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Hugo Mitoire

Cuentos y Relatos

Anochecer de un día agitado

Anochecer de un día agitado

Por circunstancias que aún se tratan de establecer, la noche del veintiocho de Noviembre de mil novecientos setenta y siete, el Sr. M, a la sazón estudiante de segundo año de medicina, debió abandonar a rompe y raja la pensión que habitaba en Mendoza casi Belgrano, a una cuadra de la Facultad. El hecho al parecer tenía raíces oscuras e inconfesables, ya que en todas las ocasiones el Sr. M evitaba hablar del tema.

Años después habría de saberse (y de fuentes poco confiables), que esa pensión era regenteada por un militar y que éste abusándose de las circunstancias, estafó a los estudiantes con el cobro adelantado de alquileres, y la posterior intimación a que desalojaran la vivienda, so pena de denunciarlos y meterlos presos por revoltosos. Estos en represalia, habrían incendiado todo el mobiliario, en la terraza del edificio.

Lo cierto es que M, hacia el anochecer de ese día, acudió presuroso a casa de su compañero de estudios, Juan Carlos, sudando y con evidentes signos de preocupación, explicó a este, la imperiosa necesidad de realizar una mudanza, y que la misma debía hacerse urgente e impostergablemente, esa misma noche. Su compañero vivía con sus padres, y tenía su propio vehículo. Poseía en ese entonces, una moderna y envidiada coupé roja (que no solo lo trasladaba de un lado para otro, sino que también, le redituaba jugosos dividendos a la hora de impresionar a sus compañeras y chicas en general).

Al cabo de media hora, y a bordo del lustroso Fiat 600, raudos partieron hacia la pensión. Cuando arribaron al lugar, otros compañeros de pensión, en medio de un febril despliegue y agitación, realizaban a toda máquina, actividades de embalaje, cargamento en vehículos, o huidas de a pie o en bicicleta con elementos personales. Lo que suele denominarse embalaje - en el caso particular de M-, consistió simplemente en embutir todas las cosas a la que te criaste y a los santos piques, en el diminuto habitáculo del vehículo. El elemento de mayores dimensiones, ya se sabe, era el colchón de una plaza, el que enrollado a manera de panqueque y atado con un cable, ocupó el asiento trasero. Luego se acomodaron una valija y un bolso mediano con todo el ropaje, y finalmente los huecos se fueron llenando con elementos menores. El calentador a gas, fue ubicado en el piso del asiento del acompañante, junto a una pequeña cacerolita, una pava y un jarro, todos estos de material alumínico; un juego de cuchillo, tenedor y cuchara (se entiende que una pieza de cada cosa), un cucharita, un colador, mate y bombilla, una lata de leche Nido pero con contenido yerbaceo, un paquete de arroz empezado, y una bolsita con algunas galletas. En el asiento fueron colocados, los cuatro tomos del Tratado de Anatomía de Testut-Latarjet, el libro de Fisiología Médica de Guyton, los dos de Química Biologica (el Niemeyer y el Marenzi), la Metamorfosis de Kafka, apuntes varios, cuadernos y chucherías en general. El único par de zapatos y las gastadas ojotas, fueron incrustados, en los pliegues del colchón. Las zapatillas Flecha, las tenía puesta. Unas bolsas de plástico, conteniendo un juego de sábanas, dos frazadas, una almohada, un mantelillo, repasadores, y trapos de piso (estos en bolsas separadas) fueron insertadas en los huecos residuales del habitáculo, habida cuenta de la maleabilidad de estos bultos. Una vieja escoba y un espejo roto, fueron descartados. Completada la carga, M se despidió a voz en cuello de sus ex-compañeros (quienes se encontraban desperdigados, en la planta baja, y el primer y segundo piso), comprometiéndose a volver a verlos muy pronto, o por lo menos, dar señales del nuevo paradero. Todos respondieron el saludo también a los gritos y con las mismas promesas. Todos se juramentaron, amistad eterna.

