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Hugo Mitoire

Feria Popular del Libro de Corrientes - 2015

Feria Popular del Libro de Corrientes - 2015

Crispín Soto y El Diablo

Crispín Soto y El Diablo

 

El Diablo y sus pactos (texto de contratapa)

Desde tiempos inmemoriales se ha hablado del Príncipe de las Tinieblas y su revelación ante los hombres. En todas las épocas y lugares ha habido hombres que protagonizaron o fueron testigos de encuentros; escucharon relatos escalofriantes o al menos sospecharon acertadamente de su presencia.

La antiquísima expresión “ha vendido su alma al Diablo”, es tan actual, como lo fue en cualquier otro tiempo. La leyenda, creencia, mito o…verdad, estuvo, está y estará por los siglos de los siglos. Nadie duda de eso.

El procedimiento es sencillo y sin ningún misterio: un hombre, o una mujer -imprevista e impensadamente-, una noche se encuentra ante el mismísimo demonio; habitualmente, la primera reacción es de incredulidad, que rápidamente desaparece cuando el aparecido realiza alguna prueba o muestra de sus poderes. Una vez convencido –hombre o mujer-, el interlocutor comienza a ofrecerles todos los placeres, riquezas y poderes del mundo, a cambio del alma. Eso es todo. No hay secretos ni cláusulas extrañas, simplemente: placeres, riquezas y poderes a cambio del alma. La tentación es grande, sorpresiva y abrumadora, y en general (se podría afirmar que en todos los casos) la persona cede a la tentación y a partir de este “contrato”, su vida comienza a cambiar en todos los sentidos; también se sabe, que el nuevo dueño del alma, se le aparece cada tanto para darle órdenes o instrucciones sobre determinados asuntos, que en ocasiones suelen resultar dramáticas, cuando no trágicas.

Paradójicamente, quienes más huyen de él, quienes más temerosos se sienten ante la sola mención de su nombre o quienes desesperadamente buscan protección divina, son –en general- los más afectados, los más perseguidos y… cautivados.

Y no son pocos los que aseguran… que estamos ante la inminencia de un Nuevo Armagedón, y que el Diablo no está haciendo otra cosa que reclutar almas, para cuando se desate la batalla final del Bien contra el Mal.

Tal vez… el Apocalipsis ya está llegando.

(Libro editado por EDICIONES B -Filial Argentina. Lanzamiento-presentación: 27-04-14 en la 40a. Feria Internacional del Libro de Buenos Aires)

La cacería (novela negra)

La cacería (novela negra)

Queridos amigos, 

Ahora sí, ya salió el libro y está a la venta con precio promocional hasta el 05 de diciembre. Las primeras presentaciones se realizarán en la FEria del Libro de Ushuaia (Tierra del Fuego) del 04 al 09 de noviembre; luego del 12 al 15 en Quitilipi, Charata y Tres Estacas (Oeste del Chaco), y desde el 17 al 20 (noviembre) en la Feria del libro de MAr del Plata. En Chaco y nordeste las presentaciones se harán a partir del 05 de diciembre.

Se trata de una novela negra de 420 pag, que bueno... sin más vueltas, aquí les transcribo el texto de contratapa, para que puedan ir imaginando algo... o confundiéndose.

 Contratapa

 Un sórdido crimen conmociona al pequeño poblado de Miraflores y a toda la provincia del Chaco. Una maestra es raptada, violada y asesinada. A los pocos días la policía ya tiene pistas firmes y sólidas pruebas y atrapan al presunto asesino.

Cuatro cazadores de Buenos Aires que se dirigen a una largamente ansiada cacería al peligroso y casi inaccesible monte de El Impenetrable aciertan a pasar por allí en medio de esa tragedia y se enteran y conmueven con lo sucedido.

Un humilde adolescente de Miraflores, desvalido y absolutamente huérfano es internado en un instituto para menores y allí reside hasta sus dieciocho años. Cuando egresa, la suerte parece comenzar a sonreírle.

Una adolescente porteña, hija de un poderoso banquero, desaparece en la provincia de La Pampa, en ocasión de estar visitando a unos parientes. Se remueve cielo y tierra para encontrarla.

Un acaudalado estanciero del Chaco es encontrado moribundo por un muchacho que lo socorre y le salva la vida. El estanciero recompensa largamente a su salvador.

Un prestigioso e influyente abogado de Resistencia, el más reconocido en el fuero penal, un buen día desaparece. Lo encuentran después de una semana, con tres balazos en la nuca, dentro de su propio auto, cerca de La Eduvigis.

Durante un cumpleaños, en un coqueto barrio de la Capital Federal, unos amigos –un tanto ebrios– comienzan a recordar circunstancias atroces y aberrantes.

Un guía de caza santafecino es contratado por unos cazadores porteños, sin imaginar –ni el guía ni los cazadores– el ominoso –pero diferente– peligro que los acecha a todos.

Y todo esto ocurre entre 1956 y 1972.

Concurso LA HISTORIA LA GANAN LOS QUE ESCRIBEN

Queridos amigos lectores, más abajo transcribo mi cuento Nuevos Aires (de justicia), el que fuera seleccionado en el Concurso Nacional de Cuentos Cortos LA HISTORIA LA GANAN LOS QUE ESCRIBEN - 2011, en el que había que describir algún hecho ocurrido entre 2001 y 2011, en conmemoración de los diez años luego de los acontecimientos del 19 y 20 de diciembre de 2001. Si bien la lista de los ganadores fue dada a conocer en febrero del año pasado, el libro ha sido publicado recién hace un mes, y ha comenzado a distribuirse -gratuitamente- en escuelas, bibliotecas y demás institutiones públicas y educativas. No está a la venta. Atento a ello, pongo a vuestra disposición el texto de dicho cuento, para el que guste leer.

Nuevos Aires

(de justicia)

La ola de inseguridad avanza ominosa y uniforme, tanto en la Gran Ciudad como en el resto del país, así al menos lo reflejan y publican a destajo los Grandes Diarios y Grandes Medios. No hay día que pase sin alguna portada escalofriante: “Matan a un estudiante por su celular”; “Taxista pierde un dedo” “Dos abuelos engañados y asaltados”; “El perro de Susana sufre un secuestro extorsivo”; “Mujer se suicida angustiada por la inseguridad”. Las notas —a cada renglón— hacen hincapié en la corta edad de los malvivientes, edades que oscilan entre los doce y quince años. La opinión —y presión— de los Grandes Medios sobre los ilustres ciudadanos de la Gran Ciudad consigue convencerlos, y de igual manera a los legisladores que los representan: hay que bajar la edad de imputabilidad. “Pero no dos o tres años ¡sino unos cuantos años a ver si se dejan de jorobar de una vez por todas estos rateritos!”, se arenga en las reuniones de vecinos o en multitudinarias marchas de silencio. Quieren también más policías en las calles, más armas y balas para ellos. Exigen instalación de sistemas de circuitos cerrados en todo ámbito infantil y juvenil para monitorear en forma permanente el accionar de los niños y detectar a los pequeños bribones o a los potenciales criminales que se esconden en esas caritas inocentes. Los especialistas, los no especialistas, la masa mayoritaria del país y el sentido común no adhieren a semejante propuesta; es más, toman este proyecto como un verdadero disparate. Aun así, el Alcalde de la Gran Ciudad, Mauricio Mercury, envalentonado por el masivo apoyo de sus finos y coquetos ciudadanos, sigue adelante con su proyecto. Su profunda y vasta formación intelectual, sus férreas convicciones ideológicas y filosóficas y toda su erudición se ven reflejadas —sintética y crudamente— en el slogan de su gestión: “¡El globo amarillo es lo más!”.

Así las cosas, saca a relucir y hacer valer la Autonomía Distrital, y luego de aprobada y promulgada, ejecuta estas Nuevas Leyes.

