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Hugo Mitoire

Observaciones

Viento Norte

 

El viento norte soplaba bastante fuerte esa tarde de Enero. En el Paraje Yatay, el clima era para morirse de calor. Los veranos en el Chaco son siempre así, inaguantables.

La madre lavaba las ropas en un gran fuentón, debajo del paraíso. El patio era grande, de tierra muy dura y pelada, rodeado de espartillos y todo tipo de yuyos. El ranchito estaba lejos del camino y del caserío, casi donde comienza el estero.

Esa tarde se encontraba sola, con su hijito menor de apenas unos ocho meses, muy inquieto, y como ya gateaba, andaba de aquí para allá tocando todo y queriendo llevarse a la boca cualquier cosa. La pobre madre tenía que tener mil ojos con él, más todavía desde esa vez que se tragó unas frutitas de paraíso.

Mientras fregaba la ropa, cada tanto miraba lo que hacía su bebé, que por lo visto estaba empecinado en atrapar alguna gallina, ya que las perseguía a todas, a cualquiera que se le cruzara. Claro, gateando le iba a costar un poco, pero el pequeño se divertía y cada tanto detenía su gateo y se sentaba en medio del patio, tomaba alguna ramita o algún juguete, lo observaba, lo chupaba un poco o lo mordía, para luego tirarlo y seguir persiguiendo a las gallinas.

Una bataraza que caminaba bordeando los yuyos, empezó a ser perseguida por el nene, pera ésta, con paso tranquilo y sereno se alejó hacia el estero. El nene cabezudo y obstinado, allá fue tras la gallina.

Fue un instante, donde todo parecía estar coordinado para que ocurriera, ya que la madre a su vez, se dirigía a colgar las ropas en el alambrado, que estaba a unos diez metros del patio. Fue en ese fugaz momento en que la madre perdió de vista al niño, no advirtió que había salido del patio, fue un instante de distracción.

Estas suelen ser las distracciones o los instantes fatales, que solo duran solo unos segundos, y ahí todo ocurre.

Primero fue un alarido largo y estremecedor, luego un interminable llanto a los gritos. La madre, como si le hubiesen clavado un cuchillo reaccionó con espanto. Tiró el fuentón con sus ropas y corrió desesperadamente hacia el lugar de los llantos. Cuando ya estaba cerca y comenzaba a divisar al niño, vio que este se revolcaba torpemente entre los yuyos y el espartillo, agitando sus manitos y sin dejar de gritar.

A la madre se le heló la sangre, como si le hubiese paralizado el horror. Lanzó un grito de dolor y desesperación y empezó a suplicar a todos sus dioses, sin dejar de correr. Acercándose a su hijito no atinaba que hacer, jamás había visto una cosa así.

El nene, que se revolvía en el pastizal, tenía enroscada firmemente en su mano y bracito derecho, una víbora yarará, que no paraba de morderlo en el brazo y en todas las zonas del cuerpito, al alcance de los latigazos de sus colmillos asesinos. Todos los inocentes movimientos del bracito, eran una provocación para la víbora, que se embravecía más y más. 

Con esa valentía y fuerza que solo tienen las madres y sin importarle ni su propia vida, se tiró sobre su hijo; con una mano tomó a la víbora de la cabeza para que no lo mordiera más y con mucha dificultad la desenroscó, arrojándola bien lejos.

Tomó a su niño en brazos y emprendió una loca y angustiosa carrera hacia el caserío. En esos breves e interminables minutos, rezó y suplicó a todos sus santos, mientras besaba la frente del niño.

Casi totalmente agotada, y faltando todavía unos cincuenta metros, sacó fuerzas de donde no tenía y apuró más su carrera, gritando y suplicando, viendo como su hijito había empezado a hincharse… y ya no gritaba.

Autor: Hugo Mitoire - Reservado todos los derechos. Del libro CUENTOS DE TERROR PARA FRANCO - Vol. I

Estero Cuatro Diablos

Estero Cuatro Diablos

 

En el Chaco, como si no fuera suficiente tener un diablo, existe un estero donde habitan ¡cuatro diablos! No uno, ni dos, ni tres ¡cuatro! ¿Quién resistiría eso? Es el colmo. Y si alguno cree que esto es un invento mío para asustar a algún distraído o para hacerme el gracioso, que agarre la ruta once, que va desde Resistencia a Formosa, y que después me cuente, a ver que encuentra luego del cruce con la ruta noventa. A menos de cien metros de ese cruce, verán un cartel verde con letras blancas, de solo tres palabras: ESTERO CUATRO DIABLOS.

Es un interminable y misterioso estero, que se extiende –a la derecha siguiendo por la ruta- hasta Lapachito, y sus otros límites son el río Guaycurú, el Paraje Yatay y la siniestra Cañada Címbaro ¡mamita querida! ¡Que miedo da pasar por ahí! Son leguas y leguas de llanura con pajonales amarillos, tacurúes, palmeras y mogotes de algarrobos. Cientos de cuervos revolotean el lugar buscando una osamenta; alguno que otro caraun solitario suele verse, y los caracoleros, en los postes de telégrafo o en las ramas de un árbol seco.

Yo jamás pisé el estero, ni pienso hacerlo, así estuviera totalmente chiflado, pero cada vez que voy a visitar a mis padres a La Leonesa ¡tengo que pasar por esa ruta! Y durante todo ese trayecto, que son como veinte kilómetros, voy rezando y haciendo gancho duro para que el auto o el colectivo no se descomponga, para que no ocurra nada raro, ni aparezca alguna cosa extraña.