El rugir del Fitito, anunciaba la inminente partida, y Juan Carlos apoltronado al volante, esperaba la orden. Cuando M salió por última vez de la siniestra pensión y llegó hasta el auto (portando los últimos elementos), cayó en la cuenta que en el bólido rojo, no había lugar para él. El espacio del diminuto vehículo, estaba atiborrado hasta el techo, situación que obligó incluso a levantar los cristales - a pesar del caluroso clima veraniego- a fin de evitar extravíos de elementos durante el trayecto. Cuando M miró a Juan Carlos, el gesto de este fue elocuente y expresivo, encongiéndose de hombros y levantando las manos, - cuan creyente eleva una ofrenda -, trató de transmitirle algo así como...y que querés que le haga hermano?, no es un colectivo. De inmediato M, ordenó partida y que... lo siguiera. El auto volvió a rugir como apurando el despegue, y M inició un trotecito moderado por la vereda, translación esta que era acompañada en paralelo por el auto. El trote de M era atentamente observado y seguido por Juan Carlos, quien no conocía el destino de esa mudanza a los apurones; pero aún así, la persecución se veía facilitada, por la llamativa combinación de colores del ropaje del trotante. Este vestía una remera blanca, con la lengua de los Rolling Stones en su espalda, un pantalón corto y muy ancho de color naranja, y las blancas zapatillas Flecha sin medias, un sombrero Panamá adornaba su cabeza. Portaba en su mano izquierda, un veladorcito con pantalla azul y en la derecha, una bolsa de arpillera con algunos huesos del esqueleto humano, entre ellos el cráneo (estos elementos -velador y huesos- al parecer fueron casi olvidados, percatándose su presencia a último momento, por lo que quedaron sin posibilidades de ser embutidos en el embalaje). Con estas características, al chofer se le hacía bastante fácil distinguir al trotante, y no confundirlo entre los demás peatones.

En el trayecto, por la calle Mendoza hacia Junín, tenía a su paso, la escuela Normal y el famoso boliche KaKoSi. El trote era bastante regular, a pesar de que había que esquivar eventuales transeúntes u otros obstáculos que se encontraban en el camino, como veredas en reparación, montículos de arena, motos, personas que sentadas en silletas utilizaban las estrechísimas veredas de Corrientes, como si fuera el propio living de su casa. En ocasiones, M debía descender a la calle para más adelante retomar la vereda, o cuando no y apelando a su destreza, tener que realizar pequeños o moderados saltos, para superar inesperados y variados tipos de vallas; todo esto sin perder el ritmo del trote. Cada tanto relojeaba por sobre el hombro, verificando el acompañamiento de su mudanza. Al llegar a Mendoza y San Martín, M se detuvo en esa esquina e instruyó a Juan Carlos que diera vuelta a la manzana, para terminar el trayecto donde finalmente sería su nueva morada, una pensión por San Martín entre Mendoza y Córdoba.Velador y osario en mano, M espero a que el rojo Fiat apareciera, y ni bien llegó apuró a su amigo a bajar los bártulos.

El primero en ingresar fue M, quien avanzó unos veinte metros por una irregular galería, y allí, cerca de una ventana depositó su carga inicial; detrás de él llegó Juan Carlos portando el calentador y algunos libros, y antes de bajar las cosas al piso, preguntó a su compañero:

-Che... ¿cuál va a ser tu pieza?

-No..., todavía no conseguí ninguna pieza -respondió M

-¿Como? ¿y donde vas a dejar las cosas y dormir? -inquirió nuevamente.

-Bueno... ya hablé con el dueño de la pensión, Don Ruzak, y me dio permiso para que duerma en la galería, hasta que se desocupe una cama; parece que pronto se va uno de los del fondo -aclaró M, frotándose las manos con entusiasmo.

-¡Pero vos sos loco! como vas a dormir en la galería, dejate de joder, más vale vamos a casa y te quedas unos días allí, hasta que consigas algo. Ya sabes que con mis viejos no hay problemas - sugirió Juan Carlos.

-No pasa nada, no te hagas problemas. Mejor me quedo, así ya voy conociendo a los vagos, y además apenas se desocupe una cama ya me meto, a ver si todavía me comen el lugar -tranquilizó M. De ahí en más se dedicaron a bajar el resto de las cosas.

En esas ocupaciones estaban cuando se acercó - intrigado por la nueva llegada- uno de los inquilinos, un tal Condorito oriundo de Monte Caseros, que resultó ser compañero de ambos en la Facultad y ya se conocían de vista, se saludaron efusivamente y recordaron algunas anécdotas en común. Entre otras cosas, Condorito informó el nombre de la pensión, esta respondía al mote de Natamá (del cual, nadie tenía la más pálida idea, de lo que significaba tan rimbombante apelativo), acto seguido alentó a M sobre las características sociales de la nueva pensión, asegurándole que muy a menudo se hacían unas jodas terribles, donde se invitaban a chicas de medicina, kinesio y odonto, la música estaba asegurada, porque un tal Gradeneker - avanzado estudiante de medicina y profesor de tenis- tenía un tocadiscos fantástico, con un sonido único. Lentamente Juan Carlos, comenzó a envidiar a M.

