EL GALLO ASESINO (fragmento)
De las aves de corral, la más peligrosa es el gallo, sin dudas. Desgraciado, traicionero, fanfarrón, cruel y brutal, así puede definirse a este bicho.
Y el gallo tiene muchos motivos para ser así de desgraciado. Para empezar, se siente superior a todos sus vecinos y parientes del corral. Claro, si vemos a los otros bichos que habitan el gallinero, como gallinas, pollos, pollitos, gallinetas, pavos, gansos, patos y marruecos, enseguida nos damos cuenta del porqué. El pavo es un bicho grande, pero es pavo, eso ya lo sabemos todos. El ganso, es ganso, y no lo puede disimular. Al pato lo único que le interesa es andar cantando su cua-cuá durante el santo día. ¿Y qué queda? Las gallinas, gallinetas y marruecos, y estos no son competencia para el gallo.
Otra cosa. Al gallo le gusta tener muchas novias, ¡qué lo tiró!, más que un gallo parece un picaflor. Todas las gallinas y pollas son novias del señor gallo, entonces el tipo anda celoso todo el día porque tiene que controlar a todas y no dejar que se le arrime ni le converse ningún pato o ganso, o lo que es peor, ¡algún gallito más joven! Esto sí que no le gusta nada al gallo.
Hay que tener siempre presente que el gallo, a más viejo, más peligroso. Esto es así porque a medida que envejece, las gallinas y pollas que eran sus novias, ya no quieren saber nada del gallo viejo, ¿y qué hacen?: se buscan gallitos más jóvenes, ¡y ahí sí que se arma el tole-tole! Cualquiera que observe diariamente un gallinero, un corral de aves, o simplemente vea el comportamiento de estos gallináceos en un patio, podrá advertirlo enseguida. El gallo viejo anda todo el día corriendo a los gallitos, desplegando sus alas como para asustarlos, cacareando su ronco ¡kokorokoko! de ira, y dando picotazos a diestra y siniestra. Pero lo peor son las púas de sus patas ¡Mamita querida si te llega a ensartar con esa chuza asesina! Algunos suelen tener púas de hasta tres centímetros y las saben usar muy bien. En medio del ataque, pegan un salto medio acrobático y ahí ensartan la chuza. Además el ataque no sólo es con las púas, sino que también utiliza su pico ¡Picotazos y puazos! ¡Te destripa!
Yo he visto muchas veces a estos gallos en plena acción, y es realmente un espectáculo muy cruel. No se los recomiendo. Vi en una oportunidad cómo un gallo colorado de mi abuelita Rufina, le clavaba la púa en el cogote a un gallito que andaba queriendo anoviar con una gallinita. El pobre gallito apenas se sostenía en pie y el gallo viejo lo seguía atacando, pero a los picotazos. Ese patio era un revuelo de plumas y tierra, regado con la sangre del pobre gallito, que en cinco minutos se desangró y murió nomás. Yo por supuesto no intervine para ayudar al gallito, ya que ése es un asunto de aves de corral y no tenía por qué interferir. La gente de campo sabe muy bien que, de todos los gallos, los más peligrosos y crueles son los colorados. Ojo con eso.
Bueno, estos son los antecedentes de la mayoría de los gallos, y cualquier distraído puede pensar que aquí el peligro es para los demás gallináceos y aves de corral, entonces respira aliviado y dice: “Ah, por suerte no ataca a las personas”. Error. Terrible error. Nunca se confíen cuando pasean por un gallinero, un corral o un patio en el campo, un gallo puede estar al acecho.
No se sabe si es genético, por algún trauma psicológico o por qué corchos, pero a algunos gallos se les da por atacar a las personas. Algunos dicen que son tan celosos que no quieren que ninguna persona o animal se acerque a sus pollas y gallinas, entonces empiezan a atacar a mansalva a cualquier bulto que se aproxime o ronde su territorio. No se salvan ni los gatos ni los perros, todos la ligan.
