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Hugo Mitoire

Viento Norte

Viento Norte

El viento norte soplaba bastante fuerte esa tarde de Enero. En el Paraje Yatay, el clima era para morirse de calor. Los veranos en el Chaco son siempre así, inaguantables. La madre lavaba las ropas en un gran fuentón, debajo del paraíso. El patio era grande, de tierra muy dura y pelada, rodeado de espartillos y todo tipo de yuyos. El ranchito estaba lejos del camino y del caserío, casi donde comienza el estero.

Esa tarde se encontraba sola, con su hijito menor de apenas unos ocho meses, muy inquieto, y como ya gateaba, andaba de aquí para allá tocando todo y queriendo llevarse a la boca cualquier cosa. La pobre madre tenía que tener mil ojos con él, más todavía desde esa vez que se tragó unas frutitas de paraíso.

Mientras fregaba la ropa, cada tanto miraba lo que hacía su bebé, que por lo visto estaba empecinado en atrapar alguna gallina, ya que las perseguía a todas, a cualquiera que se le cruzara. Claro, gateando le iba a costar un poco, pero el pequeño se divertía; y cada tanto detenía su gateo y se sentaba en medio del patio, tomaba alguna ramita o algún juguete, lo observaba, lo chupaba un poco o lo mordía, para luego tirarlo y seguir persiguiendo a las gallinas.

Una bataraza que caminaba bordeando los yuyos, empezó a ser perseguida por el nene, pera ésta, con paso tranquilo y sereno se alejó hacia el estero. El nene cabezudo y obstinado, allá fue tras la gallina. Fue un instante, donde todo parecía estar coordinado para que ocurriera, ya que la madre a su vez, se dirigía a colgar las ropas en el alambrado, que estaba a unos diez metros del patio. Fue en ese mismo instante en que la madre perdió de vista al niño, no advirtió que había salido del patio, fue un instante de distracción. Estas suelen ser las distracciones o los instantes fatales, que solo duran solo unos segundos, y ahí todo ocurre.

Primero fue un alarido largo y estremecedor, luego un interminable llanto a los gritos. La madre, como si le hubiesen clavado un cuchillo reaccionó con espanto. Tiró el fuentón con sus ropas y corrió desesperadamente hacia el lugar de los llantos. Cuando ya estaba cerca y comenzaba a divisar al niño, vio que este se revolcaba torpemente entre los yuyos y el espartillo, agitando sus manitos y sin dejar de gritar. A la madre se le heló la sangre, como si le hubiese paralizado el horror. Lanzó un grito de dolor y desesperación y empezó a suplicar a todos sus dioses, sin dejar de correr. Acercándose a su hijito no atinaba que hacer, jamás había visto una cosa así.

El nene que se revolvía en el pastizal, tenía enroscada firmemente en su mano y bracito derecho, una víbora yarará, que no paraba de morderlo en el brazo y en todas las zonas del cuerpito, al alcance de los latigazos de sus colmillos asesinos. Todos los inocentes movimientos del bracito, eran una provocación para la víbora, que se embravecía más y más. Con esa valentía y fuerza que solo tienen las madres y sin importarle ni su propia vida, se tiró sobre su hijo; con una mano tomó a la víbora de la cabeza para que no lo mordiera más, y con mucha dificultad la desenroscó, arrojándola bien lejos. Tomó a su niño en brazos, y emprendió una loca y angustiosa carrera hacia el caserío. En esos breves e interminables minutos, rezó y suplicó a todos sus santos, mientras besaba la frente del niño. Casi totalmente agotada, y faltando todavía unos cincuenta metros, sacó fuerzas de donde no tenía, y apuró más su carrera, gritando y suplicando, viendo como su hijito había empezado a hincharse, y ya no gritaba.

Autor: Hugo Mitoire - Todos los derechos reservados

(*) De “Cuentos de Terror para Franco 1”Texto seleccionado para la Antología “LEER LA ARGENTINA” del Ministerio de Educación de la Nación. Año 2005.

Las palomas

Las palomas

Atardecía cuando el niño llegó a ese galpón abandonado. Un nudo en la garganta le ahogaba el llanto.