Con la ayuda de Condorito, y mientras ya hacían planes para futuras festicholas, terminaron de bajar todos los petates. Ocupando un espacio de unos dos metros al costado de la pared, M amontonó sus pertenencias; el colchón quedó en principio sin desenrollarse y erecto, a fin de no entorpecer el tránsito por esa zona de la galería.

Al cabo de unos minutos ya se sumaron al trío, otros integrantes de la pensión. Varios resultaron ser de la misma carrera, y de estos, unos cuantos del mismo curso. Pronto hizo su aparición un pintoresco personaje, estudiante de (larga data) Veterinaria; cara de chinchudo, vos gruesa y se notaba muy canchero en temas de pensionado, respondía al mote de, Petiso Coronel. Se acercó, miró a M con cara de pocos amigos, y señalando el lugar donde estaban amontonadas las cosas, preguntó:

-Che, pendejo ¿vos vas a dormir acá?

-Si... -respondió este con un poco de intriga y temor.

-Mirá, en esta zona da el sol toda la tarde, y el piso y las paredes quedan muy calientes, así que antes de acostarte, pegá una baldeada al piso y mojá bien las paredes, así se refresca un poco, sino te vas a cagar de calor -aconsejó.

-Bueno, gracias.

Esa primera noche, y después de ingerir algunas cervecitas con dos o tres pensionistas, M se dispuso a pernoctar. Se sentía feliz de haber conseguido un lugar donde continuar con su existencia, por sobre todo, estaba maravillado con la nueva pensión y sus nuevos amigos pensionistas. Inmerso en estas reflexiones y bastante cansado del trajín y de las emociones del día, desenrolló su colchón y extrajo las sábanas de una bolsa, armó su camastro y se frotó el cuerpo (evitando las partes pudendas) con un repelente que le prestó el Petiso Coronel. Ya acostado y mirando lontananza a través del enramado de una parra, podía divisar el cielo estrellado. Así se durmió.

Autor: Hugo Mitoire – Todos los derechos reservados

Del libro de relatos universitarios "Natamá. Tribulaciones de un estudiante"

Claustrofobia

Claustrofobia

De niño, el Sr. M vivía obsesionado con la idea, de que un día sería enterrado sin estar completamente muerto.

Sufría con la posibilidad de despertarse dentro del ataúd, sin poder mover las manos ni los brazos, y con la tapa -en esta zona vidriada- a cinco centímetros de su rostro.

En ese instante, M era presa de un ahogo más espiritual que por la propia y supuesta falta de oxígeno.

El origen de ese padecimiento con toda seguridad, se remontaba a una tarde de verano cuando contaría seis o siete años. Esa tarde sus padres, algunos tíos y otros desconocidos, tomaban mate en el patio de su casa y M con sus hermanas y otros primos, jugaban y molestaban alrededor de aquellos. El niño nunca olvidaría, el comentario que hizo uno de sus tíos sobre una macabra noticia de la revista que hojeaba.

Che, que lo parió...vieron lo que le pasó a este tipo?

No, que le pasó? - preguntó la tía Mary – la más curiosa de toda la parentela -.

Resulta que el sereno de un cementerio de Bs. As., escucha ruidos y golpes a eso de las tres de la madrugada, y asustado se pone a recorrer con su linterna la zona de los ruidos, y nota que los golpes venían de un nicho, el mismo nicho que habían cerrado esa tarde cuando trajeron en su cajón, a uno de los muertos del día. - Narraba con cierto halo de misterio el tío lector.

Dale contá y que pasó después? - apuraba la tía Mary

Bueno, el sereno retira los ladrillos que tapiaban el boquete y sigue escuchando golpes y ruidos, y cagado en las patas va corriendo a buscar a dos conocidos del vecindario para que lo acompañen y ayuden. Entonces retiran el cajón, lo abren, y ahí si que se cagaron de en serio. Relataba con vos de ultratumba.

Y?????, que encontraron? terminá de una vez. Apuraba de nuevo la tía.

Eh!, ni se imaginan. El tipo, o sea el muerto, parece que no estaba del todo muerto. Lo enterraron vivo. Que me cuentan?

No puede ser, eso es un chisme.- Atacó el padre de M.

Dejate de pavadas, como no se van a dar cuenta, que no estaba bien muerto. Lanzó otra tía.

Dale che, contá de una vez, que encontraron para darse cuenta que no estaba bien muerto.- Dio el ultimátum, la tía Mary.

El tipo estaba todo arañado y ensangrentado, la ropa  hecha flecos, y había arañazos en la tapa del cajón.  Aparte la cara del tipo quedó como quien muere desesperado y llorando. Que me dicen?