La verdad es que nunca me pasó nada grave ni trágico. Las únicas cosas que recuerdo son anécdotas, algunas las experimenté yo mismo, otras, fueron padecidas por amigos o conocidos.

Cuando era estudiante, casi siempre viajaba a dedo, y en muchas oportunidades me tocó hacerlo en la parte de atrás de alguna camioneta o camión, o sea al aire libre. En dos o tres de esos viajes, tuve la mala suerte de pasar por ese tenebroso lugar en horas de la noche. En una de esas oportunidades, viajaba solo y luego de pasar el cruce y viajábamos por el costado del estero ¡que miedo virgencita santa! Empecé a rezar y temblaba como una hoja. Un rato cerraba los ojos, después los abría y miraba el cielo estrellado, o miraba hacia atrás ¡pero ni por las tapas quería mirar para el costado del estero! Pero había una extraña fuerza, un impulso desconocido o una diabólica atracción, que sin que me diera cuenta, llevaba mi vista hacia el maldito lugar ¡ahí si que me encomendaba a todos los santos! Lo único que podía verse, era lo que iba iluminando el vehículo a su paso. Pajonales, palmeras, mogotes y la negra e interminable oscuridad. Iba como hipnotizado mirando ese misterioso y perpetuo paisaje, cuando de pronto, comencé a ver unos puntos luminosos sobre la negritud del estero. Poco a poco, se hacían más grandes, como que se acercaban, hasta que pude distinguir lo que eran ¡cuatro pares de ojos que brillaban en la profunda negritud! Eran ojos rojos y parecían estar a unos cincuenta metros de la ruta y nunca quedaban atrás ¡nos estaban siguiendo! Ahí me di cuenta que esos ojos siempre estaban a la misma distancia, como que se desplazaban a la misma velocidad ¡como aceleraba mis rezos en ese momento! Cerré con fuerza mis ojos y me tapé los oídos, y así estuve unos cuantos segundos o minutos, hasta que la terrible atracción diabólica o ese impulso misterioso, me obligaba a abrirlos nuevamente y mirar ¡y otra vez los cuatro pares de ojos seguían a la misma distancia! ¡Maldita mi suerte! Para evitar mirar de nuevo, me concentraba en el ruído del motor y miraba las estrellas, y así seguía otros cuantos kilómetros. El tormento terminó cuando llegamos a Lapachito, porque ahí ya no había más estero. A mí me dolía todo el cuerpo, de tanto temblar y hacer fuerza para aguantar el miedo. Cuando llegué, se lo conté a mi papá y me dijo que el miedo me hacía ver esas cosas, y creo tenía razón en la mitad nada más: en que tenía miedo; pero a esos cuatro pares de ojos rojos, yo les juro por todos los santos y dioses, que los vi nítidamente.

Yo me hubiese quedado tranquilo o apenas con alguna duda de todo ese asunto, de no haber sido por un casual encuentro con un viejito del lugar. Ocurrió dos o tres semanas después, cuando mi primo me invitó a un asado en el campo de los Robles, en Cancha Larga. Allí tuve la oportunidad de conocer al viejito, que supo ser tropero por muchos años, pero que ahora solo se dedicaba a criar gallinas y marruecos y tenía una chacrita de algodón. Vivía en Lapacho Viejo, o sea... cerca del maldito Estero. Enseguida me entusiasmé cuando lo escuché hablar. Tenía esa forma de hablar de los que saben contar historias, de los que saben muchas cosas, y no me equivoqué. El viejito era un sabio.

Yo agarré dos vasos con Cinzano y me lo llevé abajo de un aromito, cerca del corral, para hablar tranquilos. Porque en las galerías y alrededores de la casa, era puro jolgorio, gente hablando o gritando, jugando al truco, o matándose de risa por algún chiste. Chicos jugando a la embopa o a las escondidas, y que no dejaban de gritar. Y un clima así, no es bueno para contar ni escuchar historias misteriosas. Yo tenía pensado preguntarle muchas cosas, y sobre todo, escuchar sus historias.

Y así fue. Empezamos a hablar y yo para entrar en confianza, le conté que estudiaba medicina, que estaba en segundo año y que ya sabía bastante sobre el funcionamiento del cuerpo. El viejito estaba maravillado conmigo, porque a la gente de campo les encanta hablar con un médico, o bueno, con un futuro médico como yo. Me empezó a preguntar por unos dolores que tenía en la cintura y las rodillas. Yo no sabía un pito de eso, porque todavía no había estudiado, pero para no quedar mal, le dije que esas cosas eran de la edad y de tanto hacer fuerza en el trabajo. Quedó contento con mi diagnóstico y seguimos hablando de algunas enfermedades de las vacas y de las personas. Después, como quien no quiere la cosa, empecé a preguntarle sobre su vida de tropero, arreando animales, recorriendo montes y cañadas, en fin, quería que empezara a hablar del maldito Estero ¡y lo logré!

Narró muchas situaciones de su vida tropera, algunas muy cómicas, otras desgraciadas, algunas medio terroríficas, hasta que en un momento se puso más serio, le mandó todo lo que quedaba del Cinzano y aclarándose la garganta, con tono grave dijo,

-Ahora le voy a contar algunas cosas del Estero ese... que seguramente usted, que es un muchacho que está en la ciencia, no me va a creer o pensará que estoy desvariando.

