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Hugo Mitoire

¿MALA-PRAXIS o MILAGRO?... o CATALEPSIA

(Sobre el caso del recién nacido -abril de 2012- en el Hospital Perrando de Resistencia-  Chaco)

Muchas veces lo fantástico e increíble se entrelaza con la realidad cotidiana, sin saberse -o sin poder discernir- donde están los límites. Esta es más bien una mirada desde lo literario, hacia un hecho real pero con componentes sorprendentes y misteriosos, e incluso tal vez, fantásticos. Y aquí tal vez resulte indispensable una cita de Ramón Tissera, que magistralmente lo resume todo: "...Pocas cosas en efecto serán tan difíciles de descifrar en la creación artística, en todos los tiempos, como el límite que separa la realidad de la ficción: ese misterioso dilema de la sensibilidad en que lo real carece de sentido sino lo acompaña una fuerte dosis de inspiración y a la inversa, donde la imaginación viene a ser la única explicación sensata de la realidad. Exactamente la invocación hamletiana de aquel angustioso personaje de Pirandello: “¿Ficción o realidad? ¡¿Qué cosa es cierta?!”…”

En mi cuento Catalepsia, se describe en la primera parte, las creencias, leyendas y ciertos hechos aproximados a lo científico. También se relatan costumbres y datos curiosos sobre esta macabra y espeluznante situación, como por ejemplo que en el siglo XIX en Inglaterra, se fabricaban ataúdes con una campanilla adosado al exterior con un piolín que la conectaba con el interior, obviamente esto no perseguía otra cosa que la (macabra) posibilidad de un despertar dentro del ataúd. También el hecho (por ley) de que los velorios debieran extenderse por 24hs. no persigue otra cosa de que "asegurarse" de que la muerte sea "definitiva".

Aquí resulta importante señalar -siguiendo la línea argumental del cuento-, que en el caso particular de un recién nacido de una prematurez extrema (donde obviamente no existen los antecedentes de ciertas enfermedades que se nombran allí) los factores que podrían remitir a un cuadro de catatonía serían la inmadurez de sus centros neurológicos y de sus aparatos y sistemas en general, que podrían llevarlo a una especie de estado de hibernación, que paradojal y felizmente en este caso, la baja temperatura de refrigeración al que fuera sometido, no hizo otra cosa que favorecer ese estado de metabolismo basal manteniéndolo vivo.

Sin que esta nota pretenda opinar o tomar posición en la cuestión medular del caso, sí creo –como dice Tissera- que el límite de la realidad es –por lo menos- borroso.

A continuación, el cuento:

Catalepsia

Cuadro clínico y casos reales

*

"Lo único que quiero para mi entierro, es no ser enterrado vivo"

Lord Chesterfield

**

 

Para poder comprender los increíbles ¡pero reales! fenómenos en torno a este siniestro estado psicofísico que puede presentar una persona, debemos primeramente conocer lo que científica y clínicamente significa el cuadro.

El Diccionario de la Real Academia de Ciencias Ocultas, Sobrenaturales y Parapsíquicas define perfectamente el cuadro: “estado de parálisis sensorio-motriz total, en el que clínicamente no se revelan signos vitales, pero donde existe un nivel de conciencia y parapsíquico normales”. En similares términos también se expresan los diferentes Institutos o Centros médicos de estudios.

Hay que admitir sin vueltas, que es lo más parecido a la muerte que uno pueda encontrar, y ciertamente, algunos lo definen como “muerte aparente”. La persona parece y se presenta ante nuestros ojos, como un verdadero muerto.

¿Y por qué ocurre esto? En general la persona proclive a padecer un cuadro de catalepsia, tiene antecedentes de otros padecimientos, como epilepsia, mal de Parkinson, o también porque ingiere algunos medicamentos que le afectan el sistema nervioso.