El pequeño M había seguido palabra a palabra todo el relato, primero porque lo atrajo el misterio, y luego porque empezó a imaginarse a él mismo en esa situación. Desde ese día, nunca olvidaría el relato.

A los diez años hizo un pacto de sangre con su primo Sergio, de doce.

El mismo establecía que a la muerte de cualquiera de ambos, el sobreviviente se encargaría de cerciorarse que la muerte del otro fuera realmente absoluta e inmutable.

El sobreviviente tomaría los recaudos científicos necesarios, para llevar a cabo esta misión. Ambos coincidieron entonces que mantener el cajón abierto por veinticuatro horas como mínimo, eliminaba casi por completo cualquier tipo de error, pero suponían también una dificultad tener que convencer a familiares, amigos y vecinos, de tan largo velatorio a cajón abierto.

Luego de conjeturar varias alternativas, se decidieron por dos procedimientos que supusieron confiables y prácticos.

En primer término, el sobreviviente se encargaría durante todo el velatorio y disimuladamente, de pellizcar y punzar con un alfiler el cuerpo de su primo presumiblemente muerto.

Esto lo haría a intervalos de una hora aproximadamente. Observaría atentamente cualquier probable movimiento o gesto de dolor, en el rostro del muerto.

El segundo reaseguro de defunción sería claramente científico.

El sobreviviente convocaría a varios médicos por separado, a dar una opinión respecto al estado del occiso, siendo programado el último control para minutos antes que el cortejo fúnebre inicie su postrer marcha hacia el cementerio.

Durante toda su adolescencia se recordaban a menudo las directivas juramentadas y vivían despreocupadamente.

A los veinte años M cursaba ya el tercer año de Medicina y su primo era un próspero ganadero.

En la madrugada de un viernes de Abril, una tragedia los  sorprendió y cambió radicalmente para ambos, el rumbo de sus vidas.

Sergio murió aplastado bajo un camión, y M quedó trágicamente desamparado y sin nadie que verificara su futura muerte.

Pese a tener ya conocimientos básicos de fisiología y  patología general, a M no le hizo falta eso para darse cuenta que Sergio estaba inmutablemente muerto. Las terribles lesiones recibidas en el accidente, no daban posibilidad a ningún error.

Creyó prudente y respetuoso incumplir con el juramento y obvió por tanto, los pasos de verificación preestablecidos.

Si bien en algún momento mientras lloraba apoyado sobre el ataúd, se le cruzó por la mente el pacto de sangre, no recurrió siquiera ni a un simple pellizcón. Tampoco consultó a médico alguno.

Una duda breve y culposa lo asaltó un instante, en el preciso momento que soldaban el cajón, pero tampoco ahí cambió su decisión.

Dos o tres días después de la sepultura, se tranquilizó completamente al constatar que no habría ocurrido ningún hecho anormal en el ámbito del cementerio.

La vida de M cambió brutalmente desde la muerte de su primo. Habían crecido juntos desde la niñez, y compartieron aventuras y amarguras en los polvorientos y calurosos días de su Chaco natal.

Sergio era su mejor amigo y confidente y la persona a la que más quería. Constituía además por sobre todas las cosas, la persona más importante del mundo, era el verificador de su muerte.

Las noches de M ya no fueron las mismas, despertaba en la madrugada agitado y presa de pánico prendía la luz, se sentaba en la cama y controlaba si la ventana estaba abierta, no importando para esto ni el clima invernal. Era imperioso para M que al despertar percibiera alguna luz, un destello o una salida inmediata al exterior.

Los espacios pequeños y cerrados eran una cárcel y la oscuridad, su cruel verdugo.

Cuando por las circunstancias debía pernoctar en una habitación desconocida, controlaba rigurosamente la ventana de manera tal que esta quedara entreabierta y que a su través, se filtrara una luminosa y tranquilizadora claridad.

Siendo ya médico y en oportunidad de un congreso, compartía una habitación de hotel con dos colegas. El cansancio y el trajín de ese día le había hecho olvidar de los recaudos habituales para estos casos.

A mitad de la madrugada despertó con gran sobresalto y envuelto en una negra y espesa oscuridad. Inmediatamente sintió como una tenaza de acero lo estrangulaba, quería gritar y ni siquiera podía emitir gemido alguno. Desesperado y tratando de salir del pánico, empezó a dar manotazos a su alrededor despanzurrando veladores y otros objetos de la mesita de luz. En medio de ese espanto, creyó ver un hilo de luz en cierta zona y hacia allí corrió no sin chocar y tirar todo a su paso.

La asfixia que M sentía en su cuello era progresiva y aterradora, en este estado se aferró a las persianas de la ventana, tratando inútilmente de separar con sus dedos esas finas tablitas horizontales.