-¡Pero por favor don Anacleto! Cuente, cuente nomás... –dije al tiempo que el viejito miraba su vaso vacío. Ahí me di cuenta que le estaba haciendo falta más combustible.

-Espere un momento don Anacleto –le dije agarrando su vaso y me mandé un pique hasta la casa. Llené el vaso con hielo y Cinzano y por las dudas me traje la botella. No iba a arriesgarme a que se quedara sin la bebida en medio del relato.

Con los ojos iluminados mirando el vaso llenito, don Anacleto arrancó,

-Yo trabajé más de cuarenta años arreando animales, buscando bueyes perdidos o cuidando el pastoreo. Siempre en los alrededores o en el mismísimo Estero, o sea que lo conozco como a la palma de mi mano. Después de una caída muy fea de mi caballo, ya no quise seguir en eso y desde hace diez años, me dedico a la chacra y al corral ¡Eh, ya estoy pisando los setenta!

-¿Y que me cuenta de ese Estero...? Algunos dicen que ahí ocurrieron cosas bastante fuleras... –dije como para que, de una vez por todas, hablara de lo que yo estaba esperando.

-La gente habla por hablar, pero no saben nada. Nadie anduvo por ese Estero, salvo unos pocos troperos, como yo. Le voy a contar sobre dos casos que vi con mis propios ojos –dijo al tiempo que se mandaba medio vaso de Cinzano.

Para animarlo, ahí nomás llené de nuevo su vaso. Y para que no se sintiera solo, yo también le mandaba unos tragos a mi vaso. Ya me estaba dando vueltas la cabeza, por la emoción y... por el Cinzano.

-Una tardecita, me venía desde Pindó arreando unas vaquillonas del finado Ismael Codutti. Se me había hecho muy tarde, porque en el camino se me espantaron y tuve que correrlas un buen rato hasta juntarlas de nuevo. Encima, una de las desgraciadas se me había perdido, y la tuve que buscar más de tres horas. Enseguida comprendí, que me iba a agarrar la noche atravesando ese maldito Estero, porque todavía me faltaban unas dos leguas largas por lo menos. Decidí acampar, porque no es bueno arrear animales de noche. Arrimé la tropilla contra un mogote y desensillé. Hice un fueguito y me recosté contra mis calchas. Saqué de la bolsa de avíos unos salamines y galletas y... ¡eh, también mi caramañola con el tinto! ¡Que embromar! Comí tranquilito, ahí en medio de la noche. Lo único que se escuchaba era alguna que otra lechuza y cada tanto el canto de una urraca ¿usted doctorcito... sabía que la urraca canta de noche?

-Si, eso me han dicho –le mentí para no interrumpir su relato.

-Bueno, la cosa fue que después de comer y tomarme el vinito, me armé un camastro con los pellones, saqué mi ponchillo para taparme, y puse a mano el 38 y el machete ¡Nunca le vaya a facilitar a la noche en medio del monte! Siempre hay que estar preparado. Puse unos buenos tronquitos para asegurar el fuego toda la noche y me dispuse a dormir. 

-Y...

-Enseguida me dormí nomás. No sé cuanto tiempo habrá pasado, pero de repente, los perros empezaron a gemir como si lo estuvieran garroteando, o como si hubieran visto algo muy espantoso, algo que los hubiese llenado de miedo ¡y eso que no es fácil a asustar a la perrada!

-¿Y...? ¿Qué era...?

-No me va a creer... Me despierto y me levanto como un resorte, mientras manoteaba mi facón y el 38, y lo que vi me dejó helado. Ni en una pesadilla uno podría ver algo así...

-¿Qué fue lo que vio don Anacleto?

-Eran cuatro demonios.

-¡¿Ehhh?! ¡¿Cuatro demonios?!

-Como lo escucha doctorcito. Cuatro demonios bajo la forma mitad humana y mitad bestia.

-¿¡Ehhh?! ¿Cómo...?

-Eran una cruza de hombre con cabra. La cabeza, el cuello y la patas delanteras de animal, y el resto del cuerpo de persona, pero con muchos pelos, como si tuviera el cuero de la cabra. Tenían los ojos muy rojos y la mirada maligna... diabólica.

Yo quedé helado y patitieso con semejante revelación. La verdad que no lo podía creer, entonces pregunté,

-Pero... ¿no será que usted a lo mejor... lo soñó nomás?

-Mire muchacho, yo se muy bien lo que es un sueño y lo que es realidad, y le digo también que a mi no me van a venir a arrear así nomás, a querer llevarme por delante. No suelo asustarme con facilidad, pero eso me dejó paralizado. Nunca voy a olvidarme de ese instante cuando desperté, y vi a los demonios parados alrededor del fuego. Apenas intentaba incorporarme, esas bestias empezaron a arremeter contra todo, perros, caballo, el fuego, y... yo también ligué un guampazo en ese despelote.

-¿Un guampazo?

-Como lo oye doctorcito. Y del susto se me cayeron el revolver y el facón. Se armó un remolino de tierra y cenizas y tizones que volaban por el aire y los bramidos o rugidos de esos bichos, que le helaban la sangre a cualquiera ¡Jamás de los jamases escuché semejantes chillidos! Eran una mezcla de alarido humano con balido interminable de cabra, algo espeluznante... –dijo bajando la cabeza, y agarrando el vaso de Cinzano, que de una sola empinada se lo tomó enterito.