Por cualquiera de estas causas y en determinado momento -por algún factor desencadenante- la persona sufre un ataque cataléptico o de catatonía. Como vulgarmente se diría: queda seco. Eso significa que todo su metabolismo comienza a enlentecerse. La actividad metabólica de todas las células desciende hasta un nivel basal o mínimo, o sea casi al borde de un parate total del organismo. Obviamente, cuando todo el cuerpo disminuye su actividad, los mecanismos del corazón, respiración, etc., también se vuelven más lentos, porque deben enviar menos sangre a las células y porque por supuesto, hace falta menos oxígeno. La frecuencia cardiaca disminuye a umbrales casi incompatibles con la vida, el pulso desaparece a la simple apreciación, la presión sanguínea baja tanto que no es posible distinguir si hay circulación de sangre o está en un verdadero paro cardíaco. Todo esto lleva a que la coloración de la piel adquiera una palidez extrema o de lividez, ¡como la de los verdaderos muertos! Misteriosamente el cuerpo adquiere una rigidez pétrea, ¡idéntica al rigor mortis de los cadáveres! Como podrán suponer, con todas estas características es muy difícil diferenciar a un vivo con ataque de catalepsia de un verdadero muerto.

Según diversos artículos de los más variados países, aseguran que por lo menos hasta la década del cincuenta, tres de cada diez personas que presentaban las enfermedades mencionadas, que morían repentinamente y eran sepultadas… ¡aún estaban vivas! Para decirlo de otra manera, de cada diez muertos con esas enfermedades, tres eran ataques catalépticos. Y lo más espeluznante: de éstos, sólo uno de cada diez se despertaba antes de ser enterrado y volvía a la vida, ¡los restantes se terminaban de morir dentro del ataúd!

Ahora bien, con estos datos descritos transportémonos imaginariamente a tan sólo tres o cuatro décadas atrás, época donde –obviamente- no existían todos los elementos y la tecnología que tenemos hoy para el estudio y registro de las actividades vitales del cuerpo, y se comprenderá fácilmente por qué muchos catalépticos eran enterrados vivos y –horrendamente- se terminaban de morir dentro del mismo ataúd.

Imagínense entonces el siguiente cuadro de catalepsia: una persona sufre un ataque o un desmayo, o sus familiares de repente lo ven en la cama sin respirar; inmediatamente llaman al médico, que viene, lo mira, le toma el pulso, levanta el párpado para mirar el ojo y le ausculta el corazón, ¿y qué encuentra? que no tiene respiración, no percibe el pulso ni latidos cardíacos y los ojos están fijos. Diagnóstico: estiró las patas. Ahí nomás comienzan los preparativos para el velorio en la gran mesa del comedor de la propia casa, y uno de los familiares ya corre a encargar un cajón a medida del difunto. Los demás familiares propagan la noticia para que la gente venga al velorio. A partir de esta situación, es fácil imaginar todas las variantes y finales posibles.

Pero hay otro dato increíble, una característica de la catalepsia que convierte a esta enfermedad, en más aterradora y macabra aún. A pesar de toda la apariencia de muerte, de estar completamente rígido, sin la posibilidad de mover ni un sólo músculo, con una absoluta y nula sensibilidad corporal, y sin signos vitales perceptibles, ¡el cataléptico conserva toda su lucidez y conciencia! Esto significa que: ¡oye y percibe todo lo que ocurre a su alrededor! ¡¡Y también piensa!! ¡¡Por todos los santos del cielo, qué horror!!

Así es, increíblemente el cataléptico conserva toda la lucidez como cualquier persona viva, normal y despierta.