Con ese caos reinante, sus colegas se despiertan asustados y encienden la luz. Incrédulos ven a M en franca y desigual lucha con el ventanal, para separar con sus dedos -tarea de por sí imposible- las tablitas de la pesada persiana. La iluminación del recinto fue el alivio y la salvación para M, y la vuelta a la normalidad y al descanso para sus colegas. Todos volvieron a acostarse, no sin que se abrieran de par en par las ventanas.

Algunos episodios lo dejaban en el mejor de los absurdos, o simple y redondamente en un grotesco ridículo, haciendo peligrar incluso su futuro y sus planes matrimoniales. Así ocurrió una negra noche que pernoctó por primera vez en casa de los padres de una pretendida consorte. Había viajado toda la tarde llegando a destino hacia el anochecer; luego de las presentaciones formales, cena y tertulia, le fue asignado para su descanso como siempre ocurre en estos casos, la piecita del fondo. La mezcla de cansancio y expectativa, agregado a la tranquilidad de haber superado (a su criterio), ese primer test familiar, hicieron que se relajaran sus rigurosas medidas de seguridad. Apenas acostado ya se sumergió en un profundo sueño, del que despertó en medio de la madrugada envuelto en una negritud asfixiante y mortal. Con el pánico del agonizante que está siendo ejecutado, saltó de la cama y con la más aterradora desorientación quedó paralizado en el piso, rodeado de la más absoluta y espesa oscuridad; quería gritar y apenas podía emitir un primitivo gemido gutural, golpeándose con las palmas de sus manos, las regiones laterales de su cabeza y cuello y cada tanto, juntando sus manos en posición de plegaria. Perdido en esa pesadilla quería avanzar y no sabía hacia donde. Como un soldado, daba pasos enérgicos en el mismo lugar, conformando un espectáculo no ya psiquiátrico, sino deplorable. En el exacto centro de la desesperación y en un rapto de sentido común, atinó a batir palmas como único medio a su alcance para comunicarse con el resto del universo. Sin dejar de aullar  inició el palmoteo, maniobra más propia de un deficiente mental,  ya que estos movimientos espásticos y disarmónicos, se hacían con cada batir más enérgicos y suplicantes, conformando un cuadro verdaderamente trágico y grotesco. Era esto, en la esfera de su rudimentario pensamiento, el último y agonizante pedido de auxilio ante una muerte segura. En esta lamentable y bochornosa circunstancia fue visto por su candidata, sus padres y futuras cuñadas, quienes ante semejante barullo habían acudido presurosos en camisones y pijamas a la piecita del fondo. La increíble escena que se les presentó cuando abrieron la puerta y encendieron la luz, los dejó atónitos y sin palabras. Casi al unísono y luego de unos segundos de incredulidad, padres y hermanos dirigieron sus somnolientas miradas hacia la candidata, como interrogándola, como acusándola del porque de haber  traído semejante loco a casa.

Con el paso del tiempo, las precauciones de M eran cada vez más estrictas.

No viajaba en avión, subte o ascensor. En autos de dos puertas jamás se sentaba en el asiento trasero. No dormía en piezas sin ventanas. Nunca zambullía. Los recintos asimétricos y el desorden lo agobiaban.

En las salas de cine, prudentemente ocupaba las butacas del fondo, provisto siempre e indefectiblemente, de una linterna de mano.

Y así transcurría esa existencia gris, llena de estrictas medidas y precauciones, hasta que un día conoció a una mujer que parecía haber nacido para amarlo solamente a él. En esa fugaz circunstancia, sintió que lo comprendía plenamente, que entendía y aceptaba todos sus vicios, manías y obsesiones, pero el destino le deparaba una sorpresa.

Ella era agorafóbica y la única noche de pasión, se consumó en el umbral de la puerta.

Autor: Hugo Mitoire - Todos los derechos reservados

Del libro "Mundo Neurótico"

  

Anochecer de un día agitado

Anochecer de un día agitado

Por circunstancias que aún se tratan de establecer, la noche del veintiocho de Noviembre de  mil novecientos setenta y siete, el Sr. M, a la sazón estudiante de segundo año  de medicina, debió abandonar a rompe y raja, la pensión que habitaba en Mendoza casi Belgrano, a una cuadra de la  Facultad. El hecho al parecer tenía raíces oscuras e inconfesables, ya que en todas las ocasiones el Sr. M evitaba hablar del tema.