El caso más paradigmático de esas leyes y del nuevo accionar de las fuerzas del orden no tarda en aparecer.

En el Jardín de Infantes “La Polilla”, el pequeño Fidel jugaba con tres compañeritos en el tobogán, otros hacían castillos en la arena, algunos correteaban de aquí para allá y dos nenas se balanceaban en el subibaja. Sus pequeños delantales cuadrillé, celestes y rosas, ponían el toque colorido al inmenso patio.

De pronto, unas vibraciones, un sordo temblor que parece venir del cielo; en la entrada se escuchan gritos, gente que corre, se gritan órdenes y hay un rechinar de metales. Las maestras miran asustadas para todos lados, los pequeñuelos detienen sus juegos, se miran y no entienden.

Un pelotón de unos quince hombres de las Brigadas Especiales de Delitos Complejos ingresa a la gran carrera y apuntando con sus poderosas armas. Los pasamontañas no permiten ver sus rostros. Algunos niños empiezan a llorar, otros corren hacia sus maestras, estas se abrazan entre sí. Una Brigada de Rescate ya ha tomado posición en los muros perimetrales y en la arboleda dentro y fuera del Jardín. Un helicóptero artillado sobrevuela la zona realizando infinitos círculos.

—¡¡¡Fidel Portillo!! ¡¡¿Quién es Fidel Portillo?!! —grita el capitán a cargo del pelotón.

Los soldados han terminado de rodear el arenero, y todos los niños ya están encañonados. Gritan, lloran y patalean del susto, pero el capitán no se conmueve.

—¡¡¡Ríndete Fidel, estás rodeado!!!

Un sargento y un cabo comienzan a controlar los delantalcitos y los nombres bordados en las pecheras de cada uno.

—¡Aquí está, mi capitán! —grita el cabo, tomándolo del pescuezo al pequeño Fidel, mientras que con la otra mano le retuerce el bracito derecho sobre la espalda. El niño llora y llama a su madre.

De inmediato cuatro Agentes Especiales rodean y apuntan con sus Itacas al lloroso Fidel. Este mira a su maestra y hace pucheros; mira su delantal, como buscando la causa de semejante despelote, mira a sus compañeritos que lloran  a coro, y resignado levanta y pone sus manitas a la nuca. Los mocos ya se hacen ostensibles.

—¡El resto de los niños permanezca con las manos en alto y contra la pared! —ruge el capitán, y todos sus hombres encañonan a los pequeños sospechosos, mientras él comienza a leer los derechos al detenido.

—¡Fidel Portillo! ¡Tiene derecho a permanecer callado, todo lo que diga, pucheree o lloriquee podrá ser usado en su contra! ¡Tiene derecho a un chupetín!

—¿De qué se lo acusa? —pregunta entre llantos una maestra.

—Robo calificado, agravado por el uso de un martillito sonoro de plástico. Además de tentativa de extorsión, portación de armas y amenazas.

—Pero, ¿qué hizo...? ¿A quién robó? —vuelve a interrogar lloriqueando la maestra al impertérrito capitán.

—Según la denuncia realizada por la madre de la víctima, el hecho habría acontecido en el día de ayer, en la Salita de 4 “La Pata Renata”, donde asisten ambos. Fidel le robó a su compañerito Marcos González, el muñeco Max Steel, le propinó unos martillazos con su martillito sonoro, luego intentó extorsionarlo ofreciéndole el muñeco robado contraentrega de un Increíble Hulk que Marcos tenía en su mochilita. Además, Marcos asegura que Fidel siempre trae en el bolsillito del delantal una pistolita de madera que se la fabricó su padre y que varias veces lo ha encañonado profiriendo amenazas de muerte. Con esto también hay elementos suficientes para procesar al padre por fabricación ilegal de armas. El fiscal no descarta que esto pueda tratarse de una asociación ilícita entre Fidel, su padre y algunos otros familiares.

—Pero… por favor… —comienza a implorar una de las maestras.

—¡Silencio! La denuncia ha sido confirmada con las escenas filmadas en dicha salita y que ya obran en poder de la justicia. Desde este momento el niño Fidel queda incomunicado y será llevado ante el juez. El fiscal pidió también el secuestro del triciclo.

—¡Mi capitán! ¡Aquí está la mochilita del sospechoso! —grita un cabo primero de finos bigotes.

—¡Que la Brigada de Explosivos la revise! —grita el capitán.

Y dos miembros de la Brigada de Explosivos llevan la mochilita hasta el arenero, la cubren con una coraza de acero siliconado de alta resistencia y meticulosamente comienzan a abrirla. Allí descubren una chocolatada, un alfajorcito de maizena (casero), un paquete de galletitas Manón y la siniestra pistolita de madera. Uno de los agentes exhibe lo hallado, y mirando al capitán le hace una seña como pidiendo autorización para deglutirse los comestibles.

—¡Procedan! —grita el Capitán, y uno se engulle el alfajorcito y el otro se manda las cinco galletitas en dos bocados. La chocolatada queda intacta. La pistolita se coloca en una bolsita hermética, a fin de preservar las huellas digitales. El niño Fidel mira con angustia y dos lagrimones le corren por su carita, se agita entre grandes suspiros y ya parece a punto de cortársele la respiración, pero no se anima a protestar.

—¡Esposen al detenido! —ordena el capitán.

Y un cabo intenta colocarle las esposas, pero son demasiado grandes para las pequeñas manitos del Fidel. Un teniente lanza una idea brillante,

—¡Podemos utilizar los cordones de sus zapatillitas!

—¡Afirmativo! ¡Procedan!

Y ahí nomás le sacan el cordón de la zapatillita izquierda y lo maniatan a la espalda.

—¿Puedo llevar mi chocolatada? —pregunta el niño, puchereando.

— ¡Cabo! ¡Revise la chocolatada y proceda a entregar al detenido! —responde el capitán.

Ante el llanto y el griterío de sus compañeritos, Fidel es escoltado hasta el vehículo de asalto. Uno de los agentes, demostrando gran sensibilidad humana, cubre el rostro a Fidel con el delantalcito cuadrillé.

Los pulcros y coquetos vecinos se han amontonado en la calle, hay vivas para los guardianes del orden, abucheos e improperios para el pequeño delincuente. Lo suben al celular, y raudamente parten hacia el juzgado. Tres autos, cinco motos, dos carros de asalto y tres camionetas policiales escoltan la caravana. El helicóptero acompaña el recorrido.

En la oficina de Prensa de la Alcaidía de la Gran Ciudad, el Alcalde Mercury está exultante y con una sonrisa de oreja a oreja. Ora se alisa el pelo, ora se rasca la barbilla, ora se acaricia sobre el labio superior, denotando cierta nostalgia por el bigote perdido. Lo acompañan autoridades de su gabinete, desatacados miembros de fuerzas políticas afines, así como la flor y nata de la más rancia aristocracia agro-vacuna. Hay globos de colores y un verdadero clima festivo y de algarabía. En pocos minutos más se iniciará la conferencia de prensa, se darán detalles del caso, antecedentes del detenido y se contestarán preguntas.

Los Grandes Medios ya están instalados con sendas filmadoras, grabadores, apuntadores y todo tipo de artefactos para registrar ese momento brillante de la gestión.

La Gran Ciudad ha comenzado a dar el ejemplo a todo el país, un gran paso sin dudas. En el fondo del salón, un lujoso e inmenso cartel reza —en un gran título—: “Nuevas Leyes contra la Criminalidad Precoz para NUEVOS AIRES”, y en letras cursivas, el subtitulado: “Orientar, corregir y enderezar a nuestros niños es tarea de todos”.