Estaba completamente perdido, y allí en el medio del campo, no podía orientarse hacia la casa de su abuela. Entró y se acurrucó en un rincón, y en la fría penumbra, el silencio solo era alterado por el arrullar de cientos de palomas, que posadas en lo alto de los tirantes, se inquietaron por el visitante, al instante una nube enloquecidas de estas se abalanza sobre él, que cubriéndose los ojos con sus manitas, cae envuelto en ese enjambre de pájaros. Aturdido por los graznidos y aleteos, los picotazos eran como puñales entrando en su carne, y cuando quiso defenderse y manotear, los picos asesinos empezaron a arrancarle los ojos. Una inexplicable impotencia no le permitía gritar, hasta que se esforzó, gritó y empezó a llorar, y por fin despertó.

Autor: Hugo Mitoire - Todos los derechos reservados

 

 

Una lección de dignidad

Una lección de dignidad

Una de las cosas que aprendí de chiquito, fue entender que era el asunto de la dignidad. Es una cosa sencilla, es hacer que respeten tus derechos y valores, y no dejar que venga uno y quiera hacer lo que se le da la gana  con vos.

La mejor lección de eso me la dio mi papá, sin que la lección hubiera estado preparada o estudiada ni nada, solo que ocurrió un hecho y ahí entendí yo solito, de que se trataba.

Yo tendría nueve o diez años y vivíamos en La Leonesa, y por ese entonces mi papá compraba pomelos que después llevábamos a Saladas en la provincia de Corrientes, allí los vendía a las fabricas de jugos como la Pindapoy y otras. Para mi era maravilloso ver como se llenaba todo el patio de mi casa de montañas de pomelos y lo más lindo era cuando había que cargar el camión y clasificar los pomelos podridos de los sanos, porque ahí aprovechábamos cuando mi papá no nos veía y nos agarrábamos con mis hermanas a los pomelazos limpios con los que estaban podridos.

Pero lo más lindo venía después, cuando mi papá contrataba un camión, lo cargábamos y partíamos hacia Corrientes, a mi me encantaba ir escuchando la conversación entre el camionero y mi papá, hablaban de futbol, del gobierno, de los paisajes y de muchas cosas más, yo también opinaba de vez en cuando; y el momento más emocionante del viaje era cuando llegábamos al Puerto Antequeras, que está sobre el Río Paraná frente a la ciudad de Corrientes, en ese entonces no había puente, así que para pasar al otro lado, todos los vehículos debían hacerlo en balsas o barcazas, y  la gente que andaba a pie, en el vaporcito ¡que vida aquella, que emocionante estar esperando para subir a un barco!. Algunas veces también, mi papá mandaba al camionero solo hasta Saladas y nosotros nos íbamos en colectivo, luego cruzábamos en vaporcito, y en Corrientes otra vez en colectivo hasta Saladas. Una vez me acuerdo que paseamos unas horas por esa ciudad, que era grandísima y hermosa, y mi papá me compró un blaizer azul y un cinto supermoderno con una hebilla con la palabra Lee, ¡apenas me compró ya me puse las dos cosas, a pesar de que no hacía un pito de frío!.

Bueno la cosa era que después que llegábamos a Saladas, mi papá recorría una por una las fábricas, a ver a quien le vendía la carga, a veces nos quedábamos dos o tres días, hasta que se vendía y cobraba y todo el papeleo, ¡y eso era lo más lindo porque nos quedábamos en un hotel!, ahí te servían el desayuno con manteca y mermelada, la comida era riquísima y te hacían la cama y uno podía sentarse en las galerías o el patio lleno de plantas y pajaritos, ¡que vida emocionante!. Así transcurría toda la aventura de los pomelos y terminaba cuando volvíamos a mi casa, con algunos regalos para todos los que se quedaron.

