Cuando era chico - Vol.1 (Acá va un cuento)
A mis pequeños y jóvenes lectores (y también a los grandes) les comunico que a partir de la primera semana de julio, estará en circulación mi nueva obra literaria (la 10ma.), en esta oportunidad se trata de un libro de cuentos y relatos de aventuras, humor y melancolía. Sí, sí, como lo leyeron, nada de terror por ahora, sino textos para recordar aventuras de niños, algunas un poco tristes y otras bastante divertidas. Este libro será presentado en la XXXIII Feria Provincial del Libro de Misiones, a llevarse a cabo en Oberá desde el 3 al 11 de julio. No lo olviden, y apenas se seque la tinta de la imprenta, vayan corriendo a comprar el libro y espero que les guste.
Acá va un cuentito:
El héroe
Yo siempre quise ser un héroe. No digo como San Martín o Belgrano, pero si aunque sea algo más sencillo, como por ejemplo tirarme sobre algún niño pequeño en el momento justo en que está por ser atropellado por un auto, y salvarlo; o llegar justo cuando cinco grandotes están por pegarle a uno chiquito que está solo, y empezar a repartir piñas y dejarle los ojos en compota a los cinco atacantes; o ayudar en la prueba de matemáticas a la compañerita más linda del grado, que no sabe ni sumar y que con nuestra ayuda se saca un diez. Pero no, ninguna de estas cosas me ocurrió cuando era chico, para empezar, donde yo vivía pasaba un auto cada muerte de obispo, así que no podría atropellar a nadie; yo era muy miedoso para pelear y de matemáticas no sabía ni jota.
¡Cómo envidiaba al abanderado y sus escoltas! porque a ellos todos los miraban en los actos patrios, y además los nombraban por los parlantes,
-Y recibimos con un fuerte aplauso a la bandera de ceremonia, a su abanderado el alumno Fulanito de Tal y lo escoltan la alumna Menganita de Tal y Zutanito de Tal.
Y yo allá en el medio del montón en el anonimato total y muerto de envidia.
Una vez, en segundo grado participé por única en vez en mi vida, en una obra de teatro en el patio de la escuela. Era la fiesta del veinticinco de mayo, y esa obra duró unos veinte minutos. Mi papel creo que fue el más insignificante de todos los que actuamos, con una duración de diez o quince segundos. Toda mi actuación se reducía a pasar -en un determinado momento- por el costado de la escena y sacándome la galera gritar,
-¡¡¡Y no lo serán nunca más!!!
Eso fue todo. Esa fue la única actuación teatral de toda mi vida. Hasta el día de hoy no supe que pito quería decir lo que dije ni a que se refería.
Tampoco sabía recitar de memoria, así que estaba descartado para las poesías. Pero por lo menos en eso tuve unas cuantas venganzas, porque cuando la Chela Espinoza, una compañerita que siempre recitaba en todas las fiestas patrias, estaba en pleno acto declamatorio, yo hacia “gancho duro y que se te olvide la letra” trenzando mis dos dedos índices y haciendo fuerza ¡y unas cuantas veces surtió efecto! ¡En pleno recitado se quedaba muda, se ponía colorada y enseguida ya empezaba a llorar! ¡Y bueno che! yo no sabía que mi gancho duro era tan potente.
Otro que me tenía patilludo con sus respuestas sabihondas era el Negro Maidana ¡eso si que me daba rabia!
-A ver alumnos ¿quien me dice qué tipo de ángulo es este? –preguntaba la maestra.
Y... ¿quien levantaba la mano? Y… ¿A quien miraban todas las compañeritas? Si, acertaron, al sabelotodo Negro Maidana.
-¿Quienes integraban la Primera Junta? –de nuevo la maestra.
Y otra vez el Negro Maidana atrayendo las miradas y la atención de todos.
En el fútbol mejor ni hablar. ¡Cómo envidiaba a Rulito Coronel! ¡Qué bien jugaba el desgraciado! Yo no servía para centrodelantero porque era petiso para cabecear, en el medio campo era muy torpe y como defensor muy miedoso. Casi siempre terminaba de arquero suplente.
Tampoco tenía la valentía de Mario Kriviski, como para defender a los débiles o impartir un poco de justicia en lo recreos.
¡Eso no era vida che! ¿Cuál era el sentido de mi existencia rodeado de todas esas cosas? ¿Podría ser feliz alguna vez?, ¿Podría ser un poquito héroe aunque sea una sola vez en la vida?
Y una vez se me dio. Por una vez, fui el héroe que todos deseamos ser. Me sentí el niño más importante y percibí la admiración y el respeto de todos. Sentí el dulce gusto de la verdadera gloria. Lástima que no ocurrió en la escuela, así todos me veían y se asombraban. Pero bueno, algo es algo.
Sucedió en el campo, en Costa Iné, donde vivía mi abuelita. A dos kilómetros de su casa estaba uno de los almacenes más importante de la colonia, el Almacén “El Cruce Vila” de don Victorio Pegoraro. Ahí se juntaban hacia el atardecer, algunos colonos a tomarse un fernet o una ginebra. Yo solía ir con mi tío y me tomaba una Crush. Pero era aburrido estar ahí, porque los hombres conversaban entre ellos y no había otros chicos para jugar o conversar.