II Foro Internacional de Literatura Infantil y Juvenil

FORO INTERNACIONAL DE LITERATURA INFANTIL Y JUVENIL

 

Las Jornadas, aquí presentadas, se llevarán a cabo en el marco del   II Foro Internacional de Literatura Infantil y Juvenil organizado por la Biblioteca Pública De Las Misiones

Fecha del Foro: Del 4 al 6 de junio en Misiones.

Cuentos de Terror para Franco - Vol.VII

Cuentos de Terror para Franco - Vol.VII

Los hermanitos Ávalos (fragmento)

 

Los hermanitos Ávalos eran nueve; o mejor dicho, fueron nueve alguna vez.

Como habitualmente ocurre en la gente humilde de campo, suelen tener a todos los hijos seguidos, uno detrás de otro. Y así eran estos hermanitos, casi en escalerita. Cuando les ocurrió esta primera desgracia que voy a contarles, el mayor tenía once, y le seguían el de diez, nueve, y ocho; después venían otros tres seguidos, de seis, cinco y cuatro, y lo completaban una nena de dos y un bebé recién nacido, de apenas una semana de vida.

Vivían en Cancha Larga, a media legua de la panadería del tío Aldo, un lugar muy inhóspito y casi inaccesible, donde sólo se podía llegar a pie o a caballo, atravesando montes, picadas y esteros. Desde la panadería, uno podía llegar hasta el ranchito de mala muerte donde vivían, internándose por una picada muy angosta entre montes y pajonales.

El ranchito estaba ubicado a orillas del monte y a unos veinte metros comenzaba un gran estero. El lugar era una pequeña loma pelada de tierra blanca, rodeada de espartillos, cardos y pichanas. Algunas palmeras y un gran algarrobo en el patio. Las paredes de la vivienda eran de enchorizado de barro y el techo de paja; en el marco de la puerta, una cortina de bolsa de arpillera. Tenía un solo habitáculo de unos cinco metros por seis, y allí vivían y dormían todos, los once integrantes de la familia. No había chiquero de chanchos ni gallinero, porque a los chanchos y a las gallinas hacía mucho que ya se los habían comido. No tenían vacas, ovejas ni chivos, y el único caballo que supieron tener se había muerto de viejo hacía más de tres meses.

El sitio era tan agreste y la tierra tan blanca y reseca que no servía para ningún cultivo, y por lo tanto, allí no podía crecer ni brotar ningún tipo de planta comestible. Los únicos vegetales que abundan en sitios así son los pajonales resecos, los cardales y tunas, y por supuesto, algarrobos, aromitos y palmeras.

Yo recuerdo haber visto ese lugar y el ranchito una vez que pasamos cerca de ahí con el tío, cuando íbamos a cazar a la Cañada Címbaro: era realmente estremecedor el cuadro, ese paisaje era pura desolación, tristeza y miseria.

Y si ver esto ya causaba una gran tristeza, ni les cuento lo que era ver a los integrantes de la familia: eran espectros humanos, personas que solo tenían piel y huesos, con los ojos hundidos en sus cuencas, las miradas resignadas y perdidas, un andar penoso arrastrando los pies y las ropas andrajosas que flameaban en sus cuerpos raquíticos. Toda esta impresión se acentuaba más aún, porque todos eran muy bajitos: el padre no llegaba al metro y medio de altura, y era el más alto de la familia.

Recuerdo que cada tanto el hombre venía con su hijo más grande a hacer algunas changas en la panadería y el tío le daba unos pesos y además le regalaba media bolsa con galletas y un poco de grasa para freír. Pero en general el hombre no tenía ni conseguía trabajo, apenas si cada tanto le daban algunas changas como la del tío; pero con eso, claro está, es imposible dar de comer todos los días a once personas.

Y toda esta situación –ya podemos suponer con toda lógica– desemboca en la falta de alimentación, que rápidamente lleva a la desnutrición, luego al debilitamiento y las enfermedades… y la muerte, claro.

En esa época al país lo gobernaban los militares, y por supuesto, cualquiera puede imaginarse lo que eso significa: no había ningún tipo de ayuda social ni de asistencia alimentaria, ni nada. No había posibilidad siquiera de reclamar en algún lado. La gente como los Ávalos, de una pobreza extrema y sumida en la absoluta miseria e ignorancia, estaba condenada.

Estos padres, con su ignorancia a cuestas, tampoco atinaban –ni aceptan consejos o sugerencias de otros– a llevarlos al hospital o a que los viera algún médico. Sólo admitían que sus hijos estaban “un poco flacos” pero que ya iban a mejorar.

Cómo habrán estado de desnutridos, debilitados y enfermos estos pobres niños, que en una semana se murieron tres hermanitos: el de seis, el de cinco y el de cuatro. Los más grandecitos se salvaron quizá por eso mismo, porque eran más grandecitos. El bebé, mal que mal tomaba la teta, y a la nena de dos años, tal vez la protegió Dios.

Esos niños tenían una salud muy frágil porque estaban tan desnutridos y debilitados que la menor afección o enfermedad podría desequilibrarlos mortalmente.

Esta historia a mí me impactó como pocas, por varios motivos: en primer lugar por toda la tristísima situación que rodeaba a esta humilde familia; en segundo lugar porque los conocía casi a todos, de verlos en la panadería; y por último, porque quiso el destino que yo estuviera pasando unos días en la panadería en esa semana trágica de las muertes. Tengo grabado a fuego en mi memoria una respuesta que dio el hermano mayor cuando un día vino a la panadería para llevar algunas galletas y mi tía le preguntó por uno de sus hermanitos que estaba muy mal (los otros dos ya habían muerto), y él respondió con lenta y resignada naturalidad y la mirada perdida: “ya patinó, ya”. Acababa de morir el tercer hermanito.

Como si esto ya no fuera suficientemente cruel y macabro, de otras circunstancias más habría de enterarme luego. Pocos días después de las tres muertes, la madre comenzó a referirle a mis tíos estas increíbles y espeluznantes circunstancias relacionadas con las muertes.

Contó que todo comenzó un domingo a la siesta, un día de calor infernal; ella estaba recostada en el tronco del algarrobo dándole el pecho a su bebé. Su esposo y algunos de sus hijos andaban por la cañada mariscando, los otros merodeaban en los alrededores, de repente, una figura espectral asomó por uno de los costados del ranchito. La mujer la describió muy alta, de unos dos metros, con una capa negra y portando una guadaña. Solo dejaba ver su rostro de hueso con las cuencas de los ojos vacías. Contó que en ese momento se le heló la sangre de la conmoción y el espanto, que no atinó a hacer nada, ni siquiera a levantarse o gritar; que la figura se le acercó y se paró frente a ella, y con voz grave y extraña le dijo que venía a llevarse a tres de sus hijos. La mujer, que desde el suelo la miraba con los ojos desorbitados por el horror, rompió en llanto, suplicando e implorando por sus hijos. La figura caminó hacia el monte y desapareció…”

Fragmento del cuento Los hermanitos Ávalos

CUENTOS DE TERROR PARA FRANCO - Vol.VII

EDITORIAL DE LA PAZ - Reservado todos los derechos

Cuando era chico - Vol.2

Cuando era chico - Vol.2

Amor de carnaval

 

*

“…Así como las personas que mueren en su plenitud nos ahorran el recuerdo de su vejez, los amores interrumpidos abruptamente siguen viviendo en nuestro corazón no como brasas agonizantes, sino como horrorosas llamas que queman cada noche…

No hay mejor amor que el que nunca ha sido. Los amores que alcanzan a completarse conducen inevitablemente al desengaño, al encono o  a la paciencia; los amores incompletos son siempre capullo, son siempre pasión…”

Elogio del Amor Inconcluso (Crónicas del Ángel Gris)

Alejandro Dolina

*

Yo tuve mi primera novia a los catorce años.