Pero una vez la cosa no fue así, una vez todo salió para el lado de los tomates. Salimos con el camión lleno de pomelos y ya en Saladas mi papá salió a hacer su recorrida por la fabricas, al mediodía vuelve con cara de un poco afligido y me cuenta a mi y al camionero que ninguna fábrica quería pagar más de veinte centavos el kilos, cuando el precio en realidad estaba en casi sesenta centavos ¡que desgraciados los dueños de las fábricas!, lo peor era que se habían puesto de acuerdo para embromarles a todos los que llevaban a vender sus pomelos. Los tipos eran muy vivos, porque sabían que una vez que llegaste hasta Saladas con los pomelos, no te ibas a volver a tu casa con toda la carga porque no serviría de nada, entonces tendrías que venderlos a cualquier precio.

-¿Y a quien le va a vender Don Félix? -le preguntó el camionero a mi papá.

-A ninguno. -le contestó

-...Pero ¿y que vamos a hacer con toda la carga...? -volvió a preguntar

-Nos volvemos con la carga, pero yo a estos desgraciados, negreros y explotadores no les voy a regalar ni un solo pomelo ¡que se vayan al diablo! (bueno en realidad no dijo diablo, dijo otras palabras muy feas que no me animo a escribirlas).

 -...Pero Don Felix, vamos a perder toda la carga, por lo menos si le vendemos por el precio que sea, salvamos los gastos...-volvió a implorar el camionero.

-Vos quedate tranquilo, que el viaje te lo voy a pagar hasta el último centavo, pero yo no voy a hacer lo que esos abusadores quieren, conmigo no van a joder.

Yo presenciaba la escena y el diálogo con mucha angustia y tenía ganas de llorar y de ir a darle unos garrotazos a los dueños de las fabricas, porque sabía lo importante que era para nosotros vender esos pomelos, o aunque sea salvar los costos de todo el viaje, pero también comprendía que lo que decía mi papá era justo y hasta me parecía sentir que con su actitud, había una especie de triunfo sobre esos desgraciados dueños de las fábricas, algo así como que si no le entregábamos los pomelos, no tendrían con que hacer jugos y mermeladas, y a la larga se fundirían.

La cosa es que al otro día emprendimos el regreso con todo nuestro camión lleno de pomelos, casi no hablamos en todo el viaje, y más o menos a la altura de Empedrado, mi papá le dijo al chofer que pare y que se meta en un terraplén que había al costado de la ruta, y allí el camionero puso su camión medio empinado, abrimos las puertas y empezó a caer la catarata de pomelos. A mi se me hizo un nudo en la garganta, pero aguanté, el camionero tenía cara de chinchudo, y mi papá creo que se sentía triunfante, y mientras caían las frutas se acomodó el sombrero y parece que les habló a los señores de las fábricas,

-¡Vengan ahora a buscar los pomelos acá, hijunagransietes! ¡yo les voy a dar ladrones hijos de mala madre! (aquí otras vez dijo palabrotas muy feas)

El asunto que cuando llegamos a La Leonesa, mi mamá y mis hermanos nos esperaban con mucha alegría, porque creían que traíamos regalos, plata y comeríamos milanesas, bifes o estofados, pero cuando les contamos lo que pasó, la alegría se les fue rapidito.

Por algún tiempo más seguimos comiendo arroz o fideos guachos, pero yo aprendí para siempre como se defiende la dignidad, y me sentía muy feliz con lo que había hecho mi papá.

Autor: Hugo Mitoire - Todos los derechos reservados 

Del libro “Cuando era chico”

   

El lamento del caraun

El lamento del caraun

No existe registro alguno en todos los estudios consultados del psicoanálisis freudiano, de alguien tan culposo, alguien tan autodestructivo y penoso, como el noble, inocente y solitario carau. Este pobre pajarraco no ha podido superar esa terrible angustia culposa, por aquella desdichada circunstancia que todos conocemos.