Pero un día todo cambió. Un día trajeron una mesa de metegol y nadie de los presentes, conocían esa cosa ni sabían para que servía. Al segundo día todos los chicos de la colonia se enteraron y empezaron a ir a por las tardes a jugar o para ver como se jugaba. Yo sentí que la hora de mi gloria se acercaba. Estaba ahí cuando bajaron la mesa toda envuelta en cartones, escuché cuando hablaban y se preguntaban que carancho era eso. Don Pegoraro explicaba que era un juego muy de moda en los pueblos y ciudades. Yo me mantenía en absoluto silencio, saboreando con placer mi inminente momento heroico. El segundo y tercer día no aparecí por el Almacén, quería dejarlos que se entusiasmaran y que surgieran algunos o por los menos uno, que se sintiera el campeón.
Nadie sospechaba ni por asomo que yo era un eximio jugador de metegol. Nadie sabía que en La Leonesa, yo era un verdadero profesional que entrenaba de cuatro a seis horas por días, incluyendo las horas que me escapaba de catecismo para ir al bar de la terminal (este asunto de escaparme terminó para el lado de los tomates, porque un día el cura le mandó a decir a mi mamá que estaba preocupado por mi ausencia y ahí me ligué unos retos; creo que fui el único niño de toda la religión católica mundial, que tuvo que repetir -por las faltas- el curso anual de catecismo). ¡Y bueno che! ¡A mí me gustaba el metegol!
Al cuarto día concurrí al Almacén y había unos veinte chicos, todos haciendo cola para jugar. Yo observaba como si fuera un asesino profesional, esperando el momento exacto para ejecutar a mi víctima. Jugaban con una torpeza increíble y por supuesto, ya había dos o tres cancheritos que se creían profesionales del metegol; yo los dejé que siguieran alardeando, y para mis adentros me decía ¡a papá mono con bananas verdes! A los pocos días, don Victorio empezó a organizar diariamente un campeonato individual relámpago a siete pelotitas. Estaba prohibido hacer molinete. Al ganador le regalaba una Pepsi grande. Todos nos anotamos.
El torneo era a eliminación simple, y como casi nadie me conocía, todos miraban para ver que tal jugaba. Yo me hacía el torpe, y poco a poco y con disimulo, los fui barriendo a todos. Gané ocho partidos, hasta que llegué a la final.
Mi contrincante en el último partido, era un muchacho tres o cuatros años mayor y yo puse cara de miedo y dejé que de entrada me hiciera dos goles. El tipo se entusiasmó y todos ya lo palmeaban. Yo arriesgué y dejé que me hiciera otro gol, y ahí se engolosinó, gritaba de triunfal alegría y todos me miraban con lástima. Con la frialdad de un asesino serial, largué la cuarta pelotita a la mesa y con la fila de jugadores del mediocampo hice un solo pase al centrodelantero, remate al arco y gol, 3 a 1. Quinta pelota, la hace rodar, patea y lo bloqueo, hago un pase hacia atrás, a mi línea de defensa y la inmovilizo, se hace un silencio y todos miran la jugada paralizada y luego a mí. Sin soltar la empuñadura de la línea defensiva, con la otra mano levanto las patitas de las líneas del mediocampo y los delanteros. Nadie entendía qué corcho quería hacer, y en realidad estaba dejando el trayecto libre para el terrible chumbazo que me disponía a ejecutar con mi defensor. Ahí nomás, ¡tus! pateo y adentro, 3 a 2. Silencio general, nadie festeja ni nadie palmea a nadie. Suelto la sexta pelotita, la domino y pase al delantero, un amague cazabobos y adentro, 3 a 3. Silencio absoluto. Los adultos muy curiosos que estaban en el bar, también se acercaron a mirar. Ultima pelotita, mi contrario muy nervioso y con la cara colorada de rabia. Suelta la pelotita y patea con la línea media, lo bloqueo y empiezo a jugar al gato y al ratón, pase para adelante y para atrás, y él ni la rozaba. Le quemé unos tiros en los laterales del arco, solo para hacer ruido y asustarlo, todavía no tenía ganas de hacer el último gol. Y así lo tuve unos minutos a mal traer, hasta que con mi centrodelantero lo fusilé. Aplausos y miradas de admiración. Los hombres que presenciaron el final, miraban a los otros que estaban en el mostrador, y le hacían gestos con la cabeza y la cara, como diciendo ¡qué bien juega este chico! Uno del mostrador se dio vuelta, y yo escuché cuando le dijo a don Victorio,
-Ese no es de por acá...
-Es el nieto de Rufina Foscchiatti –dijo don Victorio.
-¿De quién? -preguntó otro.
-Es el sobrino de Queno Dellamea –corrigió don Victorio, ya que a mi tío si lo conocían todos en el Almacén.
Y yo me puse más ancho que alpargata de gordo, todo el mundo hablaba de mí, preguntaban quién era o de donde aparecí, en fin, todas las cosas que ocurren cuando uno es famoso.
Don Victorio me entregó la Pepsi, agarré la bici y me fui a la gran carrera y lleno de felicidad hacia lo de mi abuelita.
En los días que siguieron, cuando aparecía por el almacén, todos me saludaban con respeto, y ya me pedían para que jugara de compañero de uno u otro. Todos los días hacía algunas demostraciones o firuletes con la pelotita, y veía los rostros de asombro y fascinación en todos los chicos.
Y así estuve disfrutando de esa gloria por quince días más o menos, sintiendo el dulce y verdadero gusto de los momentos sublimes. Me sentía admirado e idolatrado como si fuera Aquiles, El Zorro o Batman.
Yo sé que mi hazaña no fue como la del héroe de Troya, ni tampoco como la de los enmascarados peleando contra todos los malos, pero eso me importaba un pito. La hazaña que yo conseguí en el metegol, me hizo sentir cosas extraordinarias, y eso fue lo importante. Y sentir eso, lo que yo sentí, es haberse convertido en un héroe.
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