Yo también apuré mi Cinzano, como para acompañarlo en ese momento tan angustioso, y ataqué de nuevo,

-¿Y ahí don Anacleto...? ¿Qué hizo?

-Y... ¿qué voy a hacer con semejantes bestias humanas? Me tiré cuerpo tierra bajo una enramada y me arrastré monte adentro, escapando de ese lugar. Después me trepé a un árbol como si fuera un mono ¡todo eso en medio de la oscuridad mi amigo!¡Es creer o reventar!

-Me imagino don Anacleto...

-Desde el árbol observé el lugar del campamento, y solo podía distinguir el fuego todo desparramado, chispas en el aire envueltas en una terrible polvareda de tierra y cenizas, y en medio de todo eso, las siluetas de las bestias dando saltos y haciendo firuletes en el aire, una especie de danza infernal. Los perros habían desaparecido, y ni se los escuchaba.

-¿Y usted seguía arriba del árbol?

-¡Por supuesto doctorcito! Ni borracho iba a bajar de allí. Creo que habré estado por lo menos unas dos o tres horas horquetado ahí arriba, hasta que empezó a amanecer y ya podía ver nítidamente el lugar del campamento.

-¿Y que vio don Anacleto?

-¿Y que voy a ver...? ¡Un tremendo despelote! El lugar parecía como si por allí hubiese pasado una tropilla de redomones...

-¿Y los demonios...?

-Los demonios habían desaparecido, igual que mis perros, mi tropa y mi caballo ¡me quedé a pie doctorcito!

-¡A la flauta!

 -Cuando bajé del árbol y me puse a recorrer y mirar el lugar, había un gran desparramo de tizones, de mis calchas, de los arreos, y contra el tronco de un gran algarrobo... lo que vi me dejó mudo...

-¿Qué vio...?

-La estampita de la Virgen María, estaba atravesada por mi facón y clavada en el tronco de ese árbol...

-¿La estampita? ¿Qué estampita?

-Yo siempre la solía llevar, cada vez que salía con alguna tropa, para que me protegiera de cualquier cosa. Era una estampita que me regaló mi suegra. La había traído de Itatí ¡ y estaba bendecida! ¿Qué me cuenta?

-Realmente increíble y para morirse de miedo don...

-Y sii... Esos demonios, no solo casi me matan del susto, sino que me dejaron a pata en medio del estero. Tuve que caminar unas cinco horas para llegar a mi casa.

Ahí si que ya no me quedó ninguna duda de su historia. Veía su rostro alterado cuando narraba, sus ojitos brillosos, como si en ese mismo momento estuviera viendo a los demonios. Le serví otro vaso de Cinzano, y se bajó la mitad en el acto. Se aclaró la garganta y arrancó nuevamente,

-Y por si me había quedado alguna duda de lo que había visto, a las semanas se me volvieron a presentar los cuatro demonios...

-¿Otra vez?

-Si, fue una madrugada que salimos desde mi casa arreando una tropilla de unas veinte vaquillonas. Partimos con mi compadre, el Eugenio Ávalos, a eso de las tres de la mañana y no habremos hecho ni una hora de camino, justo cuando bordeábamos el estero, para agarrar el camino a Yatay, cuando los animales se espantaron, como si hubieran visto diez fantasmas juntos. Salieron espantados y empezaron a correr en todas las direcciones, algo que solo ocurre cuando los animales se asustan bien feo.

-¿Y ahí...?

-Empezamos a los chicotazos y gritos, para ver si podíamos reagruparlos, pero esos animales corrían como si hubieran visto al mismísimo demonio ¿y que le cuento? ¡No habían visto al demonio! ¡¡Habían visto a los cuatro demonios!!

-¡¿No me diga?!

-Si doctorcito, los mismos cuatro demonios que me habían aparecido, estaban a la orilla del estero, parados y mirándonos... ¡Son los cuatro Diablos! Le grité a mi compadre.

-¿Y como los vieron? Era de madrugada y seguramente estaba todo oscuro...

-Los ojos muchacho, esos cuatro pares de ojos rojos brillando como dos brazas en la oscuridad, son inconfundibles, y los tengo grabados en mi memoria para siempre. Yo enseguida los reconocí, pero además el Eugenio sacó la linterna y alumbró ¡y ni le cuento el julepe que se agarró el compadre! Esas cuatro figuras diabólicas, mitad persona y mitad bestia, eran algo que podía de matar del susto a cualquiera. El Eugenio sacó el 32 largo y le metió plomo sin asco. Yo también desenfundé mi 38 y le vacié el tanque...

-¿Y... los mataron?

-¡Pero doctorcito! ¿Dónde habrá visto o escuchado que puedan matar al demonio? Después de la balacera, los cuatro demonios seguían parados en el mismo lugar como si nada, y ahí se nos vinieron al humo,

-¡Que lo tiró! Y ahí me imagino que pelaron los facones, para pelearlos...