Como podía haber imaginado este pobre animalito de Dios, toda esta pesada carga que tendría como castigo por haberse desviado del camino. Pero veamos y analicemos los hechos de la forma más racional posible,

Según diversas versiones, la madre del carau enferma repentinamente, algunos hablan de una angina de pecho, los más fatalistas dicen que fue un fulminante infarto; sin embargo el debate –al principio circunscrito a vecinos y amigos-  se amplio luego y como no podía ser de otra manera, comenzaron a opinar e introducir sus bocadillos los carau galenos y aquí el asunto ya pasó de ser un chusmerío de barrio a un fino debate científico, porque las discusiones giraban acerca de la cronología de síntomas y signos, se barajaban diferentes hipótesis diagnósticas y diagnósticos diferenciales que no hacían otra cosa que multiplicar las posibilidades de las más diversas patologías. Se habló de un tromboembolismo pulmonar, de un ictus apoplético, de un mal mayor epiléptico y por supuesto no faltaron los que aseguraban que se trató simplemente de un ataque de histeria, tan común en el género femenino de la especie. Lo cierto es que, la madre cae de la rama del árbol donde se encontraba aposentada y queda tullida y postrada en una horqueta de la vegetación, el noble hijo acude presuroso en su ayuda y aquella le ordena con estridentes graznidos que vaya inmediatamente a la farmacia a traerle remedios, pero ¿qué remedios debía buscar el hijo?. Eso no lo sabemos y a ciencia cierta nunca lo sabremos. Los vecinos más chismosos y malpensados afirman que la carau se cayó de su rama, porque se había pasado con la ginebra, hecho habitual en ella porque al parecer era una alcohólica empedernida, y que lo que en realidad le pidió al hijo cuando quedó allí horquetada, fue que le trajera más ginebra y unos cigarros.

Otro hecho concreto es que el carau parte raudamente en busca de lo solicitado a eso de las nueve o diez de la noche, volando con esa hermosa luna llena, a los pocos kilómetros y cuando surcaba los cielos a unos cincuenta metros de altura, divisa un gran mogote de algarrobos en cuyas copas había un gran revuelo y saltos de rama en rama de carau machos cabríos, graznidos y chillidos de sensuales y hermosas carau hembras, música de fondo y corría la bebida de pico en pico.

Se armó la joda! –Graznó el carau

Sin dudarlo y sin pensar, atraído quizá por sus más bajos instintos el pajarraco puso proa al mogote y en veloz picada se lanzó al lugar de la festichola. Ni bien se posó en el follaje, fue saludado con aleteos y gorjeos por algunos conocidos y de reojo ya advirtió las lascivas miradas de algunas carau con picos de atorrantitas. A la media hora y ya casi completamente borracho bailaba en medio de tres seductoras aves, con provocativos meneos y graznidos soeces, lo que no sería otra cosa que el prometedor inicio de una partusa. Otras versiones afirman que el carau era un muchacho serio y que si bien estuvo en la fiesta, allí solo se limitó a cortejar a una excelente y formal joven carau, que se enamoró de la misma y que todo eso lo entretuvo. También se sabe que a eso de las dos de la madrugada se le acercó un carauncito y le susurró al oído,

-Che carau...tu mamá murió hace media hora, tenés que volver rápido.

Y aquí nace la respuesta que inmortalizó al carau,

-Y si murió...ya murió y no hay nada que hacer –Y dando media vuelta se entregó nuevamente al desenfreno de la fiesta.

A eso de las siete de la mañana, los intensos rayos del sol despertaron al carau que se encontraba despatarrado entre unos espartillos a orillas de una cañada, miró a su alrededor y vio algunas plumas y ropas íntimas femeninas, se frotó la cabeza con un ala y sin recordar que había hecho en ese lugar, enseguida se hizo consciente de su madre y de lo que le habían dicho.

Como puede vislumbrarse, lo único cierto que sonsacamos es que el tipo estuvo realmente en la fiesta, no puede asegurarse con quien, ni tampoco que fue lo que hizo.

Cuando levantó vuelo, la tristeza y la congoja comenzaron a invadirlo y unos lagrimones empezaron a caer desde el espacio sideral, la angustia se hizo canto con una letanía de afligidos y desolados sollozos que brotaron de su irritada laringe. En este punto los más devotos afirman que ese canto-lamento es la maldición a que el cielo lo condenó por su desvío y abandono de persona, condena que también incluye el volar solitario y la emisión regular y constante del remanido lamento.

La versión racionalista afirma sin más vueltas, que ese graznido entre falsete y balar de oveja atragantada, no es otra cosa que su canto natural, propio de quien viene de una prolongada jarana.

