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Hugo Mitoire

El ciprés y sus amigos

El ciprés y sus amigos

En una céntrica calle de Puerto Iguazú, donde pululan día tras día cientos de pobladores nativos y extranjeros, un local comercial de aspecto común y normal, exhibe un inquietante y extraño cartel,“LOS AMIGOS DEL CIPRES” Venta de calzados. La observación del lugar en horas picos, no arroja ninguna anormalidad, las personas van y vienen, entran al negocio y en ocasiones salen con un paquete de aspecto similar a una caja de zapatos. Otras, se paran frente a la vidriera y observan lo que allí se ofrece, sin la menor señal que indique algún tipo de anormalidad. Los que caminan por la vereda opuesta, en ocasiones dirigen sus miradas hacia el negocio y el cartel, pero sus rostros no trasuntan ningún tipo de cambio y continúan caminando como si nada. En horas no picos, la observación arroja el mismo resultado.

Todo pareciera indicar, que el local comercial es uno más de los cientos que existen en esa ciudad. Nadie puede obviar la potencialidad cifrada del mensaje del cartel. A quien se le ocurre que puede crearse una asociación civil para hacerse amiga de un árbol, ¡¡¡de un solo árbol!!!. Pero aún así, si –remotamente- esto fuera posible, caemos en la macabra contradicción que encierra el conjunto de las palabras. Si suponemos que efectivamente un grupo de personas se ha reunido con el objeto de hacerse amiga de un árbol, inequívocamente debemos pensar que hay en ellos una clara intención de protección hacia el vegetal y por extensión hacia las formas vivientes del universo, son ecologistas, solidarios y buenas personas; y ¿porque entonces serían partidarios de la venta de calzados?, objetos que se obtienen a partir de la muerte de animales y extracción de sus cueros, con el agravante de que muchos de estos –verbi gracia, cocodrilos, carpinchos, iguanas, víboras etc- son capturados en forma absolutamente cruel e ilegal, y no pocas veces, asesinados a mansalva . O peor aún, muchos de estos calzados, ¿no se fabrican acaso con el caucho obtenido de productos vegetales, luego del sacrificio y maceración de nobles arbolitos?

Para completar el misterio, hemos constatado que exactamente frente al negocio, y rodeado de un pintoresco canterito pintado de amarillo, un joven y vistoso árbol se yergue con esplendorosa vitalidad. Este vegetal -lo hemos visto con nuestros propios ojos- recibe diariamente muestras de cariño por parte del dueño del negocio, quien le dedica momentos de la mañana o la tarde, ya para limpiar en el interior del canterito los residuos que suelen arrojar los transeúntes, ya para remover la tierra o para regarlo profusamente, esto último, hasta tres o cuatro veces por día.

Esta inusual muestra de cariño humano-vegetal, tiene su máxima expresión cuando en ocasiones, el propietario apoya una de sus manos –como quien acaricia una mejilla- en el enhiesto tronco, y fijando su mirada perdida en las ramas del mismo árbol o en el amarillo canterito, trasunta una profunda e inescrutable abstracción. Y nos preguntamos, ¿en que piensa el dueño del comercio?, ¿qué preocupaciones atraviesan su alma?, porque ese árbol no es un ciprés...sino un paraíso.

Autor: Hugo Mitoire – Todos los derechos reservados

De “El libro de las revelaciones”

La seriedad del perro en la canoa

La seriedad del perro en la canoa

Animal serio, lo que se dice serio, es el perro a bordo de una canoa. Es la mismísima seriedad hecha perro, un rostro rígido y severo, sin la menor mueca, ni el remoto atisbo de una leve sonrisa; con la mirada fija y concentrada en el timonel o el remero. Así vemos a un perro, en el habitáculo de esta noble y sencilla embarcación. Y nos preguntamos, tienen la misma actitud y seriedad, un gato, un pingüino, un mono, una ñacaniná o cualquier otro bicho, cuando aborda una canoa?. En absoluto. Cualquier otro animalejo cuando aborda una embarcación, se siente feliz y relajado, una sonrisa de oreja a oreja ilumina su rostro, porque la navegación es de por si una actividad relajante y antiestrés. Cualquier otro bicho disfruta de ese paseo, donde también puede pescar, esquiar o pegarse unas zambullidas en el medio del río. Y entonces, que le pasa al perro?, habrá tenido algún trauma de cachorro?, es una condición atávica ese temor al agua y la navegación?. Esto nadie lo sabe, y con lo difícil que resulta arrancarle una palabra al perro, el misterio permanecerá inescrutable.