-¿A usted le parece que yo mastico vidrio doctorcito? ¡Ni locos íbamos a enfrentarlos! Cuando vimos que se nos venían, le metimos espuela y chicote a los caballitos y salimos a galope tendido ¡parecíamos dos cohetes! Meta guacha, gritos y espuela íbamos con el compadre, hasta que de repente, a mi costado, se me aparea uno de los demonios, me mira con sus ojos diabólicos, a menos de un metro de distancia y ahí parece que el caballito también vio al demonio, porque frenó en seco del susto, como para cambiar de rumbo, y yo volé como un cachilito y me estampé contra un tacurú. Después no me acuerdo de nada y cuando desperté, ya estaba en mi casa, todo golpeado y vendado y con mi pierna derecha rota. A mi compadre lo encontraron a unos doscientos metros de donde yo había caído. Estaba acurrucado entre unos espartillos, hecho un ovillo, con la cabeza entre las piernas...

-Tendría frío seguramente –deduje.

-Estaba muerto doctorcito. Se murió del susto. Así, en esa posición, todo acurrucado, suelen encontrarse a las personas cuando mueren del susto. El corazón no le aguantó al compadre y quien sabe todas las cosas que vio antes de morir. Yo creo que me salvé porque perdí la conciencia. Desde ese día dejé para siempre la vida de tropero.

Yo quedé con la boca abierta. Su historia confirmaba mi visión de los cuatro ojos rojos sobre el estero.

Hablamos un rato más, hasta que se nos terminó la botella de Cinzano, justo cuando ya nos llamaban para el asado.

 Autor: Hugo Mitoire - Reservado todos los derechos - Del libro CUENTOS DE TERROR PARA FRANCO - Vol. IV

 

 

 

 


El lamento del carau

El lamento del carau

No existe registro alguno en todos los estudios consultados del psicoanálisis freudiano, de alguien tan culposo, alguien tan autodestructivo y penoso, como el noble, inocente y solitario carau. Este pobre pajarraco no ha podido superar esa terrible angustia culposa, por aquella desdichada circunstancia que todos conocemos.

¿Como podía haber imaginado este pobre animalito de Dios, toda esta pesada carga que tendría como castigo por haberse desviado del camino? Pero veamos y analicemos los hechos de la forma más racional posible,

Según diversas versiones, la madre del carau enferma repentinamente, algunos hablan de una angina de pecho, los más fatalistas dicen que fue un fulminante infarto; sin embargo el debate –al principio circunscrito a vecinos y amigos-  se amplio luego y como no podía ser de otra manera, comenzaron a opinar e introducir sus bocadillos los carau galenos y aquí el asunto ya pasó de ser un chusmerío de barrio a un fino debate científico, porque las discusiones giraban acerca de la cronología de síntomas y signos, se barajaban diferentes hipótesis diagnósticas y diagnósticos diferenciales que no hacían otra cosa que multiplicar las posibilidades de las más diversas patologías. Se habló de un tromboembolismo pulmonar, de un ictus apoplético, de un mal mayor epiléptico y por supuesto no faltaron los que aseguraban que se trató simplemente de un ataque de histeria, tan común en el género femenino de la especie. Lo cierto es que, la madre cae de la rama del árbol donde se encontraba aposentada y queda tullida y postrada en una horqueta de la vegetación, el noble hijo acude presuroso en su ayuda y aquella le ordena con estridentes graznidos que vaya inmediatamente a la farmacia a traerle remedios, pero ¿qué remedios debía buscar el hijo?. Eso no lo sabemos y a ciencia cierta nunca lo sabremos. Los vecinos más chismosos y malpensados afirman que la carau se cayó de su rama, porque se había pasado con la ginebra, hecho habitual en ella porque al parecer era una alcohólica empedernida, y que lo que en realidad le pidió al hijo cuando quedó allí horquetada, fue que le trajera más ginebra y unos cigarros.

Otro hecho concreto es que el carau parte raudamente en busca de lo solicitado a eso de las nueve o diez de la noche. Volando con esa hermosa luna llena, a los pocos kilómetros y cuando surcaba los cielos a unos cincuenta metros de altura, divisa un gran mogote de algarrobos en cuyas copas había un gran revuelo y saltos de rama en rama de carau machos cabríos, graznidos y chillidos de sensuales y hermosas carau hembras, música de fondo y corría la bebida de pico en pico.

-Se armó la joda! –graznó el carau.

Sin dudarlo y sin pensar, atraído quizá por sus más bajos instintos el pajarraco puso proa al mogote y en veloz picada se lanzó al lugar de la festichola. Ni bien se posó en el follaje, fue saludado con aleteos y gorjeos por algunos conocidos y de reojo ya advirtió las lascivas miradas de algunas carau con picos de atorrantitas. A la media hora y ya casi completamente borracho bailaba en medio de tres seductoras aves, con provocativos meneos y graznidos soeces, lo que no sería otra cosa que el prometedor inicio de una partusa. Otras versiones afirman que el carau era un muchacho serio y que si bien estuvo en la fiesta, allí solo se limitó a cortejar a una excelente y formal joven carau, que se enamoró de la misma y que todo eso lo entretuvo. También se sabe que a eso de las dos de la madrugada se le acercó un carauncito amigo y le susurró al oído,

-Che carau... tu mamá murió hace media hora, tenés que volver rápido.

Y aquí nace la respuesta que inmortalizó al carau,

-Y si murió... ya murió, ya no hay nada que hacer –y dando media vuelta se entregó nuevamente al desenfreno de la fiesta.

A eso de las siete de la mañana, los intensos rayos del sol despertaron al carau que se encontraba despatarrado entre unos espartillos a orillas de una cañada, miró a su alrededor y vio algunas plumas y ropas íntimas femeninas, se frotó la cabeza con un ala y sin recordar que había hecho en ese lugar, enseguida se hizo consciente de su madre y de lo que le habían dicho.