De nuevo – ahora con este significativo e inquietante dato- imaginemos la siguiente situación: una persona con ataque de catalepsia es declarada fallecida; a esto sigue una gran agitación en la casa, con llantos y gritos desconsolados; momentos después y un poco más serenos, los familiares acomodan el “cadáver” en la mesa del comedor, hasta tanto llegue el ataúd. Pronto llegan más familiares y amigos y se reúnen alrededor de la mesa mortuoria llorando con profunda tristeza –y apoyados en el cajón- la pérdida del ser querido. Consuelan y ofrecen los pésames a los familiares directos, y ya se acomodan en las sillas contra la pared, mientras comienzan a llegar otros familiares, y más vecinos y amigos. El “difunto” en tanto, ha estado escuchando todo desde el preciso momento en que tuvo el ataque de catalepsia, o sea, escuchó claramente los gritos desesperados de sus familiares al encontrarlo rígido, sin respiración ni pulso; sintió los zamarreos de todos ellos tratando de hacerlo reaccionar, y al instante los gritos entremezclados pidiendo que llamaran a un médico. Escuchó cuando, presuroso, llegó éste y comenzó a palparlo y auscultarlo, y percibió e imaginó claramente la cara de compungido que habrá puesto el profesional, al constatar la ausencia de signos vitales y que tal vez apenas haya alcanzado a mover negativamente la cabeza, como señal de que no había nada ya por hacer, con lo cual desató de inmediato los gritos y el llanto contenido de sus familiares que obviamente comprendían la partida hacia la eternidad. Tuvo una cruel impotencia al escuchar y percibir todo eso, sin poder emitir siquiera un gesto, algún movimiento, o un gemido; un signo de que aún estaba vivo y aliviar así el insondable dolor de sus seres queridos. Sintió los abrazos y lágrimas de todos ellos que se amontonaban sobre su cuerpo en esos instantes iniciales de su supuesta muerte, escuchando con terrible angustia las palabras de desconsuelo y las desgarradas expresiones de afectos. Pero casi en el mismo acto, una nueva angustia –acompañada de terrible desesperación- comenzaba a invadirlo, ¡había sido declarado muerto y eso significaba que lo enterrarían vivo! Esa macabra conmoción ahora, era la que ocupaba todos sus pensamientos y ya no le importaba ni una pizca, el dolor y desconsuelo de sus familiares. Estaba siendo testigo del lento ritual de su velorio, y lo que era peor ¡también sería testigo de su propio entierro si nadie advertía su errónea muerte! Sintió cómo lo trasladaban y acostaban sobre la mesa del comedor, ¡la misma mesa donde almorzaban y cenaban todos los días! Luego de una o dos horas sintió cómo nuevamente lo movían, ¡lo estaban metiendo en el ataúd! Ahí la desesperación ya alcanzaba niveles de locura e impotencia mortal.

 Pudo escuchar muchas conversaciones mientras lo velaban, seguramente cuando en el comedor había poca gente y cuando dos o más asistentes se apoyaban en el ataúd y acariciándole el rostro hablaban de sus cosas, de su vida, de sus proyectos, ¡y encima se enteraba de cada cosa! Al otro día escuchó en determinado momento una gran agitación, que los llantos y gritos recrudecían, y eso significaba que... ¡ya era hora de cerrar el cajón! A los pocos minutos sintió que colocaban la tapa y todos los sonidos los percibía ahora como más apagados. Sintió el bamboleo del ataúd cuando lo trasladaban a la iglesia, a brindarle una despedida religiosa, ¡ya quedaban pocos minutos para que lo enterraran! Luego con desbordada angustia y desesperación, y sobre todo, con el pánico más indescriptible que pueda imaginarse algún ser humano, percibió la postrera marcha hacia el cementerio, y allí, las palabras de despedida de algunos amigos. ¡Unos instantes más y ya estaría en el foso sintiendo las paladas de tierra golpeando la tapa del ataúd! Y el momento más temido comenzaba a materializarse cuando percibía el movimiento de descenso hacia un hueco en la tierra. En ese instante nuevamente los gritos y llantos desconsolados se volvían a escuchar con clara nitidez y luego sí, las paladas de tierra golpeaban con fuerza la tapa, para poco a poco ir apagándose, hasta silenciarse completamente. La oscuridad total, ahora también se acompañaba de silencio total. Fin de lo imaginado.

En este momento todos se estarán haciendo la pregunta clave: ¿y cuánto dura el ataque cataléptico? Esto nadie lo sabe con exactitud, pero se puede especular –por los datos y casos estudiados- que el cuadro puede durar desde unos pocos minutos hasta veinticuatro horas como máximo. Esto explica por qué el acto de velar el cuerpo a cajón abierto se hizo una obligación ineludible y legal, y por esto también, se establece que el velatorio debe durar un tiempo prudencial, estableciéndose que desde que se diagnostica la muerte, hasta su entierro deben transcurrir esas veinticuatro horas. Es importante también saber que muchos catalépticos despertaron luego de las veinticuatro horas, aunque estos casos son muy infrecuentes y raros.