Pero no nos conformemos con esta razonable imposibilidad y busquemos alguna aproximación. Veamos. Al perro le gusta el agua? No. No le gusta ni un poquito y sino pruebe zamparle un baldazo de agua y verá como huye agitando y sacudiendo todo su cuerpo. En ocasiones el canino profiere hacia el agresor, una especie de ladrido, mezcla de lamento y protesta. Alguien ha visto algún perro que practique natación, esqui acuático o buceo marino? No. Y nuevamente para confirmar esta aseveración, haga la siguiente prueba, tómelo por las patas traseras a su mascota y revoléela al medio del rió, laguna o tajamar, y verá como comienza a nadar con desesperación y angustia hacia la orilla, haciendo un terrible esfuerzo por mantener el hocico en la superficie. En sus ojos fijos que no pestañean, solo puede verse una cosa, pánico. En esta ocasión el perro nada en absoluto silencio y jamás emite sonido alguno ni de protesta o lamento, la razón es obvia, si ladra se ahoga.

Y si faltaba alguna cosa para afirmar nuestras sospechas, tenemos un elemento decisivo y contundente, el estilo nadador. Sin dudas esto lo delata a la legua. El estilo perrito, es la forma de nadar más ridícula que se ha visto. No solo es ridícula, es torpe, entiestética y lenta. Falta alguna otra cualidad adversa? Si, no figura como estilo en los juegos olímpicos, ni siquiera en los torneos locales o barriales. Este hecho a las claras delata inequívocamente una cosa: que el perro, desde que la evolución lo hizo perro, no tuvo en su información genética, la codificación necesaria para aprender a nadar con estilo, en sus genes no había un solo nucleótido destinado a la natación!; y que hizo entonces el perro ante este terrible error u olvido de la naturaleza?, se las amañó como pudo, y cuando el primer perro de la evolución fue revoleado al agua por algún Neandertal (o por algún otro predecesor), el pobre pichicho comenzó a patalear a tontas y locas, tratando de conservar desesperadamente su hocico fuera del agua y sin que le importe un pito ese asunto del estilo. Así nació, en tiempos inmemoriales, el denostado y humillante, estilo perrito.

Con esta especulación, creemos aproximarnos a la verdad y afirmar lo siguiente, la seriedad del perro en la canoa, se debe a que está lleno de espanto por temor a sufrir un naufragio, y que en esas circunstancias quede patéticamente expuesto, su vergonzoso estilo natatorio. Es todo.

(Nota: Nótese la seriedad del perro que ilustra el texto, que si bien no está a bordo de ninguna embarcación, tenemos la información de que la foto fue tomad minutos antes, de que el can abordara una pequeña canoa)

Autor: Hugo Mitoire - Todos los derechos reservados 

De el libro “Observación animal”  

El espantapájaros

El espantapájaros

 

 

En el campo todos saben, que no se debe dejar abandonado a un espantapájaros en la chacra o la huerta. Dicen que si se lo abandona, ese muñeco de trapo y madera es capaz de cobrar vida, y lo que es peor, convertirse en algo macabro y peligroso.

Es por eso que cuando una huerta o cualquier chacrita es abandonada por sus dueños, porque se mudan de lugar, o porque la tierra ya no sirve para los cultivos, o simplemente porque no tienen ni un poquito de ganas de plantar nada, lo primero que hacen es llevarse al espantapájaros y quemarlo enterito.

Pero la familia Centurión no conocía esta leyenda, nunca nadie les contó nada, y como no está escrito en ninguna parte, jamás se enteraron, hasta que ocurrió lo que ocurrió.

Ellos habían venido del sur del país, y se instalaron en el Chaco, en un lugar bastante tenebroso llamado Rincón del Zorro, un paraje cerca de Cancha Larga. El hombre era agricultor y tenía su esposa y tres hijos, de doce, ocho y cuatro años. Parece que estaban cansados de tanto frío allá en el sur, y decidieron venir para estos lados y cambiar de clima. Jamás podrían haber imaginado lo que les esperaba.