En la chacra del tío Luis, en Cancha Larga, había un gallo colorado, ¡mamita querida! ¡Lo que era ese gallo! ¡Era el mismísimo demonio! ¡Un diablo con plumas! Era más viejo que la escarapela, y por supuesto, más viejo, más malo, más celoso, más peligroso. Por si fuera poco ¡era grandísimo! Yo creo que debía medir casi un metro de alto. Era imponente. Cada vez que iba a lo de mi primo, veía alguna pelea de ese gallo. Siempre atacando a los gallitos más jóvenes. No pudo matar a muchos, porque mi tío o mi tía lo corrían a escobazos o chicotazos, y entonces se terminaba la pelea, pero si lo dejaban seguir, chau gallitos.
Varias veces con Sergio, sobre todo a la siesta, encerrábamos a todas las aves en el gallinero, pero sólo para que se pelearan, ¡cómo disfrutábamos de esos espectáculos tan crueles y naturales! Nosotros no interrumpíamos nada. Que siga la pelea. Por supuesto que siempre terminaba en muerte… muerte para algún gallito. Creo que admirábamos la fuerza, la destreza y experiencia de ese maldito gallo asesino. Nos atraía su crueldad. Claro, después de que murieron unos cuantos gallitos, y que siempre se morían a la siesta, la tía Isabel se dio cuenta de nuestra avivada y ahí nos amenazó con unos buenos chancletazos y lonjazos, y con mandarnos a carpir a la chacra de algodón tres días seguidos, y con eso, santo remedio. Se terminaron las peleas de gallos a la siesta.
Pero ese gallo, también había atacado a algunos gansos, patos y por supuesto, a personas. Sergio había sufrido varios ataques, pero ahí le fue mal al gallo, porque se ligó unos buenos chicotazos o tacuarazos. También atacó a mi tía, cuando iba al gallinero a tirar el maíz. Algunos peones también fueron atacados. Yo mismo ligué algunos ataques del maldito gallo. Sergio se moría de ganas de hacerlo sonar:
-Mamita, dejame que lo degüelle -le decía a mi tía cada vez que el gallo se mandaba una de las suyas.
-¡Dejate de embromar! ¿Para qué vamos a matarlo? Si no sirve para comerlo. Además, éste por lo menos sirve para que las gallinas pongan más huevos… ¡Y ojo, eh! ¡Ni se te ocurra hacerle algo al gallo! ¡Y no me quiero enterar que el gallo tuvo algún accidente o que me digas que se suicidó! –le advertía con mucha severidad la tía Isabel.
La cosa es que el gallo gozaba de la protección de mi tía, entonces era intocable. Salvo algunos chicotazos o naranjazos, más que eso no podíamos hacer. Y encima era cierto lo que decía mi tía, no servía ni para comerlo, porque la carne del gallo es lo más dura que hay ¡ni los perros se animan a masticarla!
En unas vacaciones de verano, que estábamos allí, llegaron de visita unos parientes de mi tío. Eran de Buenos Aires. Un señor, su esposa y sus hijos, una nena de once años y su hermanito de tres. La nena era más linda que una mañana de abril y más linda que todas las nenas juntas que habíamos visto Sergio y yo. Hablaba mejor que todas las nenas de su edad y era muy graciosa.
Inmediatamente nos enamoramos de ella. Sergio tenía catorce y yo doce, y entonces para hacernos ver, andábamos haciendo pavadas todo el día. Enlazábamos terneros, chicoteábamos a las vacas, levantábamos cosas pesadas, hablábamos a los gritos, picábamos leña con el hacha y mil cosas más. Queríamos impresionar. También le dimos unos buenos chicotazos al gallo, para demostrar nuestro poder. Vivíamos pendientes de los caprichos de la porteñita, si quería una naranja de la coronita de la planta, allá íbamos y no nos importaban las espinas ni nada; si quería un huevo de tero del medio de la cañada, nos metíamos a toda carrera, chapoteando agua y camalotes, a buscar uno, ¡ni nos importaba que pudiera haber una ñacaniná!
(…)
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Cuento incluido en el Volumen VIII de CUENTOS DE TERROR PARA FRANCO
EDITORIAL DE LA PAZ - Resistencia - CHACO