Con esta breve introducción y descripción del cuadro clínico, cualquier lector ya podrá comprender perfectamente los casos que pasaremos a relatar. Como pueden apreciar, aquí no hay fantasía ni ciencia-ficción; no hay nada extraño ni misterioso. O mejor dicho, lo único extraño y misterioso es el cuadro metabólico y fisiológico de la catalepsia, que nadie sabe cómo funciona, pero las consecuencias derivadas de la misma, son perfectamente predecibles y razonables. También podrán suponer con certeza que en épocas pasadas y debido a la escasa tecnología médica, los casos de catalépticos que eran diagnosticados como muertos ¡eran miles y miles! Pero –y no es que quiera preocuparlos a todos- yo tampoco me confiaría de la actual tecnología, ya que todos seguimos corriendo el riesgo… de ser enterrados vivos.

 El tío Aldo era un fanático del estudio de la catalepsia (la catalepsia y la telepatía eran sus temas preferidos), y siempre andaba investigando y hablando del asunto, o buscando revistas y libros sobre el tema. También mantenía correspondencia con diversos centros o institutos (que estudiaban esos fenómenos) de varias partes del mundo, ya pidiendo información o relatándoles algunos casos. Yo mismo he visto algunas de las cartas que recibía desde esos centros, con nombres en inglés, alemán, ruso o francés (que obviamente yo no entendía un pito). A veces le enviaban revistas o artículos con casos muy especiales o resonantes, donde no sólo detallaban el cuadro acontecido, sino que también finalizaba con una explicación posible del caso.

El tío tenía un gran cuaderno donde asentaba toda la información que conseguía, y en otra sección, describía los casos puntuales de episodios conocidos de la zona. ¡Tenía decenas de casos, uno más escalofriante que otro! Muchas veces nos poníamos a leer, mientras tomábamos mate en la panadería, otras veces discutíamos sobre diferentes procesos biológicos relacionados con la catalepsia. Una de esas noches, en que yo estaba muy intrigado y entusiasmado con el asunto, le prometí al tío que cuando fuera grande y estudiara Medicina, me dedicaría a investigar a fondo el proceso cataléptico y que por supuesto, le comunicaría a él todos los resultados obtenidos. Eso lo puso muy contento.

El año pasado, unas semanas antes de morir, el tío me regaló un pequeño baúl con todas esas revistas y libros. Me pidió que siguiera investigando el asunto, y por sobre todo, que escribiera y publicara esas cosas, para que la gente lo supiera ¡y no las siguieran enterrando vivas! He de realizar tres breves síntesis de los casos de esas revistas, tres de los que más me impresionaron y conmovieron. He aquí:

En un artículo en inglés –que él había hecho traducir por un tal Hardy de General Vedia- del Research Center of Upheavals of Dream, Catalepsy and Apparent Death, se describía un caso acontecido en mil ochocientos cuarenta y seis durante la Gran Hambruna de Irlanda. El hecho acaeció en el sur de Dublín. Un niño de trece años con antecedentes de convulsiones (y que los investigadores suponen, se trataba de epilepsia), comienza a padecer ataques frecuentes, probablemente desencadenados por la terrible desnutrición que ahora presentaba. Un buen día amanece en su camita completamente rígido y frío. Sus padres y hermanos comienzan a gritar y a zamarrearlo, le colocan paños tibios en la frente, rezan y elevan plegarias, otros corren a buscar un médico. Luego de verlo y examinarlo, el médico le da los pésames a la familia, desatando con esto, la angustia contenida, llantos interminables y el dolor más indecible. Comienza el velorio, y llegan familiares, vecinos y compañeritos del niño. Luego de varias horas, un niño se acerca al cajón y poniendo una manito en la frente del pequeño “difunto”, le dice con voz entrecortada y dolorida (y en inglés, por supuesto): “¿Por qué te fuiste, John…? Teníamos tantas cosas por hacer…” Eso no hizo otra cosa que aumentar más el dolor y la tristeza de todos los presentes, pero… ¡el cuerpito en el cajón comenzó a moverse! Y no sólo eso, ¡ahora también comenzaba a gesticular! ¡Su carita hacía muecas de dolor o malestar! Ahí si que todo el mundo empezó a correr y a gritar sin saber qué pito hacer. Pero no hubo necesidad de hacer nada, porque antes de que llegara el médico al que habían ido a buscar nuevamente, el niño –con la ayuda de su madre y otros parientes- ya se había sentado dentro del propio ataúd, mirando extrañado toda la escena a su alrededor. Lo que sigue es fácil imaginar: todo el mundo contento, todo el mundo a la iglesia a rezar y agradecer por el milagro, y lo que comenzó siendo un velorio se transformó en una fiesta.