Compraron un chacrita de diez hectáreas y el hombre que era muy trabajador, sembró casi toda la tierra de algodón y girasol. Cerca de su casa preparó un lugar para tener una pequeña huerta, le puso tejido y empezó a remover la tierra. Allí plantó de todo, tomates, pimientos, lechugas, repollos, acelgas, zanahorias, porotos, arvejas y muchas cosas más, todas para consumo de la casa. Compró tres o cuatro chanchitos para cría, y unos cuantos chivos, para de vez en cuando hacer un asadito. También se aprovisionó de cinco vacas, con eso ya tenía asegurada la leche todos los días. Además la señora hacía quesos y dulce de leche casero.

Apenas las plantitas de la huerta empezaron a crecer, una infinidad de pajaritos comenzaron a invadir para comerse las hojitas o las frutitas, y cuando el hombre se dio cuenta, ya le habían comido casi toda su huerta. Una mañana parece que le dio un ataque de rabia. Salió con la escopeta 16 de dos caños, y empezó a meterles bala a todos los pájaros que estaban en la huerta. Mató a unos cuantos pero el resto se tomó el buque. Apenas el hombre se iba con su escopeta, volvían todos los pajaritos. Uno de esos días en los que estaba a los tiros, pasó por el callejón del costado de la chacra, Don Acuña, un agricultor de la zona, que sin bajarse del caballo se sacó el sombrero y lo saludó,

- Buenos días mi amigo, disculpe que me meta, no?, pero...así, a los tiros no va a ir a ninguna parte. Yo que Ud. pondría un espantapájaros y santo remedio.

- Estos pájaros ya me tienen harto...a Ud. le parece que andará eso del espantapájaros?.

- Hágame caso, fabrique un buen espantapájaros, bien grande, con muchos colores, los brazos abiertos y un sombrero de ala ancha. Ah, píntele la cara y los ojos, y una boca lo más grande posible, como que se está riendo, eso asusta mucho a los pájaros.

- Bueno, le agradezco mucho, le voy a hacer caso. Después le cuento.

Don Acuña siguió camino. El hombre ese mismo día se puso a construir el espantapájaros. Sus hijos estaban entusiasmados y  lo ayudaron, jamás habían visto un muñeco tan grande...y tan terrorífico.

- Papi, me da miedo ese muñeco. –Dijo el del medio

- No seas miedoso, no ves que es de madera y trapos. –Dijo el mayor.

El más chico andaba dando vueltas toqueteando todo, y sin preguntar nada.

El hombre primero hizo una cruz, que vendría a ser como el esqueleto del muñeco, y después lo empezó a vestir, asegurando todo el cuerpo con otras maderitas, alambre y clavos.

Cuando estuvo listo, la verdad es que asustaba. Medía como dos metros de alto, y habían rellenado el pantalón y la camisa con espartillo seco, la cabeza la fabricó con una bolsa blanca que la rellenó con trapo, y le pintó de rojo la boca, la nariz y los ojos. Lo que más impresionaba era la boca, grandota, riendo y con unos dientes terribles. Le puso un sombrero de paja de ala ancha y las manos las hizo con unos guantes de color negro. El pantalón era de color azul y la camisa blanca con rayas rojas, mamita querida!!!, que miedo daba eso!!!.

Con la ayuda del hijo mayor lo llevaron y lo clavaron en el centro de la huerta. Cuando estuvo listo daba una impresión terrible, parecía que estaba vivo y vigilando toda la huerta, ni borracho se iba a acercar algún pajarraco!!!

La verdad es que desde que pusieron el espantapájaros, a la huerta no se acercaban ni los gatos ni los perros, ni nadie, y hasta la mujer del hombre tenía miedo de ir a buscar verduras. Las plantitas crecían tranquilas, y el hombre y toda su familia estaban muy contentos, Don Acuña tenía razón, no había nada mejor que ese muñeco para cuidar la huerta.

Y así crecieron las plantas cuidadas por el espantapájaros, ni una hojita o frutita fue picoteada por algún pajarillo. De vez en cuando le cambiaban el pantalón, la camisa o el sombrero, y así entre pitos y flautas habrán pasado unos tres años, hasta que al chico del medio le ocurrió ese accidente.