Así las cosas debemos preguntarnos, estamos en presencia de alguien culposo y condenado a penar para toda la eternidad o simplemente escuchamos el alterado sonido que emite una laringe estropeada de tantas libaciones?

Categóricamente, podemos afirmar que no lo sabemos.

Autor: Hugo Mitoire - Todos los derechos reservados 

Del libro “Observación animal”

 

Claustrofobia

Claustrofobia

De niño, el Sr. M vivía obsesionado con la idea, de que un día sería enterrado sin estar completamente muerto.

Sufría con la posibilidad de despertarse dentro del ataúd, sin poder mover las manos ni los brazos, y con la tapa -en esta zona vidriada- a cinco centímetros de su rostro.

En ese instante, M era presa de un ahogo más espiritual que por la propia y supuesta falta de oxígeno.

El origen de ese padecimiento con toda seguridad, se remontaba a una tarde de verano cuando contaría seis o siete años. Esa tarde sus padres, algunos tíos y otros desconocidos, tomaban mate en el patio de su casa y M con sus hermanas y otros primos, jugaban y molestaban alrededor de aquellos. El niño nunca olvidaría, el comentario que hizo uno de sus tíos sobre una macabra noticia de la revista que hojeaba.

Che, que lo parió...vieron lo que le pasó a este tipo?

No, que le pasó? - preguntó la tía Mary – la más curiosa de toda la parentela -.

Resulta que el sereno de un cementerio de Bs. As., escucha ruidos y golpes a eso de las tres de la madrugada, y asustado se pone a recorrer con su linterna la zona de los ruidos, y nota que los golpes venían de un nicho, el mismo nicho que habían cerrado esa tarde cuando trajeron en su cajón, a uno de los muertos del día. - Narraba con cierto halo de misterio el tío lector.

Dale contá y que pasó después? - apuraba la tía Mary

Bueno, el sereno retira los ladrillos que tapiaban el boquete y sigue escuchando golpes y ruidos, y cagado en las patas va corriendo a buscar a dos conocidos del vecindario para que lo acompañen y ayuden. Entonces retiran el cajón, lo abren, y ahí si que se cagaron de en serio. Relataba con vos de ultratumba.

Y?????, que encontraron? terminá de una vez. Apuraba de nuevo la tía.

Eh!, ni se imaginan. El tipo, o sea el muerto, parece que no estaba del todo muerto. Lo enterraron vivo. Que me cuentan?

No puede ser, eso es un chisme.- Atacó el padre de M.

Dejate de pavadas, como no se van a dar cuenta, que no estaba bien muerto. Lanzó otra tía.

Dale che, contá de una vez, que encontraron para darse cuenta que no estaba bien muerto.- Dio el ultimátum, la tía Mary.

El tipo estaba todo arañado y ensangrentado, la ropa  hecha flecos, y había arañazos en la tapa del cajón.  Aparte la cara del tipo quedó como quien muere desesperado y llorando. Que me dicen?

El pequeño M había seguido palabra a palabra todo el relato, primero porque lo atrajo el misterio, y luego porque empezó a imaginarse a él mismo en esa situación. Desde ese día, nunca olvidaría el relato.

A los diez años hizo un pacto de sangre con su primo Sergio, de doce.

El mismo establecía que a la muerte de cualquiera de ambos, el sobreviviente se encargaría de cerciorarse que la muerte del otro fuera realmente absoluta e inmutable.

El sobreviviente tomaría los recaudos científicos necesarios, para llevar a cabo esta misión. Ambos coincidieron entonces que mantener el cajón abierto por veinticuatro horas como mínimo, eliminaba casi por completo cualquier tipo de error, pero suponían también una dificultad tener que convencer a familiares, amigos y vecinos, de tan largo velatorio a cajón abierto.

Luego de conjeturar varias alternativas, se decidieron por dos procedimientos que supusieron confiables y prácticos.

En primer término, el sobreviviente se encargaría durante todo el velatorio y disimuladamente, de pellizcar y punzar con un alfiler el cuerpo de su primo presumiblemente muerto.