Esa sí que fue mi novia verdadera, porque la acompañé una noche hasta su casa, la tomé de la mano y alcancé a darle un beso. Todas mis novias anteriores, eran así nomás, o sea que nos mandábamos cartitas o nos mirábamos en los recreos, o yo hacía unas pasaditas en bicicleta por la casa solo para verlas. Claro, eso era cuando yo estaba en la escuela primaria.

Y así es la cosa. Uno va aprendiendo desde chico. A mi primera novia verdadera la conocí en un baile de carnaval en el Club Solari. Me acuerdo como si fuera hoy, porque fue además, la primera vez que bailaba con una chica en un club. Tengo que aclararles que no era un principiante en asuntos de bailongos, pero hasta ahí, mis únicas actuaciones como bailarín habían sido en cumpleaños en casas de compañeros de la escuela, pero esto ya era otra cosa, esto ya era para gente grande. Y yo ya me sentía una persona grande.

Era la penúltima noche de carnaval. Yo por supuesto, no me perdía ni una sola de esas mágicas y maravillosas noches de: “Los bailes carnestolendos del Club Capitán Solari”. Eso ya lo hacía desde los diez años, pero en ese entonces no andaba buscando novia ni queriendo bailar con nadie, apenas si me paraba al costado de la pista para ver y escuchar tocar a la orquesta, o maravillarme viendo bailar a Luciano Vallejos (y de paso iba aprendiendo algunos pasitos).

Todo ese aprendizaje era muy importante, porque poco a poco iba observando el movimiento general en un baile, cómo había que pararse, cómo acercarse e invitar a bailar a una chica, cuándo era el momento oportuno para hablar, qué tipo de música era apropiada para bailar sueltos o juntos, en fin, las cosas que debería saber cuando fuera un verdadero muchacho.

Y en carnaval, una cosa fundamental era el disfraz. Si uno quería impresionar a una chica no podía ir disfrazado de mono o de payaso; tenía que disfrazarse de algún personaje heroico o muy impactante. A los bailes de esa época casi todos iban disfrazados, tanto las chicas como los muchachos. Las chicas muy lindas sólo se ponían un antifaz con una pluma en la cabeza y un lindo vestido. Las feas, llevaban disfraces completos, sobre todo una máscara que les cubriera toda la cara. La mayoría de los muchachos se disfrazaban de cowboys, con muchos flecos en los bordes del pantalón y mangas de camisa (era el disfraz que más les gustaba a las chicas); cananas y cartucheras con uno o dos revólveres. Otros se disfrazaban de indios, gauchos, monos, fantasmas, diablos, etc.

Esa noche yo estaba disfrazado de El llanero solitario, o sea camisa y pantalón de color celeste, sombrero blanco y un antifaz negro, flecos de papel crepé –también de color negro– , en los bordes del pantalón y mangas de camisa. Recuerdo que serían las dos o tres de la madrugada, y yo andaba dando vueltas alrededor de la pista, para ver a quien podía invitar. ¡Tenía unas ganas locas de bailar! Ya me sentía totalmente capacitado para lanzarme a la pista. La macana era que presentía que no había muchas expectativas, porque en esa época, las chicas iban a los bailes recién a partir de los quince años, y a una chica de quince años no le gustaba bailar con un chico menor que ella ¡Qué rabia que me daba eso! Además, por más disfraz, creo que se me notaba a la legua que era un adolescente.

Pero igual, yo andaba a puro cabezazo limpio de aquí para allá. Para invitar a bailar a una chica, era costumbre que primero se le hiciera una seña con la cabeza a la elegida, y si ella decía que sí (también con la cabeza) ahí uno iba hasta la mesa y luego los dos a la pista. Esa noche ya me dolía la nuca de tantos cabezazos y nada. Nadie me daba cinco de bolilla. Para hacerme el serio –y parecer más grande– luego del cabezazo, me sacaba el sombrero en señal de saludo y respeto. Pero todo era en vano, ¡y yo me moría de ganas de bailar! porque justo estaban tocando temas de Credence y de los Rolling, ¡que injusticia andar así!

Hasta que de pronto la vi. Una mascarita verde. Estaba sentada al lado de una señora mayor y de otra chica. Era una morenita; con un vestido cortito y sin mangas, de color verde con lentejuelas, un antifaz del mismo color, una vincha negra muy finita y una pluma blanca al costado de la cabeza completaban su disfraz, ¡era una verdadera princesa! Tenía el pelo corto con flequillos y su carita por debajo del antifaz era perfecta, ¡hasta hoy la recuerdo! Apenas la miré quedé medio turulato, ¡y justo ella también me miró! Ahí nomás le mandé un cabezazo y también me saqué el sombrero y la saludé ¡y me dijo que sí! ¡Qué emoción tan terrible me agarró en ese momento! Primero dudé si no le habría dicho que sí a otro, y miré para atrás y a los costados, pero no había nadie. Profundamente trastornado me acomodé las cananas y los revólveres y caminé hacia su mesa, creo que atropellé unas cuantas sillas en el trayecto ¡pero a mí que me importaba, yo estaba encandilado y me acercaba mirando sus ojos, que se veían misteriosos a través de los agujeros del antifaz!

Cuándo llegué a su mesa se levantó ¡y me sonrió! No podía creer en tanto éxito y tanta felicidad. Caminamos hasta la pista y empezamos a bailar sueltos. Yo para impresionar, trataba de imitar algunos pasitos de Luciano Vallejos, y estaba seguro que bailar así, disfrazado de El llanero solitario, debía impresionar mucho más.

Cada vez que la orquesta terminaba una canción, se hacía un pequeño descanso y todos los que bailaban se quedaban parados y hablaban un poco. Era costumbre que las mascaritas hablaran distorsionando la voz, para que no le descubrieran la identidad. Yo en este caso decidí usar mi voz normal, pero en realidad no sabía qué decir y me sentía incómodo. Entonces me paraba con las manos apoyadas en las culatas de mis revólveres y miraba para arriba, hacia las luces, las guirnaldas, o para los costados mirando entre la gente, como buscando a alguien. Luego de la cuarta canción me animé a hablarle,

–Ehh… ¿Cómo te llamás?

–Marina –me dijo con la voz más dulce que jamás hubiera escuchado.

–Ah…

Y ahí justo ya empezó otra canción ¡que suerte! Sino tenía que seguir hablando.

Después de un buen rato, comenzaron con las canciones lentas, que son para bailar juntos. Empezamos a bailar, y yo la pisé algunas veces; me preguntó si sabía bailar, y le respondí que por supuesto que sí, pero no sé si me creyó.

Bueno, la cosa que después de más de media hora me dijo que ya se tenía que ir, porque su tía y las otras chicas que estaban en su mesa, le estaban haciendo señas para irse. Le pregunté si la podía acompañarla hasta la casa. Me dijo que sí (…)

 

Fragmento del cuento Amor de carnaval

Editorial-Librería De La Paz – Resistencia - Chaco                          

Reservados todos los derechos

¿MALA-PRAXIS o MILAGRO?... o CATALEPSIA

(Sobre el caso del recién nacido -abril de 2012- en el Hospital Perrando de Resistencia-  Chaco)

Muchas veces lo fantástico e increíble se entrelaza con la realidad cotidiana, sin saberse -o sin poder discernir- donde están los límites. Esta es más bien una mirada desde lo literario, hacia un hecho real pero con componentes sorprendentes y misteriosos, e incluso tal vez, fantásticos. Y aquí tal vez resulte indispensable una cita de Ramón Tissera, que magistralmente lo resume todo: "...Pocas cosas en efecto serán tan difíciles de descifrar en la creación artística, en todos los tiempos, como el límite que separa la realidad de la ficción: ese misterioso dilema de la sensibilidad en que lo real carece de sentido sino lo acompaña una fuerte dosis de inspiración y a la inversa, donde la imaginación viene a ser la única explicación sensata de la realidad. Exactamente la invocación hamletiana de aquel angustioso personaje de Pirandello: “¿Ficción o realidad? ¡¿Qué cosa es cierta?!”…”

En mi cuento Catalepsia, se describe en la primera parte, las creencias, leyendas y ciertos hechos aproximados a lo científico. También se relatan costumbres y datos curiosos sobre esta macabra y espeluznante situación, como por ejemplo que en el siglo XIX en Inglaterra, se fabricaban ataúdes con una campanilla adosado al exterior con un piolín que la conectaba con el interior, obviamente esto no perseguía otra cosa que la (macabra) posibilidad de un despertar dentro del ataúd. También el hecho (por ley) de que los velorios debieran extenderse por 24hs. no persigue otra cosa de que "asegurarse" de que la muerte sea "definitiva".