Fue una siesta en que el padre manejaba el tractorcito, y pasaba la rastra de discos en una zona donde iban a plantar algodón. Su hijo Silvio, el del medio, cabezudo como siempre corría detrás de la rastra metiéndole hondazos a los pajaritos, o agarrando alguna lombriz o cualquier otro bichito que se levantaba de la tierra removida. Hasta que en un momento, cuando se acercó mucho a la rastra, el padre no se dio cuenta y frenó de golpe, y el chico se estampó contra los hierros y ni los gritos desesperado de auxilio pudieron advertir al padre, que sin mirar para atrás volvió a arrancar y ahí si que vino lo peor. Una pierna quedó atrapada entre los discos de la rastra, y cuando se reanudó la marcha, ahí recién el padre se dio cuenta, paró y enloquecido se tiró del tractor para socorrer a su hijito. La cosa es que lo llevaron a Resistencia, y estuvo mucho tiempo internado, como dos o tres meses, lo operaron más de diez veces, y por suerte se recuperó.

Durante todo ese tiempo la casa quedó abandonada, porque la familia entera se había trasladado a la ciudad, y por supuesto, la huerta se arruinó, porque crecieron los pastizales, rastrojos, aparecieron gusanos, langostas,  y no quedó una sola plantita o fruta, hasta el espantapájaros empezó a taparse con semejante yuyal.

Cuando la familia volvió, lo primero que hizo el hombre fue dedicarse a la chacra, que era lo más importante, y por supuesto la huerta siguió en el mismo estado de abandono.

Un día el más chico, Juan, que ya tenía como siete años, dijo,

- Mamá, el muñeco se mueve y levanta la mano, parece que me saluda...

- No hijo, no se puede mover, a lo mejor el viento lo hamaca un poco.

Y el nene, medio confundido porque no le creían, y porque veía que realmente el muñeco levantaba una mano, siguió mirando al espantapájaros. Después de almorzar todos se fueron a dormir la siesta, Silvio y Juan compartían la misma pieza. A la hora, se escucharon gritos y llantos desconsolados,

- Mamaaaaa!!, papaaaaaaaaaa!!!!!, el muñeco me quiere matar!!!!

Y los padres salieron corriendo, entraron a la pieza y vieron a Silvio sentado en su camita con cara de dormido, y a Juan, escondido debajo de la suya, llorando y pataleando.

Lo sacaron y mientras trataban de consolarlo con abrazos y caricias, le preguntaron que había pasado. El nene contó que el espantapájaros se había asomado a la ventana y tenía en su mano un machete, además dijo, que se reía y tenía la boca y los dientes muy grandes. Los padres trataron de tranquilizarlo,

- No tengas miedo hijito, ese muñeco no puede caminar ni moverse de donde está, a lo mejor solo soñaste...

- No papá, el muñeco vino a la ventana...

Entonces la madre pidió a su esposo,

- Porque no sacas de una vez por todas ese muñeco de la huerta, si total ahora no sirve para nada.

- Lo que pasa es que la otra semana ya voy a limpiar la huerta y sembraré de nuevo, así que mejor lo dejo, entonces no tengo que andar haciendo otro, que bastante trabajo me dio hacerlo.

Y lo dejó nomás, pero el nene casi todos los días hablaba del muñeco, que lo vio aquí, que lo vio allá, que se movía, que lo vio corriendo o subido a un árbol, y cosas así. Los padres ya no le hacían caso.

Hasta que una tardecita, el nene andaba con su honda por el patio y en un momento se quedo quieto, como paralizado, mirando al muñeco que estaría a unos cincuenta metros, y como si fuera una atracción misteriosa, como si lo hubiese hipnotizado, empezó a caminar en dirección al espantapájaros.

Fue la última vez que la madre vio a su hijo y en ese momento no le llamó la atención, porque andaba como todos los días de acá para allá con su honda, recorría el patio, los alrededores, la huerta, a veces se iba hasta un mogote cercano, y jamás imaginó esa pobre madre, que ese paseo era diferente y que además sería el último.

Después de un rato, el hijo más grande preguntó por Juan, y la madre le indicó para donde se había dado,

- Andá a buscarlo y decíle que venga ya para la casa porque está oscureciendo.

A los pocos minutos el mayor volvió,

- Mamá, no lo encuentro por ningún lado...

- Andá corriendo a la chacra, buscá a tu papá y contale, yo voy a ver si no anda por el mogote.