Esto lo haría a intervalos de una hora aproximadamente. Observaría atentamente cualquier probable movimiento o gesto de dolor, en el rostro del muerto.

El segundo reaseguro de defunción sería claramente científico.

El sobreviviente convocaría a varios médicos por separado, a dar una opinión respecto al estado del occiso, siendo programado el último control para minutos antes que el cortejo fúnebre inicie su postrer marcha hacia el cementerio.

Durante toda su adolescencia se recordaban a menudo las directivas juramentadas y vivían despreocupadamente.

A los veinte años M cursaba ya el tercer año de Medicina y su primo era un próspero ganadero.

En la madrugada de un viernes de Abril, una tragedia los  sorprendió y cambió radicalmente para ambos, el rumbo de sus vidas.

Sergio murió aplastado bajo un camión, y M quedó trágicamente desamparado y sin nadie que verificara su futura muerte.

Pese a tener ya conocimientos básicos de fisiología y  patología general, a M no le hizo falta eso para darse cuenta que Sergio estaba inmutablemente muerto. Las terribles lesiones recibidas en el accidente, no daban posibilidad a ningún error.

Creyó prudente y respetuoso incumplir con el juramento y obvió por tanto, los pasos de verificación preestablecidos.

Si bien en algún momento mientras lloraba apoyado sobre el ataúd, se le cruzó por la mente el pacto de sangre, no recurrió siquiera ni a un simple pellizcón. Tampoco consultó a médico alguno.

Una duda breve y culposa lo asaltó un instante, en el preciso momento que soldaban el cajón, pero tampoco ahí cambió su decisión.

Dos o tres días después de la sepultura, se tranquilizó completamente al constatar que no habría ocurrido ningún hecho anormal en el ámbito del cementerio.

La vida de M cambió brutalmente desde la muerte de su primo. Habían crecido juntos desde la niñez, y compartieron aventuras y amarguras en los polvorientos y calurosos días de su Chaco natal.

Sergio era su mejor amigo y confidente y la persona a la que más quería. Constituía además por sobre todas las cosas, la persona más importante del mundo, era el verificador de su muerte.

Las noches de M ya no fueron las mismas, despertaba en la madrugada agitado y presa de pánico prendía la luz, se sentaba en la cama y controlaba si la ventana estaba abierta, no importando para esto ni el clima invernal. Era imperioso para M que al despertar percibiera alguna luz, un destello o una salida inmediata al exterior.

Los espacios pequeños y cerrados eran una cárcel y la oscuridad, su cruel verdugo.

Cuando por las circunstancias debía pernoctar en una habitación desconocida, controlaba rigurosamente la ventana de manera tal que esta quedara entreabierta y que a su través, se filtrara una luminosa y tranquilizadora claridad.

Siendo ya médico y en oportunidad de un congreso, compartía una habitación de hotel con dos colegas. El cansancio y el trajín de ese día le había hecho olvidar de los recaudos habituales para estos casos.

A mitad de la madrugada despertó con gran sobresalto y envuelto en una negra y espesa oscuridad. Inmediatamente sintió como una tenaza de acero lo estrangulaba, quería gritar y ni siquiera podía emitir gemido alguno. Desesperado y tratando de salir del pánico, empezó a dar manotazos a su alrededor despanzurrando veladores y otros objetos de la mesita de luz. En medio de ese espanto, creyó ver un hilo de luz en cierta zona y hacia allí corrió no sin chocar y tirar todo a su paso.

La asfixia que M sentía en su cuello era progresiva y aterradora, en este estado se aferró a las persianas de la ventana, tratando inútilmente de separar con sus dedos esas finas tablitas horizontales.

Con ese caos reinante, sus colegas se despiertan asustados y encienden la luz. Incrédulos ven a M en franca y desigual lucha con el ventanal, para separar con sus dedos -tarea de por sí imposible- las tablitas de la pesada persiana. La iluminación del recinto fue el alivio y la salvación para M, y la vuelta a la normalidad y al descanso para sus colegas. Todos volvieron a acostarse, no sin que se abrieran de par en par las ventanas.