Aquí resulta importante señalar -siguiendo la línea argumental del cuento-, que en el caso particular de un recién nacido de una prematurez extrema (donde obviamente no existen los antecedentes de ciertas enfermedades que se nombran allí) los factores que podrían remitir a un cuadro de catatonía serían la inmadurez de sus centros neurológicos y de sus aparatos y sistemas en general, que podrían llevarlo a una especie de estado de hibernación, que paradojal y felizmente en este caso, la baja temperatura de refrigeración al que fuera sometido, no hizo otra cosa que favorecer ese estado de metabolismo basal manteniéndolo vivo.

Sin que esta nota pretenda opinar o tomar posición en la cuestión medular del caso, sí creo –como dice Tissera- que el límite de la realidad es –por lo menos- borroso.

A continuación, el cuento:

Catalepsia

Cuadro clínico y casos reales

*

"Lo único que quiero para mi entierro, es no ser enterrado vivo"

Lord Chesterfield

**

 

Para poder comprender los increíbles ¡pero reales! fenómenos en torno a este siniestro estado psicofísico que puede presentar una persona, debemos primeramente conocer lo que científica y clínicamente significa el cuadro.

El Diccionario de la Real Academia de Ciencias Ocultas, Sobrenaturales y Parapsíquicas define perfectamente el cuadro: “estado de parálisis sensorio-motriz total, en el que clínicamente no se revelan signos vitales, pero donde existe un nivel de conciencia y parapsíquico normales”. En similares términos también se expresan los diferentes Institutos o Centros médicos de estudios.

Hay que admitir sin vueltas, que es lo más parecido a la muerte que uno pueda encontrar, y ciertamente, algunos lo definen como “muerte aparente”. La persona parece y se presenta ante nuestros ojos, como un verdadero muerto.

¿Y por qué ocurre esto? En general la persona proclive a padecer un cuadro de catalepsia, tiene antecedentes de otros padecimientos, como epilepsia, mal de Parkinson, o también porque ingiere algunos medicamentos que le afectan el sistema nervioso.

Por cualquiera de estas causas y en determinado momento -por algún factor desencadenante- la persona sufre un ataque cataléptico o de catatonía. Como vulgarmente se diría: queda seco. Eso significa que todo su metabolismo comienza a enlentecerse. La actividad metabólica de todas las células desciende hasta un nivel basal o mínimo, o sea casi al borde de un parate total del organismo. Obviamente, cuando todo el cuerpo disminuye su actividad, los mecanismos del corazón, respiración, etc., también se vuelven más lentos, porque deben enviar menos sangre a las células y porque por supuesto, hace falta menos oxígeno. La frecuencia cardiaca disminuye a umbrales casi incompatibles con la vida, el pulso desaparece a la simple apreciación, la presión sanguínea baja tanto que no es posible distinguir si hay circulación de sangre o está en un verdadero paro cardíaco. Todo esto lleva a que la coloración de la piel adquiera una palidez extrema o de lividez, ¡como la de los verdaderos muertos! Misteriosamente el cuerpo adquiere una rigidez pétrea, ¡idéntica al rigor mortis de los cadáveres! Como podrán suponer, con todas estas características es muy difícil diferenciar a un vivo con ataque de catalepsia de un verdadero muerto.

Según diversos artículos de los más variados países, aseguran que por lo menos hasta la década del cincuenta, tres de cada diez personas que presentaban las enfermedades mencionadas, que morían repentinamente y eran sepultadas… ¡aún estaban vivas! Para decirlo de otra manera, de cada diez muertos con esas enfermedades, tres eran ataques catalépticos. Y lo más espeluznante: de éstos, sólo uno de cada diez se despertaba antes de ser enterrado y volvía a la vida, ¡los restantes se terminaban de morir dentro del ataúd!

Ahora bien, con estos datos descritos transportémonos imaginariamente a tan sólo tres o cuatro décadas atrás, época donde –obviamente- no existían todos los elementos y la tecnología que tenemos hoy para el estudio y registro de las actividades vitales del cuerpo, y se comprenderá fácilmente por qué muchos catalépticos eran enterrados vivos y –horrendamente- se terminaban de morir dentro del mismo ataúd.

Imagínense entonces el siguiente cuadro de catalepsia: una persona sufre un ataque o un desmayo, o sus familiares de repente lo ven en la cama sin respirar; inmediatamente llaman al médico, que viene, lo mira, le toma el pulso, levanta el párpado para mirar el ojo y le ausculta el corazón, ¿y qué encuentra? que no tiene respiración, no percibe el pulso ni latidos cardíacos y los ojos están fijos. Diagnóstico: estiró las patas. Ahí nomás comienzan los preparativos para el velorio en la gran mesa del comedor de la propia casa, y uno de los familiares ya corre a encargar un cajón a medida del difunto. Los demás familiares propagan la noticia para que la gente venga al velorio. A partir de esta situación, es fácil imaginar todas las variantes y finales posibles.

Pero hay otro dato increíble, una característica de la catalepsia que convierte a esta enfermedad, en más aterradora y macabra aún. A pesar de toda la apariencia de muerte, de estar completamente rígido, sin la posibilidad de mover ni un sólo músculo, con una absoluta y nula sensibilidad corporal, y sin signos vitales perceptibles, ¡el cataléptico conserva toda su lucidez y conciencia! Esto significa que: ¡oye y percibe todo lo que ocurre a su alrededor! ¡¡Y también piensa!! ¡¡Por todos los santos del cielo, qué horror!!

Así es, increíblemente el cataléptico conserva toda la lucidez como cualquier persona viva, normal y despierta.