Bien hasta aquí todo muy lindo, con un final feliz, pero a los médicos investigadores del fenómeno les interesaba poder entender el cuadro, y supusieron que una explicación bastante racional y lógica se sustentaría en lo siguiente: el niño que le habló y tocó la frente, era –según los familiares- el mejor amigo y compañero inseparable de aventuras del “difunto John”. Debido al hecho de que el cataléptico, percibe, escucha y piensa, especularon que cuando su amiguito le habló, habría provocado una gran conmoción mental, desencadenando una fuerza espiritual de gran magnitud (una especie de irrefrenables deseos de volver), lo que habría generado un shock emocional y metabólico, desactivando el circuito cataléptico y volviéndolo al estado fisiológico normal. Así se habría despertado.

El Anuario de 1793 del Institut d´Études Supérieures sur le Catalepsia de Paris reunía una antología de los casos mas impactantes de Francia en los años posteriores a la Revolución. Estos textos, el tío los hacía traducir por una tía francesa que teníamos y que vivía en Margarita Belén. El caso que se relata ocurrió en París.

En la Francia de la revolución, todo es convulsión, confusión y terror. Aún  persisten las viejas creencias en lo sobrenatural, que se entremezclan con el reino de la razón, que comienza a imperar. Con este trasfondo, un noble es apresado y se lo acusa de haber sido uno de los más crueles asesinos de la monarquía. De inmediato, Robespierre ordena que se lo ejecute. Cuando se le comunica la sentencia, el hombre se desploma en su celda y queda blanco como el papel, y enseguida se pone rígido e inmóvil. Un médico revolucionario lo examina y dictamina muerte fulminante por ataque al corazón. Se ordena su entierro en el cementerio local. Luego de un breve velatorio, un pequeño cortejo de algunos pocos familiares acompaña el ataúd hasta su morada final. En todo momento, cuatro soldados revolucionarios vigilan y acompañan la procesión. Llegados al cementerio, y descendido el cajón al foso, se escuchan golpes sordos. Al principio nadie entiende nada, ni tampoco aciertan a percibir de dónde vienen esos sonidos. Una hija comienza a gritar: “¡Mon Dieu, Mon Dieu! ¡Miracle, miracle!” (que significa “Dios Mío-Dios Mío, Milagro-milagro”) y se tira al foso. Rápidamente es sacada de allí por los guardias, que también sacan el cajón a la superficie. Lo destapan y el hombre pega un salto asustando a todos y gritando como un endemoniado, al tiempo que es abrazado por sus familiares. De inmediato los guardias apartan a los familiares y proceden a detener al resucitado, que luego de atarlo de manos, es conducido a la Conserjería, para informar del extraño suceso a Robespierre. Éste sin inmutarse ni asombrarse, sin hacer siquiera pregunta alguna, emite una nueva orden de ejecución, esta vez, con carácter de sumarísima. Unos minutos más tarde, en la Plaza de la Revolución -y en medio de una catarata hemorrágica del cuello cercenado-, la cabeza del resucitado cae en un canasto al pie de la guillotina.