Como puede vislumbrarse, lo único cierto que sonsacamos es que el tipo estuvo realmente en la fiesta, no puede asegurarse con quien, ni tampoco que fue lo que hizo.

Cuando levantó vuelo, la tristeza y la congoja comenzaron a invadirlo y unos lagrimones empezaron a caer desde el espacio sideral, la angustia se hizo canto con una letanía de afligidos y desolados sollozos que brotaron de su irritada laringe. En este punto los más devotos afirman que ese canto-lamento es la maldición a que el cielo lo condenó por su desvío y abandono de persona, condena que también incluye el volar solitario y la emisión regular y constante del remanido lamento.

La versión racionalista afirma sin más vueltas, que ese graznido entre falsete y balar de oveja atragantada, no es otra cosa que su canto natural, propio de quien viene de una prolongada jarana.

Así las cosas debemos preguntarnos, ¿estamos en presencia de alguien culposo y condenado a penar para toda la eternidad o simplemente escuchamos el alterado sonido que emite una laringe estropeada de tantas libaciones?

Categóricamente podemos afirmar que... no lo sabemos.

 Autor: Hugo Mitoire - Todos los derechos reservados (Del Libro "Observación animal")

El lamento del caraun

El lamento del caraun

No existe registro alguno en todos los estudios consultados del psicoanálisis freudiano, de alguien tan culposo, alguien tan autodestructivo y penoso, como el noble, inocente y solitario carau. Este pobre pajarraco no ha podido superar esa terrible angustia culposa, por aquella desdichada circunstancia que todos conocemos.

Como podía haber imaginado este pobre animalito de Dios, toda esta pesada carga que tendría como castigo por haberse desviado del camino. Pero veamos y analicemos los hechos de la forma más racional posible,

Según diversas versiones, la madre del carau enferma repentinamente, algunos hablan de una angina de pecho, los más fatalistas dicen que fue un fulminante infarto; sin embargo el debate –al principio circunscrito a vecinos y amigos-  se amplio luego y como no podía ser de otra manera, comenzaron a opinar e introducir sus bocadillos los carau galenos y aquí el asunto ya pasó de ser un chusmerío de barrio a un fino debate científico, porque las discusiones giraban acerca de la cronología de síntomas y signos, se barajaban diferentes hipótesis diagnósticas y diagnósticos diferenciales que no hacían otra cosa que multiplicar las posibilidades de las más diversas patologías. Se habló de un tromboembolismo pulmonar, de un ictus apoplético, de un mal mayor epiléptico y por supuesto no faltaron los que aseguraban que se trató simplemente de un ataque de histeria, tan común en el género femenino de la especie. Lo cierto es que, la madre cae de la rama del árbol donde se encontraba aposentada y queda tullida y postrada en una horqueta de la vegetación, el noble hijo acude presuroso en su ayuda y aquella le ordena con estridentes graznidos que vaya inmediatamente a la farmacia a traerle remedios, pero ¿qué remedios debía buscar el hijo?. Eso no lo sabemos y a ciencia cierta nunca lo sabremos. Los vecinos más chismosos y malpensados afirman que la carau se cayó de su rama, porque se había pasado con la ginebra, hecho habitual en ella porque al parecer era una alcohólica empedernida, y que lo que en realidad le pidió al hijo cuando quedó allí horquetada, fue que le trajera más ginebra y unos cigarros.

Otro hecho concreto es que el carau parte raudamente en busca de lo solicitado a eso de las nueve o diez de la noche, volando con esa hermosa luna llena, a los pocos kilómetros y cuando surcaba los cielos a unos cincuenta metros de altura, divisa un gran mogote de algarrobos en cuyas copas había un gran revuelo y saltos de rama en rama de carau machos cabríos, graznidos y chillidos de sensuales y hermosas carau hembras, música de fondo y corría la bebida de pico en pico.

Se armó la joda! –Graznó el carau

Sin dudarlo y sin pensar, atraído quizá por sus más bajos instintos el pajarraco puso proa al mogote y en veloz picada se lanzó al lugar de la festichola. Ni bien se posó en el follaje, fue saludado con aleteos y gorjeos por algunos conocidos y de reojo ya advirtió las lascivas miradas de algunas carau con picos de atorrantitas. A la media hora y ya casi completamente borracho bailaba en medio de tres seductoras aves, con provocativos meneos y graznidos soeces, lo que no sería otra cosa que el prometedor inicio de una partusa. Otras versiones afirman que el carau era un muchacho serio y que si bien estuvo en la fiesta, allí solo se limitó a cortejar a una excelente y formal joven carau, que se enamoró de la misma y que todo eso lo entretuvo. También se sabe que a eso de las dos de la madrugada se le acercó un carauncito y le susurró al oído,

-Che carau...tu mamá murió hace media hora, tenés que volver rápido.

Y aquí nace la respuesta que inmortalizó al carau,

-Y si murió...ya murió y no hay nada que hacer –Y dando media vuelta se entregó nuevamente al desenfreno de la fiesta.

A eso de las siete de la mañana, los intensos rayos del sol despertaron al carau que se encontraba despatarrado entre unos espartillos a orillas de una cañada, miró a su alrededor y vio algunas plumas y ropas íntimas femeninas, se frotó la cabeza con un ala y sin recordar que había hecho en ese lugar, enseguida se hizo consciente de su madre y de lo que le habían dicho.

