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Hugo Mitoire

El destino del Sr. Sanabria (fragmento)

El destino del Sr. Sanabria (fragmento)

Como cada lunes, desde hacía miles de años, ese lunes ocho de abril de mil novecientos sesenta y ocho, se reunieron Dios, El Diablo y La Muerte, para decidir –entre otros asuntos- la hora fatal del señor Rodolfo Sanabria.

El hombre de treinta y ocho años, con un buen trabajo y excelente estado de salud, jamás podría haber imaginado que ese día fresquito y soleado, y a esa hora –casi las ocho de la mañana- en que se dirigía a su trabajo pedaleando tranquilamente su bicicleta balona, los tres seres ultraterrenales más poderosos del universo, estaban discutiendo sobre la finalización de su vida material.

-Debemos hacerlo yá –dijo El Diablo.

-¿Porqué tanto apuro? –preguntó Dios.

-Algún día debe morir, entonces mejor que muera ahora y Sanseacabó –respondió.

-¿Usted que opina? –preguntó Dios a La Muerte.

-Me da lo mismo. Cuando lo decidan yo haré mi trabajo –respondió impasible.

-Necesito gente en las profundidades, y me vendría bien llevármelo ahora –fundamentó El Diablo.

-Porqué no esperamos un poco… aunque sea hasta el domingo. Ese día la gente está más preparada para una muerte y…

-No, no. Por favor no me vengan a recargar de trabajo el domingo. Ya saben que ese día trabajo las veinticuatro horas sin descanso, así que les pediría que se decidieran por cualquier otro día de la semana –habló La Muerte.

-¿Vio Mi Señor?, no la recarguemos de trabajo a la señora –dijo El Diablo.

-Que yo sepa es un hombre bueno y trabajador, honesto y no veo la necesidad de… -comenzó a argumentar Dios, tratando de prolongar la vida de Sanabria.

-Y si le digo que no iba a la iglesia ni rezaba, ¿que me dice? –atacó El Diablo.

-Bueno, eso no lo convierte en una persona mala –se defendió y defendió de paso al terrenal Sanabria.

-Jamás creyó en usted, ni en ningún santo, vírgenes o ángeles ¿qué me dice ahora? –volvió a atacar el Príncipe de las Tinieblas, tratando de ofuscar a Dios.

-Bueno, lo más importante es lo que era… ejem cof, cof –tosió y carraspeó Dios- digo… lo importante es lo que es. Eso es lo que vale, que es una persona buena y…

-Tampoco crea que era un angelito ¿eh? Lo he visto en muchos bailes conquistando mujeres. Varias veces se emborrachó. Le gusta jugar al truco y a la loba.

-Bueno… los hombres también necesitan divertirse y alegrar el espíritu…

-Ahá. Le doy un dato más Mi Señor: se casó y se separó. ¿Qué opina ahora del hereje del señor Sanabria?

-¡Basta de chismes! ¡Me tiene harto con las habladurías! ¡Si se lo quiere llevar, lléveselo! pero le advierto que en menos de un mes, si no lo envía al Cielo, voy a buscarlo personalmente y haré tronar el escarmiento en las profundidades. Es un hombre bueno y debe estar conmigo.

El Diablo se frotó las manos, loco de alegría, mientras Dios se rascaba la barba pensativo y malhumorado. La Muerte, con una lima, afilaba su guadaña.

-Señora, ¿a qué hora podría hacer este trabajito? –preguntó El Diablo a La Muerte.

-Hoy por la mañana tengo varios casos pendientes, pero podría ser al mediodía o a la siesta. Quizá cuando el hombre este volviendo del trabajo…

-Eso. Cuando regrese del trabajo me gustaría que lo interceptara. Trate de que parezca un accidente. Es mejor, así la opinión pública no me tira toda la bronca a mí.

-Así lo haré -respondió

Y los tres se dispersaron. Dios ascendió y se perdió entre las nubes recorriendo su reino. El Diablo se transfiguró en un remolino de viento norte y se introdujo en las profundidades de la tierra. La Muerte, en la faz del planeta, se dispuso a realizar los trabajos pendientes.

A las dos de la tarde, Rodolfo Sanabria salió del trabajo, agarró su bici y con un pedaleo tranquilo inició el regreso a casa. Debía pedalear alrededor de tres kilómetros hasta llegar al pueblo.

La Muerte dispuso que en el momento exacto, en que el hombre pasara por la esquina de Tienda La Nena, por la calle perpendicular, aparecería un auto a toda velocidad para embestirlo y terminar con su vida. Lo había pensado todo. A esa hora hay poco tránsito en el pueblo, y por lo tanto el hombre vendría distraído, y al llegar a la esquina ya no tendría tiempo de nada. El gran edificio que ocupaba la tienda en esa precisa esquina, no le permitiría ver ni advertir la aproximación de vehículo alguno.

Pedaleaba tranquilo, sin imaginar el siniestro y fatal encuentro que le aguardaba a tan solo cinco cuadras de entrar al pueblo (…)

 Autor: Hugo Mitoire - Reservado todos los derechos.

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