Años después habría de saberse (y de fuentes poco confiables), que esa pensión era regenteada por un militar y que éste abusándose de las circunstancias, estafó a los estudiantes con el cobro adelantado de alquileres, y la posterior intimación a que desalojaran la vivienda, so pena de denunciarlos y meterlos presos por revoltosos. Estos en represalia, habrían incendiado todo el mobiliario, en la terraza del edificio.

Lo cierto es que M, hacia el anochecer de ese día, acudió presuroso a casa de su compañero de estudios, Juan Carlos, sudando y con evidentes signos de preocupación, explicó a este, la imperiosa necesidad de realizar una mudanza, y que la misma debía hacerse urgente e impostergablemente, esa misma noche. Su compañero vivía con sus padres, y tenía su propio vehículo. Poseía en ese entonces, una moderna y envidiada coupé roja (que no solo lo trasladaba de un lado para otro, sino que también, le redituaba jugosos dividendos a la hora de impresionar a sus compañeras y chicas en general).

Al cabo de media hora, y a bordo del lustroso Fiat 600, raudos partieron hacia la pensión. Cuando arribaron al lugar, otros compañeros de pensión, en medio de un febril despliegue y agitación, realizaban a toda máquina, actividades de embalaje, cargamento en vehículos, o huidas de a pie o en bicicleta con elementos personales. Lo que suele denominarse embalaje - en el caso particular de M-, consistió simplemente en embutir todas las cosas a la que te criaste y a los santos piques, en el diminuto habitáculo del vehículo. El elemento de mayores dimensiones, ya se sabe, era el colchón de una plaza, el que enrollado a manera de panqueque y atado con un cable, ocupó el asiento trasero. Luego se acomodaron una valija y un bolso mediano con todo el ropaje, y finalmente los huecos se fueron llenando con elementos menores. El calentador a gas, fue ubicado en el piso del asiento del acompañante, junto a una pequeña cacerolita, una pava y un jarro, todos estos de material alumínico; un juego de cuchillo, tenedor y cuchara (se entiende que una pieza de cada cosa), un cucharita, un colador, mate y bombilla, una lata de leche Nido pero con contenido yerbaceo, un paquete de arroz empezado, y una bolsita con algunas galletas. En el asiento fueron colocados, los cuatro tomos del Tratado de Anatomía de Testut-Latarjet, el libro de Fisiología Médica de Guyton, los dos de Química Biologica (el Niemeyer y el Marenzi), la Metamorfosis de Kafka, apuntes varios, cuadernos y chucherías en general.   El único par de zapatos y las gastadas ojotas, fueron incrustados, en los pliegues del colchón. Las zapatillas Flecha, las tenía puesta. Unas bolsas de plástico, conteniendo un juego de sábanas, dos frazadas, una almohada, un mantelillo, repasadores, y trapos de piso (estos en bolsas separadas) fueron insertadas en los huecos residuales del habitáculo, habida cuenta de la maleabilidad de estos bultos. Una vieja escoba y un espejo roto, fueron descartados. Completada la carga, M se despidió a voz en cuello de sus ex-compañeros (quienes se encontraban desperdigados, en la planta baja, y el primer y segundo piso), comprometiéndose a volver a verlos muy pronto, o por lo menos, dar señales del nuevo paradero. Todos respondieron el saludo  también a los gritos y con las mismas promesas. Todos se juramentaron, amistad eterna.

El rugir del Fitito, anunciaba la inminente partida, y Juan Carlos apoltronado al volante, esperaba la orden. Cuando M salió por última vez de la siniestra pensión y llegó hasta el auto (portando los últimos elementos), cayó en la cuenta que en el bólido rojo, no había lugar para él. El espacio del diminuto vehículo, estaba atiborrado hasta el techo, situación que obligó incluso a levantar los cristales - a pesar del caluroso clima veraniego- a fin de evitar extravíos de elementos durante el trayecto. Cuando M miró a Juan Carlos, el gesto de este fue elocuente y expresivo, encongiéndose de hombros y levantando las manos, - cuan creyente eleva una ofrenda -, trató de transmitirle algo así como...y que querés que le haga hermano?, no es un colectivo. De inmediato M, ordenó partida y que... lo siguiera. El auto volvió a rugir como apurando el despegue, y M inició un trotecito  moderado por la vereda, translación esta que era acompañada en paralelo por el auto. El trote de M era atentamente observado y seguido por Juan Carlos, quien no conocía el destino de esa mudanza a los apurones; pero aún así, la persecución se veía facilitada, por la llamativa combinación de colores del ropaje del trotante. Este vestía una remera blanca, con la lengua de los Rolling Stones en su espalda, un pantalón corto y muy ancho de color naranja, y las blancas zapatillas Flecha sin medias, un sombrero Panamá adornaba su cabeza. Portaba en su mano izquierda, un veladorcito con  pantalla azul y en la derecha, una bolsa de arpillera con algunos huesos del esqueleto humano, entre ellos el cráneo (estos elementos -velador y huesos- al parecer fueron casi olvidados, percatándose su presencia a último momento, por lo que quedaron sin posibilidades de ser embutidos en el embalaje). Con estas características, al chofer se le hacía bastante fácil distinguir al trotante, y no confundirlo entre los demás peatones.