Como puede vislumbrarse, lo único cierto que sonsacamos es que el tipo estuvo realmente en la fiesta, no puede asegurarse con quien, ni tampoco que fue lo que hizo.

Cuando levantó vuelo, la tristeza y la congoja comenzaron a invadirlo y unos lagrimones empezaron a caer desde el espacio sideral, la angustia se hizo canto con una letanía de afligidos y desolados sollozos que brotaron de su irritada laringe. En este punto los más devotos afirman que ese canto-lamento es la maldición a que el cielo lo condenó por su desvío y abandono de persona, condena que también incluye el volar solitario y la emisión regular y constante del remanido lamento.

La versión racionalista afirma sin más vueltas, que ese graznido entre falsete y balar de oveja atragantada, no es otra cosa que su canto natural, propio de quien viene de una prolongada jarana.

Así las cosas debemos preguntarnos, estamos en presencia de alguien culposo y condenado a penar para toda la eternidad o simplemente escuchamos el alterado sonido que emite una laringe estropeada de tantas libaciones?

Categóricamente, podemos afirmar que no lo sabemos.

Autor: Hugo Mitoire - Todos los derechos reservados 

Del libro “Observación animal”

 

Para el lado de los tomates

Para el lado de los tomates

¿Cuál habrá sido el origen de que este fruto de la tomatera, este rojo y brillante fruto, sea indicativo del camino o lugar erróneo?.

¿Quién habrá sido el primer homínido que eligió el camino de los tomates y llegó al lugar equivocado?, habrá sido el homo afarensis?, fue el hombre de Neanderthal?, o nuestro antecesor directo el sapiens sapiens?.

Lo cierto es que hoy por hoy, cualquiera que agarre para el lado de los tomates, sea camino, interpretación o destino mismo, con toda seguridad desembocará en el sitio no deseado.

Y porque el tomate está en el lugar o circunstancia hacia donde no queremos ir?.

Que pasaría si una persona indicara a otra, en forma expresa:

- Agarrá derecho para el lado de los tomates, que allí te esperaré luego del mediodía.

Que puede interpretar la otra persona, que lo está cargando, que le está marcando el camino equivocado para provocarle algún traspié, o por el contrario, le está indicando simplemente que lo espere allí, al lado del tomatal, como punto de referencia geográfico, como podría ser también, te espero cerca del maizal, o, debajo del algarrobo, o miles de otras alternativas diferentes.

Pero debemos rendirnos ante la evidencia, el lado de los tomates es y será siempre, un lugar funesto, con una terrible carga de inescrutables designios, que sin dudas resultará prudente evitarlo.

Pero, el tomate, el tomate como ser vegetal y sabroso, que culpa tiene que se lo haya tomado como símbolo de evitación?. Eso nadie lo sabe, eso es seguro, y por tanto hasta que futuras investigaciones diluciden este misterio, será aconsejable agarrar para cualquier lado, menos, para el lado de los tomates.

Autor: Hugo Mitoire - Todos los derechos reservados

Del libro "Realidad vegetal"

La seriedad del perro en la canoa

La seriedad del perro en la canoa

Animal serio, lo que se dice serio, es el perro a bordo de una canoa. Es la mismísima seriedad hecha perro, un rostro rígido y severo, sin la menor mueca, ni el remoto atisbo de una leve sonrisa; con la mirada fija y concentrada en el timonel o el remero. Así vemos a un perro, en el habitáculo de esta noble y sencilla embarcación. Y nos preguntamos, tienen la misma actitud y seriedad, un gato, un pingüino, un mono, una ñacaniná o cualquier otro bicho, cuando aborda una canoa?. En absoluto. Cualquier otro animalejo cuando aborda una embarcación, se siente feliz y relajado, una sonrisa de oreja a oreja ilumina su rostro, porque la navegación es de por si una actividad relajante y antiestrés. Cualquier otro bicho disfruta de ese paseo, donde también puede pescar, esquiar o pegarse unas zambullidas en el medio del río. Y entonces, que le pasa al perro?, habrá tenido algún trauma de cachorro?, es una condición atávica ese temor al agua y la navegación?. Esto nadie lo sabe, y con lo difícil que resulta arrancarle una palabra al perro, el misterio permanecerá inescrutable.

Pero no nos conformemos con esta razonable imposibilidad y busquemos alguna aproximación. Veamos. Al perro le gusta el agua? No. No le gusta ni un poquito y sino pruebe zamparle un baldazo de agua y verá como huye agitando y sacudiendo todo su cuerpo. En ocasiones el canino profiere hacia el agresor, una especie de ladrido, mezcla de lamento y protesta. Alguien ha visto algún perro que practique natación, esqui acuático o buceo marino? No. Y nuevamente para confirmar esta aseveración, haga la siguiente prueba, tómelo por las patas traseras a su mascota y revoléela al medio del rió, laguna o tajamar, y verá como comienza a nadar con desesperación y angustia hacia la orilla, haciendo un terrible esfuerzo por mantener el hocico en la superficie. En sus ojos fijos que no pestañean, solo puede verse una cosa, pánico. En esta ocasión el perro nada en absoluto silencio y jamás emite sonido alguno ni de protesta o lamento, la razón es obvia, si ladra se ahoga.