Explicación médica de la época: típico ataque de catalepsia, con una reacción de despertar, probablemente activada por el terror a ser enterrado vivo. Quizá el despertar y tomar conciencia de la realidad, haya constituido en ese hombre, un horror mucho más profundo y siniestro del que ya había padecido, sobre todo porque sabía que una cabeza decapitada, es imposible de volver a unirla.

En un pequeño folletín que le enviaron al tío desde Alemania y que pertenecía a la Verband der Forscher und der Wissenschaftler auf den Änderungen des Traums (que no sé quién se lo tradujo) se relatan varios casos muy bien documentados y ocurridos en los años previos de la Segunda Guerra Mundial. Uno de los relatos más resonante pertenece a la Selva de Baviera, en la frontera con Checoslovaquia. Ya soplan los vientos siniestros del nazismo y los checos más nacionalistas, sufren por adelantado la amenaza de invasión. En una pequeña y limítrofe aldea checa, es donde se desarrolla este caso. Un aldeano checo sufre un ataque de catalepsia. Es el hombre más aguerrido y, tal vez, el más representativo y respetado de esa pequeña población. Durante los últimos meses ha estado organizando a la comunidad para resistir una eventual invasión alemana. Durante su velorio –y desde el cajón-, se entera de que ese mismo día las tropas nazis han invadido toda la región de Bohemia y Moravia, anexándola al Tercer Reich. Percibe el dolor de sus familiares y amigos, no sólo por su muerte, sino también por la nueva situación política. Los escucha hablar de resistir y boicotear la invasión. Los escucha lamentarse por haber perdido al líder, y a quien mejor podría organizarlos en la lucha. Se da cuenta cuan importante sería su presencia en ese momento crucial de la vida política de su país. El deseo imperioso de reaccionar mezclado con la impotencia de ese estado catatónico y el terrible esfuerzo mental, hace que de pronto el “difunto” pegue un salto en el cajón, cayendo al piso en medio del más fenomenal susto e incredulidad de los presentes. El resucitado pronto tranquiliza a todos, asegurándoles que no estaba muerto; y lo que era un velorio se transforma pronto en festejo y algarabía. Lamentablemente una patrulla alemana que merodeaba el lugar, alertada por el tumulto, acude a la casa y detiene a todos. Los detenidos relatan los hechos de muerte y resucitación, creyendo que con esa historia milagrosa lograrían sensibilizar a los alemanes. De inmediato son rigurosamente identificados por agentes de las SS. Bajo los cargos de ser un líder peligroso de la comunidad, y por las sospechas de tener poderes demoníacos, el resucitado es fusilado en el patio de la comandancia.

En este caso no hay mucho para explicar. El “difunto” reacciona por un claro sentido nacionalista, empujado por su fuerza de voluntad de ayudar a la comunidad. Desgraciadamente los soldados alemanes no tenían noticias de la existencia de la enfermedad cataléptica y la confunden con poderes demoníacos. Cinco balas de Mauser del pelotón de fusilamiento terminan con la historia.

Bueno, como habrán visto, estos breves relatos de diferentes lugares del mundo, y de diferentes épocas, tienen el mismo elemento común: la frecuente confusión de la catalepsia con la muerte. También, podríamos decir, éstos tuvieron “finales felices”, ya que todos se “despertaron” antes de ser enterrados, aunque –en los dos últimos casos- la guillotina y el pelotón de fusilamiento no permitieron ningún tipo de festejos.

Las investigaciones y estudios minuciosos y seriados revelan que, en realidad, todos los catalépticos terminan “despertándose” más tarde o más temprano. Teniendo en cuenta la percepción sensorial y nivel de actividad mental, la situación -desesperada y angustiosa- que enfrentan estos individuos dentro del cajón provoca tal grado de shock o trastorno metabólico, que en algún momento reaccionan. Lamentablemente, la mayoría de ellos lo hacen cuando ya están en el foso, a dos metros de profundidad y sintiendo las paladas de tierra encima. Obviamente nadie puede distinguir los ruidos de las paladas cayendo sobre la tapa, de los casi inaudibles golpes que da el “difunto” desde adentro.