Después de dos horas de búsqueda, toda la familia lloraba angustiada.

Llamaron a unas familias de las chacras vecinas, y con linternas y radiosol, recorrieron una y otra vez todos los lugares…pero nada.

Al otro día con la ayuda de mucha gente y la policía siguieron buscando, y no encontraron ningún rastro.

A media mañana llegó Don Acuña, muy preocupado se acercó al padre del chico, y le preguntó,

- Dígame Don, y disculpe la pregunta...pero, desde cuando está ese espantapájaros abandonado?

- Desde hace unos tres meses, desde que nos fuimos a Resistencia... por qué?

- Porque nunca hay que dejar un espantapájaros abandonado, es un asunto muy peligroso.

- Y…por qué es peligroso…?

- Asegún dicen, estos bichos son capaces de tener vida, y algunos cuentan cosas muy embromadas. Yo no lo quiero asustar pero, nunca le facilite a la desgracia.

Y ahí el hombre se largó a llorar y le contó a Don Acuña las cosas que veía y contaba su hijo menor.

- Con toda seguridad que eso era así, ese chico no mentía –Respondió Don Acuña y luego preguntó- ya revisaron cerca del muñeco?

- No, no revisamos, pero pasamos por al lado y no había nada, solo estaba el muñeco clavado en la tierra.

- A mi me van a disculpar, pero yo soy muy desconfiado con estos bichos, vamos a ver de nuevo –Pidió Don Acuña.

Toda la familia y un montón de vecinos siguieron a Don Acuña. Cuando llegaron al pie del espantapájaros, empezaron a revolver los pastizales y los yuyos, hasta que el grito de la madre los paralizó a todos.

A medio metro del muñeco, debajo de unos espartillos,  encontraron la honda y la bolsita de bodoques del niño.

La madre abrazando y besando esas cosas de su hijito, lloraba y suplicaba,

- Mi Juancito...por favor, quiero a mi Juancito...

Ese mismo día el padre y otros hombres del lugar, hicieron una gran fogata con el espantapájaros y el padre casi enloqueció cuando vió arder ese montón de madera y trapos, dice que escuchaba un gemido, o como un llanto ahogado, y que le parecía que era el de su hijito. Todos pensaban que realmente estaba quedando trastornado o medio loco, y no le hicieron caso.

Días después, cuando le contaron esto a Don Acuña, este dijo,

- Ese hombre no está loco, si el padre escuchó los gemidos de su hijo, con toda seguridad el espantapájaros fue quien se llevó al niño.

La cosa es que la búsqueda siguió durante un mes, y no quedó ni un pasto o árbol sin revisar en todo Rincón del Zorro y Cancha Larga, pero del niño no se encontró ni un solo rastro.

Con todo el dolor en el alma, los padres fueron a consultar otra vez a Don Acuña, para que los oriente, o para que le diga que se podía hacer.

Y Don Acuña habló de nuevo,

- Miren, yo se que para Uds. es muy doloroso lo que le voy a decir, pero para mi todo esto tiene que ver con ese muñeco desgraciao. Lo que le recomendaría es que todos los días revisen el lugar donde estaba el espantapájaros, asegún dicen siempre siguen apareciendo cosas.

Y desde ese día, cada mañana y cada tarde los padres iban al centro de la huerta a revisar.

A los cuatro días encontraron su pantaloncito y las alpargatitas y una semana después, su camisita y la gorra.

Pasaron varias semanas más sin que apareciera otro rastro. Luego de algunos meses, Juancito había desaparecido para siempre.

Autor: Hugo Mitoire - Reservado todos los derechos

Del Libro "Cuentos de terror para Franco 2"

Una gallina honesta

Una gallina honesta

La existencia de una gallina, tiene que atravesar tal vez una de las vallas más difíciles que pueda enfrentar un ser desde su nacimiento, esto es, el vituperio, el escarnio y la murmuración, y puede casi afirmarse que (salvo ínfimas excepciones), ninguna sale indemne. Existe, debemos admitirlo, un concepto ancestral de la dudosa moral y buenas costumbres de esta apacible ave de corral.

Así es, la gallina desde que nace ya carga con esa condena, sin que esa mancha respete siquiera sus estadios previos de, polluela, pollita y polla; el estigma ha quedado tan férreamente instalado, que no hay buena conducta, ni méritos individuales que puedan revertirlos, …las gallinas son todas iguales. Su propio nombre genérico, es ya su anatema.