Algunos episodios lo dejaban en el mejor de los absurdos, o simple y redondamente en un grotesco ridículo, haciendo peligrar incluso su futuro y sus planes matrimoniales. Así ocurrió una negra noche que pernoctó por primera vez en casa de los padres de una pretendida consorte. Había viajado toda la tarde llegando a destino hacia el anochecer; luego de las presentaciones formales, cena y tertulia, le fue asignado para su descanso como siempre ocurre en estos casos, la piecita del fondo. La mezcla de cansancio y expectativa, agregado a la tranquilidad de haber superado (a su criterio), ese primer test familiar, hicieron que se relajaran sus rigurosas medidas de seguridad. Apenas acostado ya se sumergió en un profundo sueño, del que despertó en medio de la madrugada envuelto en una negritud asfixiante y mortal. Con el pánico del agonizante que está siendo ejecutado, saltó de la cama y con la más aterradora desorientación quedó paralizado en el piso, rodeado de la más absoluta y espesa oscuridad; quería gritar y apenas podía emitir un primitivo gemido gutural, golpeándose con las palmas de sus manos, las regiones laterales de su cabeza y cuello y cada tanto, juntando sus manos en posición de plegaria. Perdido en esa pesadilla quería avanzar y no sabía hacia donde. Como un soldado, daba pasos enérgicos en el mismo lugar, conformando un espectáculo no ya psiquiátrico, sino deplorable. En el exacto centro de la desesperación y en un rapto de sentido común, atinó a batir palmas como único medio a su alcance para comunicarse con el resto del universo. Sin dejar de aullar  inició el palmoteo, maniobra más propia de un deficiente mental,  ya que estos movimientos espásticos y disarmónicos, se hacían con cada batir más enérgicos y suplicantes, conformando un cuadro verdaderamente trágico y grotesco. Era esto, en la esfera de su rudimentario pensamiento, el último y agonizante pedido de auxilio ante una muerte segura. En esta lamentable y bochornosa circunstancia fue visto por su candidata, sus padres y futuras cuñadas, quienes ante semejante barullo habían acudido presurosos en camisones y pijamas a la piecita del fondo. La increíble escena que se les presentó cuando abrieron la puerta y encendieron la luz, los dejó atónitos y sin palabras. Casi al unísono y luego de unos segundos de incredulidad, padres y hermanos dirigieron sus somnolientas miradas hacia la candidata, como interrogándola, como acusándola del porque de haber  traído semejante loco a casa.

Con el paso del tiempo, las precauciones de M eran cada vez más estrictas.

No viajaba en avión, subte o ascensor. En autos de dos puertas jamás se sentaba en el asiento trasero. No dormía en piezas sin ventanas. Nunca zambullía. Los recintos asimétricos y el desorden lo agobiaban.

En las salas de cine, prudentemente ocupaba las butacas del fondo, provisto siempre e indefectiblemente, de una linterna de mano.

Y así transcurría esa existencia gris, llena de estrictas medidas y precauciones, hasta que un día conoció a una mujer que parecía haber nacido para amarlo solamente a él. En esa fugaz circunstancia, sintió que lo comprendía plenamente, que entendía y aceptaba todos sus vicios, manías y obsesiones, pero el destino le deparaba una sorpresa.

Ella era agorafóbica y la única noche de pasión, se consumó en el umbral de la puerta.

Autor: Hugo Mitoire - Todos los derechos reservados

Del libro "Mundo Neurótico"

  

Maniobras básicas para tomar un helado (en cucurucho)

Maniobras básicas para tomar un helado (en cucurucho)

Las personas en general y por extensión la población toda, pueden ser clasificadas por su actitud y conducta frente a un helado en cucurucho.

Es vital utilizar como parámetro el cartonáceo envase de aspecto bonetoide, ya que será este un elemento clave en la futura ponderación de cualidades y destrezas. Se supone además, que se trata de un método accesible y masivo a toda la civilización, ya que se estima, no existiría en todo el planeta persona alguna que deteste el helado. Para la evaluación no se admite el uso de cucharitas, ni de ningún otro tipo de adminículo complementario.