Ahora y como despedida, he de relatarles un caso autóctono, un caso recopilado por el tío Aldo, y que figura en su cuaderno. Este era su relato preferido cuando se ponía a hablar de catalepsia. El caso también fue remitido a diferentes centros de estudios, y lo más importante es que ¡fue publicado en varios idiomas! Porque, la verdad, era para ponerle los pelos de punta a cualquiera. El tío estaba chocho con su historia. Estoy seguro de que se merecía el reconocimiento, ya que según me contó, él se enteró del caso a los tres o cuatro meses de sucedido, y le atrajo tanto esa historia que decidió visitar ese alejado lugar y hablar con los familiares y aldeanos, para recabar a fondo todos los detalles y pormenores del asunto, ¡actuó como un verdadero investigador! Me contó que tardó casi un día en llegar a ese paraje ribereño. Pero no sólo habló con todos los habitantes, sino que caminó el mismo trayecto que realizó el cortejo fúnebre y visitó el lugar del sepulcro; observó y tomó nota del desolado lugar y de las características del terreno. Anotó el tipo de sonidos que allí se oían y soportó el sol y calor del mediodía para tratar de ubicarse y revivir, de la manera más similar posible, las condiciones climáticas y geográficas que debió soportar la cataléptica, ¡hasta se quedó a pasar una noche acampando en ese pequeño cementerio! Esto realmente era estar un poco loco, le dije al tío cuando me lo contaba.

Bien, vayamos de una vez por todas al grano. El caso ocurrió en el Chaco casi a fines de los cincuenta, en una muy pequeña aldea de pescadores a orillas del río Ancho frente a la Isla del Cerrito.

Una mujer muy flaquita y desnutrida (porque comía muy poco), y que además sufría de algunas alteraciones mentales, un domingo de enero sufre un ataque cataléptico, que obviamente es interpretado por familiares y demás aldeanos, como fallecimiento real. Su rostro lucía muy pálido y sereno, como si se hubiera muerto en paz. En ese lugar inhóspito, casi inaccesible y alejado por leguas de cualquier poblado o ciudad (siendo además un día feriado), a nadie se le ocurriría ir a buscar un médico para que viniera a decirles algo tan obvio: que la mujer estaba muerta. Así que de inmediato se organizó el velorio en el ranchito de la familia. Su hija y una tía la vistieron con el mejor vestido. Vecinos de la mujer se pusieron a buscar algunas tablas, con las cuales fabricaron un precario y endeble ataúd. La mujer había “muerto” a eso de las siete de la mañana, y a las dos o tres de la tarde, bajo un calor insoportable y asfixiante, y un sol que rajaba la tierra, los familiares decidieron enterrarla al caer la tarde, total ya la habían llorado lo suficiente, y los veinte o treinta integrantes de la aldea ya habían asistido al velorio.

 A las cinco de la tarde, el humilde y pequeño cortejo se encaminó al sitio donde enterraban a sus muertos, un páramo sobre un gran barranco a unos quinientos metros de la aldea, río arriba. En ese pequeño camposanto, ubicado en una gran loma pelada sin ningún árbol ni arbustos, no había más de diez enterrados. Eligieron un lugar donde cavar el foso, y dos de los hijos se pusieron a escarbar, mientras el resto del cortejo esperaba bajo la sombra de un laurel. Apenas llevaban cavado no más de medio metro en profundidad, cuando notaron que la tierra era durísima, y mucho más dura aún por la terrible sequía que soportaba, y que ya llevaba más de seis meses. La tierra de greda muy dura y seca, era sólida como el cemento, y enseguida nomás los paleadores tuvieron que pedir que los reemplazaran porque estaban agotados. Los dos que tomaron la posta, no pudieron avanzar más de diez centímetros, cuando ya se agotaron porque la tierra se hacía más dura aún. Decidieron entonces que esa profundidad era suficiente, o que eventualmente otro día podrían cavar otro foso en un lugar de tierra más blanda y cambiar de sitio el sepulcro. Colocaron el ataúd en el hueco, y con una muy delgada capa de tierra lo cubrieron. El excedente de tierra también lo apilaron, conformando un montículo a lo largo del foso. Una tumba térrea. Una rústica cruz fabricada con dos tablas, clavaron en la cabecera con algunos ramilletes de flores silvestres. Le rezaron por última vez y todos se marcharon. Anochecía.