De nuevo – ahora con este significativo e inquietante dato- imaginemos la siguiente situación: una persona con ataque de catalepsia es declarada fallecida; a esto sigue una gran agitación en la casa, con llantos y gritos desconsolados; momentos después y un poco más serenos, los familiares acomodan el “cadáver” en la mesa del comedor, hasta tanto llegue el ataúd. Pronto llegan más familiares y amigos y se reúnen alrededor de la mesa mortuoria llorando con profunda tristeza –y apoyados en el cajón- la pérdida del ser querido. Consuelan y ofrecen los pésames a los familiares directos, y ya se acomodan en las sillas contra la pared, mientras comienzan a llegar otros familiares, y más vecinos y amigos. El “difunto” en tanto, ha estado escuchando todo desde el preciso momento en que tuvo el ataque de catalepsia, o sea, escuchó claramente los gritos desesperados de sus familiares al encontrarlo rígido, sin respiración ni pulso; sintió los zamarreos de todos ellos tratando de hacerlo reaccionar, y al instante los gritos entremezclados pidiendo que llamaran a un médico. Escuchó cuando, presuroso, llegó éste y comenzó a palparlo y auscultarlo, y percibió e imaginó claramente la cara de compungido que habrá puesto el profesional, al constatar la ausencia de signos vitales y que tal vez apenas haya alcanzado a mover negativamente la cabeza, como señal de que no había nada ya por hacer, con lo cual desató de inmediato los gritos y el llanto contenido de sus familiares que obviamente comprendían la partida hacia la eternidad. Tuvo una cruel impotencia al escuchar y percibir todo eso, sin poder emitir siquiera un gesto, algún movimiento, o un gemido; un signo de que aún estaba vivo y aliviar así el insondable dolor de sus seres queridos. Sintió los abrazos y lágrimas de todos ellos que se amontonaban sobre su cuerpo en esos instantes iniciales de su supuesta muerte, escuchando con terrible angustia las palabras de desconsuelo y las desgarradas expresiones de afectos. Pero casi en el mismo acto, una nueva angustia –acompañada de terrible desesperación- comenzaba a invadirlo, ¡había sido declarado muerto y eso significaba que lo enterrarían vivo! Esa macabra conmoción ahora, era la que ocupaba todos sus pensamientos y ya no le importaba ni una pizca, el dolor y desconsuelo de sus familiares. Estaba siendo testigo del lento ritual de su velorio, y lo que era peor ¡también sería testigo de su propio entierro si nadie advertía su errónea muerte! Sintió cómo lo trasladaban y acostaban sobre la mesa del comedor, ¡la misma mesa donde almorzaban y cenaban todos los días! Luego de una o dos horas sintió cómo nuevamente lo movían, ¡lo estaban metiendo en el ataúd! Ahí la desesperación ya alcanzaba niveles de locura e impotencia mortal.

 Pudo escuchar muchas conversaciones mientras lo velaban, seguramente cuando en el comedor había poca gente y cuando dos o más asistentes se apoyaban en el ataúd y acariciándole el rostro hablaban de sus cosas, de su vida, de sus proyectos, ¡y encima se enteraba de cada cosa! Al otro día escuchó en determinado momento una gran agitación, que los llantos y gritos recrudecían, y eso significaba que... ¡ya era hora de cerrar el cajón! A los pocos minutos sintió que colocaban la tapa y todos los sonidos los percibía ahora como más apagados. Sintió el bamboleo del ataúd cuando lo trasladaban a la iglesia, a brindarle una despedida religiosa, ¡ya quedaban pocos minutos para que lo enterraran! Luego con desbordada angustia y desesperación, y sobre todo, con el pánico más indescriptible que pueda imaginarse algún ser humano, percibió la postrera marcha hacia el cementerio, y allí, las palabras de despedida de algunos amigos. ¡Unos instantes más y ya estaría en el foso sintiendo las paladas de tierra golpeando la tapa del ataúd! Y el momento más temido comenzaba a materializarse cuando percibía el movimiento de descenso hacia un hueco en la tierra. En ese instante nuevamente los gritos y llantos desconsolados se volvían a escuchar con clara nitidez y luego sí, las paladas de tierra golpeaban con fuerza la tapa, para poco a poco ir apagándose, hasta silenciarse completamente. La oscuridad total, ahora también se acompañaba de silencio total. Fin de lo imaginado.

En este momento todos se estarán haciendo la pregunta clave: ¿y cuánto dura el ataque cataléptico? Esto nadie lo sabe con exactitud, pero se puede especular –por los datos y casos estudiados- que el cuadro puede durar desde unos pocos minutos hasta veinticuatro horas como máximo. Esto explica por qué el acto de velar el cuerpo a cajón abierto se hizo una obligación ineludible y legal, y por esto también, se establece que el velatorio debe durar un tiempo prudencial, estableciéndose que desde que se diagnostica la muerte, hasta su entierro deben transcurrir esas veinticuatro horas. Es importante también saber que muchos catalépticos despertaron luego de las veinticuatro horas, aunque estos casos son muy infrecuentes y raros.

Con esta breve introducción y descripción del cuadro clínico, cualquier lector ya podrá comprender perfectamente los casos que pasaremos a relatar. Como pueden apreciar, aquí no hay fantasía ni ciencia-ficción; no hay nada extraño ni misterioso. O mejor dicho, lo único extraño y misterioso es el cuadro metabólico y fisiológico de la catalepsia, que nadie sabe cómo funciona, pero las consecuencias derivadas de la misma, son perfectamente predecibles y razonables. También podrán suponer con certeza que en épocas pasadas y debido a la escasa tecnología médica, los casos de catalépticos que eran diagnosticados como muertos ¡eran miles y miles! Pero –y no es que quiera preocuparlos a todos- yo tampoco me confiaría de la actual tecnología, ya que todos seguimos corriendo el riesgo… de ser enterrados vivos.

 El tío Aldo era un fanático del estudio de la catalepsia (la catalepsia y la telepatía eran sus temas preferidos), y siempre andaba investigando y hablando del asunto, o buscando revistas y libros sobre el tema. También mantenía correspondencia con diversos centros o institutos (que estudiaban esos fenómenos) de varias partes del mundo, ya pidiendo información o relatándoles algunos casos. Yo mismo he visto algunas de las cartas que recibía desde esos centros, con nombres en inglés, alemán, ruso o francés (que obviamente yo no entendía un pito). A veces le enviaban revistas o artículos con casos muy especiales o resonantes, donde no sólo detallaban el cuadro acontecido, sino que también finalizaba con una explicación posible del caso.

El tío tenía un gran cuaderno donde asentaba toda la información que conseguía, y en otra sección, describía los casos puntuales de episodios conocidos de la zona. ¡Tenía decenas de casos, uno más escalofriante que otro! Muchas veces nos poníamos a leer, mientras tomábamos mate en la panadería, otras veces discutíamos sobre diferentes procesos biológicos relacionados con la catalepsia. Una de esas noches, en que yo estaba muy intrigado y entusiasmado con el asunto, le prometí al tío que cuando fuera grande y estudiara Medicina, me dedicaría a investigar a fondo el proceso cataléptico y que por supuesto, le comunicaría a él todos los resultados obtenidos. Eso lo puso muy contento.

El año pasado, unas semanas antes de morir, el tío me regaló un pequeño baúl con todas esas revistas y libros. Me pidió que siguiera investigando el asunto, y por sobre todo, que escribiera y publicara esas cosas, para que la gente lo supiera ¡y no las siguieran enterrando vivas! He de realizar tres breves síntesis de los casos de esas revistas, tres de los que más me impresionaron y conmovieron. He aquí:

En un artículo en inglés –que él había hecho traducir por un tal Hardy de General Vedia- del Research Center of Upheavals of Dream, Catalepsy and Apparent Death, se describía un caso acontecido en mil ochocientos cuarenta y seis durante la Gran Hambruna de Irlanda. El hecho acaeció en el sur de Dublín. Un niño de trece años con antecedentes de convulsiones (y que los investigadores suponen, se trataba de epilepsia), comienza a padecer ataques frecuentes, probablemente desencadenados por la terrible desnutrición que ahora presentaba. Un buen día amanece en su camita completamente rígido y frío. Sus padres y hermanos comienzan a gritar y a zamarrearlo, le colocan paños tibios en la frente, rezan y elevan plegarias, otros corren a buscar un médico. Luego de verlo y examinarlo, el médico le da los pésames a la familia, desatando con esto, la angustia contenida, llantos interminables y el dolor más indecible. Comienza el velorio, y llegan familiares, vecinos y compañeritos del niño. Luego de varias horas, un niño se acerca al cajón y poniendo una manito en la frente del pequeño “difunto”, le dice con voz entrecortada y dolorida (y en inglés, por supuesto): “¿Por qué te fuiste, John…? Teníamos tantas cosas por hacer…” Eso no hizo otra cosa que aumentar más el dolor y la tristeza de todos los presentes, pero… ¡el cuerpito en el cajón comenzó a moverse! Y no sólo eso, ¡ahora también comenzaba a gesticular! ¡Su carita hacía muecas de dolor o malestar! Ahí si que todo el mundo empezó a correr y a gritar sin saber qué pito hacer. Pero no hubo necesidad de hacer nada, porque antes de que llegara el médico al que habían ido a buscar nuevamente, el niño –con la ayuda de su madre y otros parientes- ya se había sentado dentro del propio ataúd, mirando extrañado toda la escena a su alrededor. Lo que sigue es fácil imaginar: todo el mundo contento, todo el mundo a la iglesia a rezar y agradecer por el milagro, y lo que comenzó siendo un velorio se transformó en una fiesta.