En el trayecto, por la calle Mendoza hacia Junín, tenía a su paso, la escuela Normal y el famoso boliche KaKoSi. El trote era bastante regular, a pesar de que había que esquivar eventuales transeúntes u otros obstáculos que se encontraban en el camino, como veredas en reparación, montículos de arena, motos, personas que sentadas en silletas utilizaban las estrechísimas veredas de Corrientes, como si fuera el propio living de su casa. En ocasiones, M debía descender a la calle para más adelante retomar la vereda, o cuando no y apelando a su destreza, tener que realizar pequeños o moderados saltos, para superar inesperados y variados tipos de vallas; todo esto sin perder el ritmo del trote. Cada tanto relojeaba por sobre el hombro, verificando el acompañamiento de su mudanza. Al llegar a Mendoza y San Martín, M se detuvo en esa esquina e instruyó a Juan Carlos que diera vuelta a la manzana, para terminar el trayecto donde finalmente sería su nueva morada, una pensión por San Martín entre Mendoza y Córdoba.Velador y osario en mano, M espero a que el rojo Fiat apareciera, y ni bien llegó apuró a su amigo a bajar los bártulos.

El primero en ingresar fue M, quien avanzó unos veinte metros por una irregular galería, y allí, cerca de una ventana depositó su carga inicial; detrás de él llegó Juan Carlos portando el calentador y algunos libros, y antes de bajar las cosas al piso, preguntó a su compañero:

-  Che,..cuál va a ser tu pieza?

-  No..., todavía no conseguí ninguna pieza. respondió M

- Como?, y donde vas a dejar las cosas y dormir? Inquirió nuevamente.

- Bueno.., ya hablé con el dueño de la pensión, Don Ruzak, y me dio permiso para que duerma en la galería, hasta que se desocupe una cama; parece que pronto se va uno de los del fondo. Aclaró M, frotándose las manos con entusiasmo.

- Pero vos sos loco!, como vas a dormir en la galería, dejate de joder, más vale vamos a casa y te quedas unos días allí, hasta que consigas algo. Ya sabes que con mis viejos no hay problemas - sugirió Juan Carlos.

- No pasa nada, no te hagas problemas. Mejor me quedo, así ya voy conociendo a los vagos, y además apenas se desocupe una cama ya me meto, a ver si todavía me comen el lugar. Tranquilizó M. De ahí en más se dedicaron a bajar el resto de las cosas.

En esas ocupaciones estaban cuando se acercó - intrigado por la nueva llegada- uno de los inquilinos, un tal Condorito oriundo de Monte Caseros, que resultó ser compañero de ambos en la Facultad y ya se conocían de vista, se saludaron efusivamente y recordaron algunas anécdotas en común. Entre otras cosas, Condorito informó el nombre de la pensión, esta respondía al mote de Natamá (del cual, nadie tenía la más pálida idea, de lo que significaba tan rimbombante apelativo), acto seguido alentó a M sobre las características sociales de la nueva pensión, asegurándole que muy a menudo se hacían unas jodas terribles, donde se invitaban a chicas de medicina, kinesio y odonto, la música estaba asegurada, porque un tal Gradeneker - avanzado estudiante de medicina y profesor de tenis- tenía un tocadiscos fantástico, con un sonido único. Lentamente Juan Carlos, comenzó a envidiar a M.

Con la ayuda de Condorito, y mientras ya hacían planes para futuras festicholas, terminaron de bajar todos los petates. Ocupando un espacio de unos dos metros al costado de la pared, M amontonó sus pertenencias; el colchón quedó en principio sin desenrollarse y erecto, a fin de no entorpecer el tránsito por esa zona de la galería.

Al cabo de unos minutos ya se sumaron al trío, otros integrantes de la pensión. Varios resultaron ser de la misma carrera, y de estos, unos cuantos del mismo curso. Pronto hizo su aparición un pintoresco personaje, estudiante de (larga data) Veterinaria; cara de chinchudo, vos gruesa y se notaba muy canchero en temas de pensionado, respondía al mote de, Petiso Coronel. Se acercó, miró a M con cara de pocos amigos, y señalando el lugar donde estaban amontonadas las cosas, preguntó:

- Che, pendejo, vos vas a dormir acá?