Y si faltaba alguna cosa para afirmar nuestras sospechas, tenemos un elemento decisivo y contundente, el estilo nadador. Sin dudas esto lo delata a la legua. El estilo perrito, es la forma de nadar más ridícula que se ha visto. No solo es ridícula, es torpe, entiestética y lenta. Falta alguna otra cualidad adversa? Si, no figura como estilo en los juegos olímpicos, ni siquiera en los torneos locales o barriales. Este hecho a las claras delata inequívocamente una cosa: que el perro, desde que la evolución lo hizo perro, no tuvo en su información genética, la codificación necesaria para aprender a nadar con estilo, en sus genes no había un solo nucleótido destinado a la natación!; y que hizo entonces el perro ante este terrible error u olvido de la naturaleza?, se las amañó como pudo, y cuando el primer perro de la evolución fue revoleado al agua por algún Neandertal (o por algún otro predecesor), el pobre pichicho comenzó a patalear a tontas y locas, tratando de conservar desesperadamente su hocico fuera del agua y sin que le importe un pito ese asunto del estilo. Así nació, en tiempos inmemoriales, el denostado y humillante, estilo perrito.

Con esta especulación, creemos aproximarnos a la verdad y afirmar lo siguiente, la seriedad del perro en la canoa, se debe a que está lleno de espanto por temor a sufrir un naufragio, y que en esas circunstancias quede patéticamente expuesto, su vergonzoso estilo natatorio. Es todo.

(Nota: Nótese la seriedad del perro que ilustra el texto, que si bien no está a bordo de ninguna embarcación, tenemos la información de que la foto fue tomad minutos antes, de que el can abordara una pequeña canoa)

Autor: Hugo Mitoire - Todos los derechos reservados 

De el libro “Observación animal”  

Una gallina honesta

Una gallina honesta

La existencia de una gallina, tiene que atravesar tal vez una de las vallas más difíciles que pueda enfrentar un ser desde su nacimiento, esto es, el vituperio, el escarnio y la murmuración, y puede casi afirmarse que (salvo ínfimas excepciones), ninguna sale indemne. Existe, debemos admitirlo, un concepto ancestral de la dudosa moral y buenas costumbres de esta apacible ave de corral.

Así es, la gallina desde que nace ya carga con esa condena, sin que esa mancha respete siquiera sus estadios previos de, polluela, pollita y polla; el estigma ha quedado tan férreamente instalado, que no hay buena conducta, ni méritos individuales que puedan revertirlos, …las gallinas son todas iguales. Su propio nombre genérico, es ya su anatema.

Y que decir entonces de esta honrada y decente gallina bataraza que tenemos ante nuestros ojos; la hemos visto nacer, rompiendo como cualquier otro polluelo el cascarón; dando sus primeros pio - pio, sin parar de estirar el cogote y abriendo su pico en espera de alimento. Hemos sido testigos del cuidado y ternura que le brindó su gallina madre, que, con sus alas como aspas de molino, protegían a ella y a sus hermanitos. El transcurrir de sus primeras semanas fue, de indudable y honroso comportamiento, correteando de aquí para allá con los demás pollitos, picoteando algún afrecho o miguitas del suelo. Y detengámonos en la etapa más importante para nuestro análisis, la adolescencia o la vida de polla. A nadie escapa los naturales trastornos hormonales y de conducta que puede sufrir cualquier polla a esta edad. Ya está correctamente emplumada, su cuerpo se ha estilizado, y su andar denota cierta sensualidad. En estas condiciones, es casi una imposición ver cuando menos, la lubricidad en la mirada de los gallos, o cuando no, algunos zapateos y roncos cánticos, como preludio ya, de deseos incontenibles; o lisa y llanamente, como antesala de una brutal y fogosa pisada. Casi todas las pollas, en esta crítica etapa, terminan (o mejor dicho se inician) en la vida alegre y casquivana, unas por simple voluntad, otras, víctimas de salvajes violaciones. En estas condiciones, es casi la regla observar, que casi todas se convierten en las gallinas que todos conocemos.

Pero en medio de toda esta adversa circunstancia, ahí va nuestra recatada gallinita, que se muestra íntegra y virtuosa. Ya puede andar caminando por el gallinero o dando vueltas por el patio, nada ni nadie la hace desviar de su vida decorosa. A su paso, puede escuchar murmurantes e indecentes cacareos, o cuando no, soportar a los gallitos más jóvenes arrastrarle el ala, y en el peor de los casos y si se quiere, como verdadera prueba de fuego, hacer frente a una lujuriosa embestida de un gallo viejo, que arremete una y otra vez, pero todo es inútil, de una manera u otra siempre logra sortear la situación.

No podemos ni debemos caer tampoco en el fanatismo, ni en la defensa acérrima, tampoco poner las manos en el fuego por esta gallinita y aseverar que siempre llevará esta vida monacal; pero lo hecho hasta aquí, el haber llegado a la vida adulta en estas condiciones, es mérito suficiente para librarla del estigma de sus congéneres.

Entonces, ante esta sólida y clara comprobación de la honra intachable (al menos de esta gallina en particular) nos preguntamos, ¿es ético - y ni tan siquiera eso - tiene sentido común, intentar mancillar a cualquiera con el odioso latiguillo, de la falsa afirmación sobre la moral gallinácea?

Autor: Hugo Mitoire - Todos los derechos reservados 

Del libro "Observación animal"