Bien hasta aquí todo muy lindo, con un final feliz, pero a los médicos investigadores del fenómeno les interesaba poder entender el cuadro, y supusieron que una explicación bastante racional y lógica se sustentaría en lo siguiente: el niño que le habló y tocó la frente, era –según los familiares- el mejor amigo y compañero inseparable de aventuras del “difunto John”. Debido al hecho de que el cataléptico, percibe, escucha y piensa, especularon que cuando su amiguito le habló, habría provocado una gran conmoción mental, desencadenando una fuerza espiritual de gran magnitud (una especie de irrefrenables deseos de volver), lo que habría generado un shock emocional y metabólico, desactivando el circuito cataléptico y volviéndolo al estado fisiológico normal. Así se habría despertado.

El Anuario de 1793 del Institut d´Études Supérieures sur le Catalepsia de Paris reunía una antología de los casos mas impactantes de Francia en los años posteriores a la Revolución. Estos textos, el tío los hacía traducir por una tía francesa que teníamos y que vivía en Margarita Belén. El caso que se relata ocurrió en París.

En la Francia de la revolución, todo es convulsión, confusión y terror. Aún  persisten las viejas creencias en lo sobrenatural, que se entremezclan con el reino de la razón, que comienza a imperar. Con este trasfondo, un noble es apresado y se lo acusa de haber sido uno de los más crueles asesinos de la monarquía. De inmediato, Robespierre ordena que se lo ejecute. Cuando se le comunica la sentencia, el hombre se desploma en su celda y queda blanco como el papel, y enseguida se pone rígido e inmóvil. Un médico revolucionario lo examina y dictamina muerte fulminante por ataque al corazón. Se ordena su entierro en el cementerio local. Luego de un breve velatorio, un pequeño cortejo de algunos pocos familiares acompaña el ataúd hasta su morada final. En todo momento, cuatro soldados revolucionarios vigilan y acompañan la procesión. Llegados al cementerio, y descendido el cajón al foso, se escuchan golpes sordos. Al principio nadie entiende nada, ni tampoco aciertan a percibir de dónde vienen esos sonidos. Una hija comienza a gritar: “¡Mon Dieu, Mon Dieu! ¡Miracle, miracle!” (que significa “Dios Mío-Dios Mío, Milagro-milagro”) y se tira al foso. Rápidamente es sacada de allí por los guardias, que también sacan el cajón a la superficie. Lo destapan y el hombre pega un salto asustando a todos y gritando como un endemoniado, al tiempo que es abrazado por sus familiares. De inmediato los guardias apartan a los familiares y proceden a detener al resucitado, que luego de atarlo de manos, es conducido a la Conserjería, para informar del extraño suceso a Robespierre. Éste sin inmutarse ni asombrarse, sin hacer siquiera pregunta alguna, emite una nueva orden de ejecución, esta vez, con carácter de sumarísima. Unos minutos más tarde, en la Plaza de la Revolución -y en medio de una catarata hemorrágica del cuello cercenado-, la cabeza del resucitado cae en un canasto al pie de la guillotina.

Explicación médica de la época: típico ataque de catalepsia, con una reacción de despertar, probablemente activada por el terror a ser enterrado vivo. Quizá el despertar y tomar conciencia de la realidad, haya constituido en ese hombre, un horror mucho más profundo y siniestro del que ya había padecido, sobre todo porque sabía que una cabeza decapitada, es imposible de volver a unirla.

En un pequeño folletín que le enviaron al tío desde Alemania y que pertenecía a la Verband der Forscher und der Wissenschaftler auf den Änderungen des Traums (que no sé quién se lo tradujo) se relatan varios casos muy bien documentados y ocurridos en los años previos de la Segunda Guerra Mundial. Uno de los relatos más resonante pertenece a la Selva de Baviera, en la frontera con Checoslovaquia. Ya soplan los vientos siniestros del nazismo y los checos más nacionalistas, sufren por adelantado la amenaza de invasión. En una pequeña y limítrofe aldea checa, es donde se desarrolla este caso. Un aldeano checo sufre un ataque de catalepsia. Es el hombre más aguerrido y, tal vez, el más representativo y respetado de esa pequeña población. Durante los últimos meses ha estado organizando a la comunidad para resistir una eventual invasión alemana. Durante su velorio –y desde el cajón-, se entera de que ese mismo día las tropas nazis han invadido toda la región de Bohemia y Moravia, anexándola al Tercer Reich. Percibe el dolor de sus familiares y amigos, no sólo por su muerte, sino también por la nueva situación política. Los escucha hablar de resistir y boicotear la invasión. Los escucha lamentarse por haber perdido al líder, y a quien mejor podría organizarlos en la lucha. Se da cuenta cuan importante sería su presencia en ese momento crucial de la vida política de su país. El deseo imperioso de reaccionar mezclado con la impotencia de ese estado catatónico y el terrible esfuerzo mental, hace que de pronto el “difunto” pegue un salto en el cajón, cayendo al piso en medio del más fenomenal susto e incredulidad de los presentes. El resucitado pronto tranquiliza a todos, asegurándoles que no estaba muerto; y lo que era un velorio se transforma pronto en festejo y algarabía. Lamentablemente una patrulla alemana que merodeaba el lugar, alertada por el tumulto, acude a la casa y detiene a todos. Los detenidos relatan los hechos de muerte y resucitación, creyendo que con esa historia milagrosa lograrían sensibilizar a los alemanes. De inmediato son rigurosamente identificados por agentes de las SS. Bajo los cargos de ser un líder peligroso de la comunidad, y por las sospechas de tener poderes demoníacos, el resucitado es fusilado en el patio de la comandancia.

En este caso no hay mucho para explicar. El “difunto” reacciona por un claro sentido nacionalista, empujado por su fuerza de voluntad de ayudar a la comunidad. Desgraciadamente los soldados alemanes no tenían noticias de la existencia de la enfermedad cataléptica y la confunden con poderes demoníacos. Cinco balas de Mauser del pelotón de fusilamiento terminan con la historia.

Bueno, como habrán visto, estos breves relatos de diferentes lugares del mundo, y de diferentes épocas, tienen el mismo elemento común: la frecuente confusión de la catalepsia con la muerte. También, podríamos decir, éstos tuvieron “finales felices”, ya que todos se “despertaron” antes de ser enterrados, aunque –en los dos últimos casos- la guillotina y el pelotón de fusilamiento no permitieron ningún tipo de festejos.

Las investigaciones y estudios minuciosos y seriados revelan que, en realidad, todos los catalépticos terminan “despertándose” más tarde o más temprano. Teniendo en cuenta la percepción sensorial y nivel de actividad mental, la situación -desesperada y angustiosa- que enfrentan estos individuos dentro del cajón provoca tal grado de shock o trastorno metabólico, que en algún momento reaccionan. Lamentablemente, la mayoría de ellos lo hacen cuando ya están en el foso, a dos metros de profundidad y sintiendo las paladas de tierra encima. Obviamente nadie puede distinguir los ruidos de las paladas cayendo sobre la tapa, de los casi inaudibles golpes que da el “difunto” desde adentro.