- Si... - respondió este con un poco de intriga y temor.

- Mira, en esta zona da el sol toda la tarde, y el piso y las paredes quedan muy calientes, así que antes de acostarte, pegá una baldeada al piso y mojá bien las paredes, así se refresca un poco, sino te vas a cagar de calor - aconsejó.

- Bueno, gracias.

Esa primera noche, y después de ingerir algunas cervecitas con dos o tres pensionistas, M se dispuso a pernoctar. Se sentía feliz de haber conseguido un lugar donde continuar con su existencia, por sobre todo, estaba maravillado con la nueva pensión y sus nuevos amigos pensionistas. Inmerso en estas reflexiones y bastante cansado del trajín y de las emociones del día, desenrolló su colchón y extrajo las sábanas de una bolsa, armó su camastro y se frotó el cuerpo (evitando las partes pudendas) con un repelente que le prestó el Petiso Coronel. Ya acostado y mirando lontananza a través del enramado de una parra, podía divisar el cielo estrellado. Así se durmió.

Autor: Hugo Mitoire – Todos los derechos reservados

Del libro de relatos universitarios "Natamá. Tribulaciones de un estudiante"

 

 

El ciprés y sus amigos

El ciprés y sus amigos

En una céntrica calle de Puerto Iguazú, donde pululan día tras día cientos de pobladores nativos y extranjeros, un local comercial de aspecto común y normal, exhibe un inquietante y extraño cartel,“LOS AMIGOS DEL CIPRES” Venta de calzados. La observación del lugar en horas picos, no arroja ninguna anormalidad, las personas van y vienen, entran al negocio y en ocasiones salen con un paquete de aspecto similar a una caja de zapatos. Otras, se paran frente a la vidriera y observan lo que allí se ofrece, sin la menor señal que indique algún tipo de anormalidad. Los que caminan por la vereda opuesta, en ocasiones dirigen sus miradas hacia el negocio y el cartel, pero sus rostros no trasuntan ningún tipo de cambio y continúan caminando como si nada. En horas no picos, la observación arroja el mismo resultado.

Todo pareciera indicar, que el local comercial es uno más de los cientos que existen en esa ciudad. Nadie puede obviar la potencialidad cifrada del mensaje del cartel. A quien se le ocurre que puede crearse una asociación civil para hacerse amiga de un árbol, ¡¡¡de un solo árbol!!!. Pero aún así, si –remotamente- esto fuera posible, caemos en la macabra contradicción que encierra el conjunto de las palabras. Si suponemos que efectivamente un grupo de personas se ha reunido con el objeto de hacerse amiga de un árbol, inequívocamente debemos pensar que hay en ellos una clara intención de protección hacia el vegetal y por extensión hacia las formas vivientes del universo, son ecologistas, solidarios y buenas personas; y ¿porque entonces serían partidarios de la venta de calzados?, objetos que se obtienen a partir de la muerte de animales y extracción de sus cueros, con el agravante de que muchos de estos –verbi gracia, cocodrilos, carpinchos, iguanas, víboras etc- son capturados en forma absolutamente cruel e ilegal, y no pocas veces, asesinados a mansalva . O peor aún, muchos de estos calzados, ¿no se fabrican acaso con el caucho obtenido de productos vegetales, luego del sacrificio y maceración de nobles arbolitos?

Para completar el misterio, hemos constatado que exactamente frente al negocio, y rodeado de un pintoresco canterito pintado de amarillo, un joven y vistoso árbol se yergue con esplendorosa vitalidad. Este vegetal -lo hemos visto con nuestros propios ojos- recibe diariamente muestras de cariño por parte del dueño del negocio, quien le dedica momentos de la mañana o la tarde, ya para limpiar en el interior del canterito los residuos que suelen arrojar los transeúntes, ya para remover la tierra o para regarlo profusamente, esto último, hasta tres o cuatro veces por día.

Esta inusual muestra de cariño humano-vegetal, tiene su máxima expresión cuando en ocasiones, el propietario apoya una de sus manos –como quien acaricia una mejilla- en el enhiesto tronco, y fijando su mirada perdida en las ramas del mismo árbol o en el amarillo canterito, trasunta una profunda e inescrutable abstracción. Y nos preguntamos, ¿en que piensa el dueño del comercio?, ¿qué preocupaciones atraviesan su alma?, porque ese árbol no es un ciprés...sino un paraíso.

Autor: Hugo Mitoire – Todos los derechos reservados

De “El libro de las revelaciones”