Y que decir entonces de esta honrada y decente gallina bataraza que tenemos ante nuestros ojos; la hemos visto nacer, rompiendo como cualquier otro polluelo el cascarón; dando sus primeros pio - pio, sin parar de estirar el cogote y abriendo su pico en espera de alimento. Hemos sido testigos del cuidado y ternura que le brindó su gallina madre, que, con sus alas como aspas de molino, protegían a ella y a sus hermanitos. El transcurrir de sus primeras semanas fue, de indudable y honroso comportamiento, correteando de aquí para allá con los demás pollitos, picoteando algún afrecho o miguitas del suelo. Y detengámonos en la etapa más importante para nuestro análisis, la adolescencia o la vida de polla. A nadie escapa los naturales trastornos hormonales y de conducta que puede sufrir cualquier polla a esta edad. Ya está correctamente emplumada, su cuerpo se ha estilizado, y su andar denota cierta sensualidad. En estas condiciones, es casi una imposición ver cuando menos, la lubricidad en la mirada de los gallos, o cuando no, algunos zapateos y roncos cánticos, como preludio ya, de deseos incontenibles; o lisa y llanamente, como antesala de una brutal y fogosa pisada. Casi todas las pollas, en esta crítica etapa, terminan (o mejor dicho se inician) en la vida alegre y casquivana, unas por simple voluntad, otras, víctimas de salvajes violaciones. En estas condiciones, es casi la regla observar, que casi todas se convierten en las gallinas que todos conocemos.

Pero en medio de toda esta adversa circunstancia, ahí va nuestra recatada gallinita, que se muestra íntegra y virtuosa. Ya puede andar caminando por el gallinero o dando vueltas por el patio, nada ni nadie la hace desviar de su vida decorosa. A su paso, puede escuchar murmurantes e indecentes cacareos, o cuando no, soportar a los gallitos más jóvenes arrastrarle el ala, y en el peor de los casos y si se quiere, como verdadera prueba de fuego, hacer frente a una lujuriosa embestida de un gallo viejo, que arremete una y otra vez, pero todo es inútil, de una manera u otra siempre logra sortear la situación.

No podemos ni debemos caer tampoco en el fanatismo, ni en la defensa acérrima, tampoco poner las manos en el fuego por esta gallinita y aseverar que siempre llevará esta vida monacal; pero lo hecho hasta aquí, el haber llegado a la vida adulta en estas condiciones, es mérito suficiente para librarla del estigma de sus congéneres.

Entonces, ante esta sólida y clara comprobación de la honra intachable (al menos de esta gallina en particular) nos preguntamos, ¿es ético - y ni tan siquiera eso - tiene sentido común, intentar mancillar a cualquiera con el odioso latiguillo, de la falsa afirmación sobre la moral gallinácea?

Autor: Hugo Mitoire - Todos los derechos reservados 

Del libro "Observación animal"

La guerra

La guerra

Cuando era chico, una de las cosas que más me gustaba era jugar a la guerra. A la guerra, a los pistoleros, a los asaltantes o a cualquier cosa, siempre y cuando hubiera tiros, bombas y granadas.

El lugar más fantástico era la casa de mi abuelita Rufina, en Costa Iné ¡que días aquellos! ¡meta plomo todo el día!. Mi abuelita vivía en el campo, y había muchos galpones de algodón, estufas del tabaco, gallineros, corrales, arboledas, mogotes, chacras, acoplados abandonados ¡que lugar maravilloso!. Lo más lindo sucedía cuando estábamos de vacaciones, porque ahí jugábamos todo el día y todos los días. Muchas veces ligaron unos balazos los pobres peones, que no tenían nada que ver con la guerra.

A veces yo era soldado, otras cowboys y en ocasiones asaltante, pero siempre armado hasta los dientes.

Si había que comandar un pelotón, siempre hacía de capitán o teniente como mínimo, y mis hermanas, primos y otros guerreros, eran simples soldados rasos o reclutas. A veces cuando estaba buenito, nombraba cabo o sargento a alguno de ellos. Para estas batallas solía armarme con fusil, pistola y puñal, además de algunas granadas, radio y largavista. Nosotros siempre hacíamos de ejército ruso, porque mi papá decía que en la segunda guerra mundial, el pueblo más valeroso y heroico fue el ruso, y porque fue el que más muertos tuvo de todos los países que pelearon ¡veintidós millones de muertos!. En cambio los norteamericanos, fueron los más piolas como siempre, y el país que menos muertos tuvo.