Ahora y como despedida, he de relatarles un caso autóctono, un caso recopilado por el tío Aldo, y que figura en su cuaderno. Este era su relato preferido cuando se ponía a hablar de catalepsia. El caso también fue remitido a diferentes centros de estudios, y lo más importante es que ¡fue publicado en varios idiomas! Porque, la verdad, era para ponerle los pelos de punta a cualquiera. El tío estaba chocho con su historia. Estoy seguro de que se merecía el reconocimiento, ya que según me contó, él se enteró del caso a los tres o cuatro meses de sucedido, y le atrajo tanto esa historia que decidió visitar ese alejado lugar y hablar con los familiares y aldeanos, para recabar a fondo todos los detalles y pormenores del asunto, ¡actuó como un verdadero investigador! Me contó que tardó casi un día en llegar a ese paraje ribereño. Pero no sólo habló con todos los habitantes, sino que caminó el mismo trayecto que realizó el cortejo fúnebre y visitó el lugar del sepulcro; observó y tomó nota del desolado lugar y de las características del terreno. Anotó el tipo de sonidos que allí se oían y soportó el sol y calor del mediodía para tratar de ubicarse y revivir, de la manera más similar posible, las condiciones climáticas y geográficas que debió soportar la cataléptica, ¡hasta se quedó a pasar una noche acampando en ese pequeño cementerio! Esto realmente era estar un poco loco, le dije al tío cuando me lo contaba.

Bien, vayamos de una vez por todas al grano. El caso ocurrió en el Chaco casi a fines de los cincuenta, en una muy pequeña aldea de pescadores a orillas del río Ancho frente a la Isla del Cerrito.

Una mujer muy flaquita y desnutrida (porque comía muy poco), y que además sufría de algunas alteraciones mentales, un domingo de enero sufre un ataque cataléptico, que obviamente es interpretado por familiares y demás aldeanos, como fallecimiento real. Su rostro lucía muy pálido y sereno, como si se hubiera muerto en paz. En ese lugar inhóspito, casi inaccesible y alejado por leguas de cualquier poblado o ciudad (siendo además un día feriado), a nadie se le ocurriría ir a buscar un médico para que viniera a decirles algo tan obvio: que la mujer estaba muerta. Así que de inmediato se organizó el velorio en el ranchito de la familia. Su hija y una tía la vistieron con el mejor vestido. Vecinos de la mujer se pusieron a buscar algunas tablas, con las cuales fabricaron un precario y endeble ataúd. La mujer había “muerto” a eso de las siete de la mañana, y a las dos o tres de la tarde, bajo un calor insoportable y asfixiante, y un sol que rajaba la tierra, los familiares decidieron enterrarla al caer la tarde, total ya la habían llorado lo suficiente, y los veinte o treinta integrantes de la aldea ya habían asistido al velorio.

 A las cinco de la tarde, el humilde y pequeño cortejo se encaminó al sitio donde enterraban a sus muertos, un páramo sobre un gran barranco a unos quinientos metros de la aldea, río arriba. En ese pequeño camposanto, ubicado en una gran loma pelada sin ningún árbol ni arbustos, no había más de diez enterrados. Eligieron un lugar donde cavar el foso, y dos de los hijos se pusieron a escarbar, mientras el resto del cortejo esperaba bajo la sombra de un laurel. Apenas llevaban cavado no más de medio metro en profundidad, cuando notaron que la tierra era durísima, y mucho más dura aún por la terrible sequía que soportaba, y que ya llevaba más de seis meses. La tierra de greda muy dura y seca, era sólida como el cemento, y enseguida nomás los paleadores tuvieron que pedir que los reemplazaran porque estaban agotados. Los dos que tomaron la posta, no pudieron avanzar más de diez centímetros, cuando ya se agotaron porque la tierra se hacía más dura aún. Decidieron entonces que esa profundidad era suficiente, o que eventualmente otro día podrían cavar otro foso en un lugar de tierra más blanda y cambiar de sitio el sepulcro. Colocaron el ataúd en el hueco, y con una muy delgada capa de tierra lo cubrieron. El excedente de tierra también lo apilaron, conformando un montículo a lo largo del foso. Una tumba térrea. Una rústica cruz fabricada con dos tablas, clavaron en la cabecera con algunos ramilletes de flores silvestres. Le rezaron por última vez y todos se marcharon. Anochecía.

El domingo siguiente, sus tres hijos juntaron algunas flores y a media mañana se dirigieron a visitar la tumba de su madre. Luego de subir el barranco y ya en la lomada del camposanto, fueron sorprendidos –y también asustados- por los gorjeos y el aletear abrupto de una media docena de cuervos que levantaban raudo vuelo desde el sitio del sepulcro de la madre. Pero de inmediato, la sorpresa y el susto inicial, dieron paso a la incredulidad y a la visión más macabra y horrenda que se pueda imaginar. Paralizados y mudos de espanto, veían la cabeza, los brazos y los hombros de su madre asomando entre el montículo de tierra. El horror y el espanto dibujados en el rostro, con las cuencas de sus ojos vacías, las manos cerradas como garras abrazando la cruz. Estaba definitivamente petrificada y muerta.

Explicación del tío Aldo: claramente se trató de un cuadro cataléptico con todas las letras y que fue confundido con una muerte real como habitualmente ocurre. Los familiares se apresuraron a enterrarla, no dándole tiempo a que se “despertara”. Ya en el foso, el calor sofocante y las paladas de tierra que le caían encima, comenzaron a hacer reaccionar a la “muerta” que desesperada empezó a luchar dentro del endeble ataúd, logrando romper algunas de las tablas o tal vez, labrándose un trayecto entre las rendijas de estas. Como no había mucha tierra encima le fue posible asomar su cabeza al exterior y respirar aire puro. Lamentablemente todo esto habría ocurrido cuando ya se habían ido todos y no había nadie en los alrededores. Probablemente gritó pidiendo auxilio, pero sus débiles gritos, no pudieron ser escuchados por nadie, o en todo caso, se confundieron con los cientos de cantos de diversas aves, mezclados con los aullidos de monos y otros sonidos del monte. La pobre mujer gastó casi todas sus energías en asomar la cabeza, y con otro esfuerzo supremo, logró exteriorizar sus miembros superiores. Así las cosas, ya no tuvo la fuerza necesaria para intentar liberarse de todo el peso del cajón y tierra que aplastaba y aprisionaba el resto de su cuerpo. Es de suponer que en los primeros días de resurrección, intentaba manotear o arañar algo para comer: tierra o pasto. Esto explica que luego se observaran los rastros sobre la tierra reseca y las uñas destrozadas y negras (de tanto arañar), y que en la boca se encontraran restos de tierra y gramilla (e incluso algunas de las propias y resecas florecillas que estaban en la cruz). Se calcula que así estuvo durante dos o tres días -como máximo, cuatro-, padeciendo los implacables rayos solares y el infernal calor. También es lógico suponer que en sus últimas horas de vida, cuando ya no le quedaban fuerzas ni para gritar ni moverse, los cuervos, que siempre revolotean sobre un animal –o persona en este caso- abandonado y próximo a morir, se posaran sobre la tumba, y que la mujer, con el solo impulso de sus instintos, comenzara a defenderse manoteando hacia todos lados. Agotada al extremo y en sus últimos gestos, quizá intentó espantar a las aves, antes de que comenzaran a comerle los ojos. Aún así, es probable que la muerte haya sobrevenido finalmente por la sed y la insolación.

Bueno, aquí termina el texto, y me voy despidiendo de todos con una importante recomendación: atenti al momento de morirse; hay que asegurarse de que les hagan un buen electrocardiograma, confiable y seguro; y que una vez enterrados, les coloquen poca tierra sobre el cajón, ¡en una de esas se despiertan y quieren salir!

¡Carpe Diem!

(*) Cuento incluido en el libro CUENTOS DE TERROR PARA FRANCO - Vol.6

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