El domingo siguiente, sus tres hijos juntaron algunas flores y a media mañana se dirigieron a visitar la tumba de su madre. Luego de subir el barranco y ya en la lomada del camposanto, fueron sorprendidos –y también asustados- por los gorjeos y el aletear abrupto de una media docena de cuervos que levantaban raudo vuelo desde el sitio del sepulcro de la madre. Pero de inmediato, la sorpresa y el susto inicial, dieron paso a la incredulidad y a la visión más macabra y horrenda que se pueda imaginar. Paralizados y mudos de espanto, veían la cabeza, los brazos y los hombros de su madre asomando entre el montículo de tierra. El horror y el espanto dibujados en el rostro, con las cuencas de sus ojos vacías, las manos cerradas como garras abrazando la cruz. Estaba definitivamente petrificada y muerta.

Explicación del tío Aldo: claramente se trató de un cuadro cataléptico con todas las letras y que fue confundido con una muerte real como habitualmente ocurre. Los familiares se apresuraron a enterrarla, no dándole tiempo a que se “despertara”. Ya en el foso, el calor sofocante y las paladas de tierra que le caían encima, comenzaron a hacer reaccionar a la “muerta” que desesperada empezó a luchar dentro del endeble ataúd, logrando romper algunas de las tablas o tal vez, labrándose un trayecto entre las rendijas de estas. Como no había mucha tierra encima le fue posible asomar su cabeza al exterior y respirar aire puro. Lamentablemente todo esto habría ocurrido cuando ya se habían ido todos y no había nadie en los alrededores. Probablemente gritó pidiendo auxilio, pero sus débiles gritos, no pudieron ser escuchados por nadie, o en todo caso, se confundieron con los cientos de cantos de diversas aves, mezclados con los aullidos de monos y otros sonidos del monte. La pobre mujer gastó casi todas sus energías en asomar la cabeza, y con otro esfuerzo supremo, logró exteriorizar sus miembros superiores. Así las cosas, ya no tuvo la fuerza necesaria para intentar liberarse de todo el peso del cajón y tierra que aplastaba y aprisionaba el resto de su cuerpo. Es de suponer que en los primeros días de resurrección, intentaba manotear o arañar algo para comer: tierra o pasto. Esto explica que luego se observaran los rastros sobre la tierra reseca y las uñas destrozadas y negras (de tanto arañar), y que en la boca se encontraran restos de tierra y gramilla (e incluso algunas de las propias y resecas florecillas que estaban en la cruz). Se calcula que así estuvo durante dos o tres días -como máximo, cuatro-, padeciendo los implacables rayos solares y el infernal calor. También es lógico suponer que en sus últimas horas de vida, cuando ya no le quedaban fuerzas ni para gritar ni moverse, los cuervos, que siempre revolotean sobre un animal –o persona en este caso- abandonado y próximo a morir, se posaran sobre la tumba, y que la mujer, con el solo impulso de sus instintos, comenzara a defenderse manoteando hacia todos lados. Agotada al extremo y en sus últimos gestos, quizá intentó espantar a las aves, antes de que comenzaran a comerle los ojos. Aún así, es probable que la muerte haya sobrevenido finalmente por la sed y la insolación.

Bueno, aquí termina el texto, y me voy despidiendo de todos con una importante recomendación: atenti al momento de morirse; hay que asegurarse de que les hagan un buen electrocardiograma, confiable y seguro; y que una vez enterrados, les coloquen poca tierra sobre el cajón, ¡en una de esas se despiertan y quieren salir!

¡Carpe Diem!

(*) Cuento incluido en el libro CUENTOS DE TERROR PARA FRANCO - Vol.6

Reservado todos los derechos


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