Si era un cowboys, me gustaba hacer del Llanero Solitario o Jim West, y me armaba con dos revólveres con cartucheras y cananas, y un pequeño cuchillo escondido en la media, de esta manera si me atrapaban y me ataban, yo cortaba la soga en el cuchillo escondido.

Cuando hacía de asaltante, me armaba simplemente con una pistola.

A mi me encantaban las armas, y con mis hermanas éramos los fabricantes de todo el armamento que utilizábamos en las batallas. Hacíamos fusiles, bazookas, ametralladoras, pistolas y cuchillos. Las hacíamos de madera combinando con algunos restos de otras cosas, por ejemplo, latitas, cañitos de plásticos o hierro, o cualquier chirimbolo que se adaptara a nuestros objetivos.

 Muchas veces dormía con una pistola bajo la almohada, por las dudas que me atacaran de noche. Y apenas me despertaba, me ponía la pistola en la cintura y me iba a cepillar los dientes y a desayunar, pero mirando de reojo para todos lados, a ver si en una de esas el enemigo estaba en el baño o en la cocina. Yo siempre estaba en alerta máxima y caminaba con los brazos un poco separados del cuerpo, y con cara de malo, como para asustarlos si nos mirábamos.

La mayoría de las veces cuando jugábamos a la guerra mundial, lo hacíamos contra enemigos invisibles ¡que es lo más peligroso que hay!, porque los tipos pueden estar en cualquier lado. Es muy embromado combatirlos y apenas te descuidas te meten balas y granadas que hacen volar todo. Además son muy hábiles en preparar emboscadas. Estos enemigos me hirieron en algunas batallas y muchas veces mataron a varios de mis soldados.

Otra cosa importante era el ruido de los tiros o granadas. Yo siempre daba las instrucciones a mis soldados de cómo había que disparar según el arma que tenían.

Si usaban fusil, el ruido debía ser,

- Pugs! pugs! pugs!

Si era pistola,

- Bang! bang! ¡bang!

Si era ametralladora,

- Tatatatatatatatatatata!

Si era bazooka, primero el disparo, seguido de un largo silbido, hasta que el proyectil explotaba,

- Tucs! , iiiiiiuuuuuuuuuuuuuuuuuu....puuuggggsssss!!!

Si tiraban una granada, primero había que hacer el chasquido de cuando se quita el seguro,

- Chic!

Y luego de unos segundos de silencio venía el estruendo

- Tuufffsssss!

Guay! al que hacía otro ruido que no correspondiera al arma utilizada, ahí nomás lo arrestaba y ordenaba que lo ataran a algún árbol, por pavo y para que aprenda a manejar las armas como se debe.

Una vez, en una de las batallas más largas y sangrientas que tuvimos, luchamos desde las ocho de la mañana hasta el mediodía. Teníamos que tomar un galpón en manos de los alemanes, que eran unos doscientos. Fue terrible, porque primero bombardeamos con bazookas y granadas, y luego le metimos balas con fusiles y ametralladoras ¡pero se nos terminaron las balas y tuvimos que pelear cuerpo a cuerpo!. Yo ligué una puñalada en el hombro, pero pude seguir peleando. Mi hermana Laura murió en el asalto final, y la otra quedó media tonta porque le pegaron un culatazo en la cabeza (bueno pero ella ya era media tonta así que no se le notaba casi). La cosa es que los liquidamos a todos ¡matamos doscientos nazis en una mañana!.

