes. Bueno, al final con la ayuda de los pelotones aliados logramos liquidarlos a casi todos. Solo quedaron vivos cinco de ellos, que encima no se querían rendir, y se entregaron cuando ya no tenían ni cascotes para tirarnos. Yo hablé por radio con el comando general y me dijeron que disponga de los prisioneros, entonces ahí nomás ordené que los fusilen. A estos tipos no hay que facilitarles, te descuidas, se escapan y arman otro pelotón y te atacan de nuevo. A llorar a la cruz mayor viejo. Lo siento mucho por las viudas y los hijitos que habrán dejado, pero la guerra es así. Además nunca fui de la idea de tomar prisioneros. Para mi el mejor enemigo, era el enemigo muerto, y por eso hacía fusilar a todos los que capturábamos. Ese día también ordené algunos ascensos, por el valor demostrado en el campo de batalla. A mi primo Coco lo ascendí a Cabo y a mi hermana Mirta a Sargento Primero. Yo me ascendí a Coronel.

Yo pienso que todos los chicos deberían jugar a la guerra, deberían ser buenos soldados con armas de juguetes, tirar muchísimos tiros de mentira y pelear cuerpo a cuerpo contra terribles enemigos invisibles, porque sino, si un niño no aprende a usar todo tipo de armas, a meter balas a diestra y siniestra; entonces cuando ya es un grandote le queda el trauma de no haber jugado ni tirado un solo tirito y ahí le vienen las ganas de ponerse a pelear. Y estas personas son las más crueles y peligrosas que puede haber, las que de chico nunca jugaron a la guerra, las que no se sacaron las ganas.

Yo me di cuenta que ya no me gustaban las armas, cuando entre al Servicio Militar, porque ahí te daban armas de verdad, de las que salen balas de plomo y matan. Yo no quería hacer el Servicio Militar, pero te obligaban, porque a algún presidente se le había ocurrido que teníamos que aprender a matar. Por suerte hoy eso ya no existe. 

Un chico que no juega a la guerra y no se saca las ganas, cuando es grande puede transformarse en un hombre malo que golpea a sus hijos o a su mujer; o en un criminal que mata a algún inocente; o puede transformarse en un policía y matar a otro inocente; o lo que es muchísimo peor... puede transformarse en presidente y declarar una guerra.

Por eso mi consejo es, ser buenos guerreros hasta los doce o trece años. Meta plomo todo el día. Más de esa edad no conviene. Queda muy ridículo por ejemplo, que un hombre grande de traje y corbata, ande escondiéndose atrás de un pila de ladrillos o en los caños de las alcantarillas con una pistolita de plástico. Tampoco la pavada.

Metan tiros todos los días, así para cuando sean grandes, se le habrán terminado las balas.

Autor: Hugo Mitoire - Todos los derechos reservados

Del libro "Cuando era chico"

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