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Hugo Mitoire

Viento Norte

 

El viento norte soplaba bastante fuerte esa tarde de Enero. En el Paraje Yatay, el clima era para morirse de calor. Los veranos en el Chaco son siempre así, inaguantables.

La madre lavaba las ropas en un gran fuentón, debajo del paraíso. El patio era grande, de tierra muy dura y pelada, rodeado de espartillos y todo tipo de yuyos. El ranchito estaba lejos del camino y del caserío, casi donde comienza el estero.

Esa tarde se encontraba sola, con su hijito menor de apenas unos ocho meses, muy inquieto, y como ya gateaba, andaba de aquí para allá tocando todo y queriendo llevarse a la boca cualquier cosa. La pobre madre tenía que tener mil ojos con él, más todavía desde esa vez que se tragó unas frutitas de paraíso.

Mientras fregaba la ropa, cada tanto miraba lo que hacía su bebé, que por lo visto estaba empecinado en atrapar alguna gallina, ya que las perseguía a todas, a cualquiera que se le cruzara. Claro, gateando le iba a costar un poco, pero el pequeño se divertía y cada tanto detenía su gateo y se sentaba en medio del patio, tomaba alguna ramita o algún juguete, lo observaba, lo chupaba un poco o lo mordía, para luego tirarlo y seguir persiguiendo a las gallinas.

Una bataraza que caminaba bordeando los yuyos, empezó a ser perseguida por el nene, pera ésta, con paso tranquilo y sereno se alejó hacia el estero. El nene cabezudo y obstinado, allá fue tras la gallina.

Fue un instante, donde todo parecía estar coordinado para que ocurriera, ya que la madre a su vez, se dirigía a colgar las ropas en el alambrado, que estaba a unos diez metros del patio. Fue en ese fugaz momento en que la madre perdió de vista al niño, no advirtió que había salido del patio, fue un instante de distracción.

Estas suelen ser las distracciones o los instantes fatales, que solo duran solo unos segundos, y ahí todo ocurre.

Primero fue un alarido largo y estremecedor, luego un interminable llanto a los gritos. La madre, como si le hubiesen clavado un cuchillo reaccionó con espanto. Tiró el fuentón con sus ropas y corrió desesperadamente hacia el lugar de los llantos. Cuando ya estaba cerca y comenzaba a divisar al niño, vio que este se revolcaba torpemente entre los yuyos y el espartillo, agitando sus manitos y sin dejar de gritar.

A la madre se le heló la sangre, como si le hubiese paralizado el horror. Lanzó un grito de dolor y desesperación y empezó a suplicar a todos sus dioses, sin dejar de correr. Acercándose a su hijito no atinaba que hacer, jamás había visto una cosa así.

El nene, que se revolvía en el pastizal, tenía enroscada firmemente en su mano y bracito derecho, una víbora yarará, que no paraba de morderlo en el brazo y en todas las zonas del cuerpito, al alcance de los latigazos de sus colmillos asesinos. Todos los inocentes movimientos del bracito, eran una provocación para la víbora, que se embravecía más y más. 

Con esa valentía y fuerza que solo tienen las madres y sin importarle ni su propia vida, se tiró sobre su hijo; con una mano tomó a la víbora de la cabeza para que no lo mordiera más y con mucha dificultad la desenroscó, arrojándola bien lejos.

Tomó a su niño en brazos y emprendió una loca y angustiosa carrera hacia el caserío. En esos breves e interminables minutos, rezó y suplicó a todos sus santos, mientras besaba la frente del niño.

Casi totalmente agotada, y faltando todavía unos cincuenta metros, sacó fuerzas de donde no tenía y apuró más su carrera, gritando y suplicando, viendo como su hijito había empezado a hincharse… y ya no gritaba.

Autor: Hugo Mitoire - Reservado todos los derechos. Del libro CUENTOS DE TERROR PARA FRANCO - Vol. I

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