Pero los tipos más embromados, los más terribles para la lucha, eran los japoneses ¡que lo tiró!, esos tipos son durísimos, no había forma de matarlos de un solo tiro, había que encajarle una buena ráfaga o hacerle comer una granada sin el seguro. Contra ellos tuvimos varias batallas. Una vez nos enfrentamos en un mogote donde nosotros teníamos nuestra base y nos atacaron una siesta. Era un grupo comando, unas verdaderas fieras asesinas. Serían unos cuarenta más o menos ¡pero peleaban como si fueran doscientos!. Yo tenía mi cuartel general entre las ramas de un aromito y desde ahí dirigía la batalla. Era tan encarnizada la lucha, que perdí a muchos soldados y  tuve que pedir a poyo a tres pelotones aliados invisibles, y que por suerte llegaron justo cuando ya quedábamos solo tres defendiendo el mogote, mi hermana Mirta que tenía su posición en una trinchera con una ametralladora pesada, mi primo Coco que manejaba una bazooka en la orilla del tajamar y yo que daba las órdenes. Bueno, al final con la ayuda de los pelotones aliados logramos liquidarlos a casi todos. Solo quedaron vivos cinco de ellos, que encima no se querían rendir, y se entregaron cuando ya no tenían ni cascotes para tirarnos. Yo hablé por radio con el comando general y me dijeron que disponga de los prisioneros, entonces ahí nomás ordené que los fusilen. A estos tipos no hay que facilitarles, te descuidas, se escapan y arman otro pelotón y te atacan de nuevo. A llorar a la cruz mayor viejo. Lo siento mucho por las viudas y los hijitos que habrán dejado, pero la guerra es así. Además nunca fui de la idea de tomar prisioneros. Para mi el mejor enemigo, era el enemigo muerto, y por eso hacía fusilar a todos los que capturábamos. Ese día también ordené algunos ascensos, por el valor demostrado en el campo de batalla. A mi primo Coco lo ascendí a Cabo y a mi hermana Mirta a Sargento Primero. Yo me ascendí a Coronel.

Yo pienso que todos los chicos deberían jugar a la guerra, deberían ser buenos soldados con armas de juguetes, tirar muchísimos tiros de mentira y pelear cuerpo a cuerpo contra terribles enemigos invisibles, porque sino, si un niño no aprende a usar todo tipo de armas, a meter balas a diestra y siniestra; entonces cuando ya es un grandote le queda el trauma de no haber jugado ni tirado un solo tirito y ahí le vienen las ganas de ponerse a pelear. Y estas personas son las más crueles y peligrosas que puede haber, las que de chico nunca jugaron a la guerra, las que no se sacaron las ganas.

Yo me di cuenta que ya no me gustaban las armas, cuando entre al Servicio Militar, porque ahí te daban armas de verdad, de las que salen balas de plomo y matan. Yo no quería hacer el Servicio Militar, pero te obligaban, porque a algún presidente se le había ocurrido que teníamos que aprender a matar. Por suerte hoy eso ya no existe. 

Un chico que no juega a la guerra y no se saca las ganas, cuando es grande puede transformarse en un hombre malo que golpea a sus hijos o a su mujer; o en un criminal que mata a algún inocente; o puede transformarse en un policía y matar a otro inocente; o lo que es muchísimo peor... puede transformarse en presidente y declarar una guerra.

Por eso mi consejo es, ser buenos guerreros hasta los doce o trece años. Meta plomo todo el día. Más de esa edad no conviene. Queda muy ridículo por ejemplo, que un hombre grande de traje y corbata, ande escondiéndose atrás de un pila de ladrillos o en los caños de las alcantarillas con una pistolita de plástico. Tampoco la pavada.

Metan tiros todos los días, así para cuando sean grandes, se le habrán terminado las balas.

Autor: Hugo Mitoire - Todos los derechos reservados

Del libro "Cuando era chico"

Viaje a destino

Viaje a destino

Una pequeña y misteriosa empresa de colectivos, de un  desolado pueblo del Chaco, anuncia sus servicios con un inquietante lema, “TRANSPORTES LA URBANA - Viaje con nosotros, que siempre lo llevamos a destino”.Que clase de empresa es esa que conoce el destino de cada pasajero? Acaso son capaces de sentar a un morocha fatal, al lado de un tipo a quien el destino le tiene reservado, desesperación, locura y muerte? Estrellarían el colectivo si la muerte espera a un pasajero? Y si el destino es el arte, la ciencia o una existencia gris? Y si el inescrutable designio es el fracaso y el olvido? Que hacen?Tienen realmente poderes divinos o satánicos?, o son simplemente unos vulgares embusteros que no saben nada, y que deciden el destino de cada pasajero una vez que suben al colectivo?Si va a viajar, piénselo.

Autor: Hugo Mitoire - Todos los derechos reservados 

De "El libro de las revelaciones"