Un helado es un elemento comestible, agradable, atípico y único.Se diferencia sustancialmente de una cerveza, un guiso de porotos o de un budín de pan, por sus cualidades fisico-quimícas. Uno lo adquiere en estado sólido o semisólido y al cabo de unos segundos o minutos (dependiendo esto de la temperatura ambiente, humedad, presión de vapor, velocidad del viento, posicionamiento del individuo portador respecto a la incidencia del sol, etc.) puede pasar al estado líquido, y menos frecuentemente, al estado gaseoso, evitando así su ingestión y derivando muchas veces en consecuencias deplorables.

La habilidad y destreza de una persona puede medirse basándose en su actitud frente al elemento y su posterior conducta. Como método estándar y universal, se utiliza un cucurucho cuyo valor no exceda un dólar y que sea servido con paleta (se excluye el método cuchara-bola).

La evaluación se inicia desde el mismo momento en que el examinado solicita la adquisición del gélido elemento. Una dubitación prolongada frente al mostrador, leyendo todos los gustos que se exhiben, denota ya en el individuo un espíritu temeroso y torpe. Otros más decididos se apoyan resueltamente en el mostrador, y sin mirar cartel alguno piden:

- Vainilla y chocolate con dulce de leche.

La transferencia del elemento desde el dependiente al comprador es fundamental. Un individuo normal toma posesión del cucurucho con la mano inhábil, dejando libre la otra para maniobras complementarias. Estas maniobras pueden comprender, entre otras, la búsqueda monetaria para el pago de lo adquirido. Aquí también puede vislumbrarse el criterioso proceder del Buen Tomador de Helado. Este tiene siempre el dinero en sus bolsillos homolaterales a la mano hábil, y por lo general posee monedas o billetes de escaso valor, a fin de que ante un eventual intercambio dinerario, resulte lo más sencillo posible, y sobretodo que sea veloz. Preventivamente el individuo ya aplica unos lengüetazos al gélido montículo, a fin de regularizar bordes y eliminar zonas de transición sólido-líquido. Esto obviamente evita una de las más nefastas complicaciones: el chorreo. A diferencia de aquel, el Pésimo Tomador de Helado tiene el dinero en cualquier bolsillo, y muchas veces no recuerda ni siquiera donde, generándose así un espectáculo de lo más deprimente. Se pueden ver entonces, absurdas contorsiones y balanceos de cuerpo entero, enarbolando con una mano en alto el elemento adquirido, mientras la otra hurga en los bolsillos, buscando a tontas y ciegas el paradero de la billetera.

Dependiendo de factores externos ya señalados, aquí puede ocurrir un mayor o menor chorreo del inestable material, involucrando el cucurucho, la mano que lo sostiene, el antebrazo, el codo, la ropa del portador y finalmente el piso. El pago con valores aproximados al costo, facilita la contraentrega de la diferencia y acorta el tiempo de espera. Asimismo el abono con billetes de alto valor no genera más que contratiempos, llegando a situaciones extremas, donde el dependiente debe abandonar su puesto detrás del mostrador e ir en búsqueda del cambio al quiosco o estación de servicio más cercano. Ante hechos de esta naturaleza, puede incluso constatarse la consumición total del elemento antes del regreso del empleado con el ansiado vuelto. Un individuo normal no desatiende ni por un instante la forma y composición del helado. Con precisos lengüetazos o chupones, mantiene incólume y simétrico el montículo del gélido manjar.

Una vez superada la etapa de pago de la compra sobreviene el acto final, donde el individuo se dispone en exclusiva a la absorción-deglución del bien adquirido. Esto puede ocurrir en el mismo local de venta, los que suelen tener algunas mesas y sillas a tal efecto, puede darse también que el proceso se lleve a cabo mientras se camina despreocupadamente hacia una plaza cercana, o finalmente es posible que ocurra mientras se conduce el automóvil. En cualquier ámbito, pueden ya evidenciarse las cualidades del examinado. Un helado con asimetrías de sus formas, zonas proclives al chorreo, o cuando no con impregnación líquida del cucurucho y reblandecimiento de su estructura, delata torpeza, escaso sentido común  y absoluta falta de imaginación.

El Buen Tomador, porta cuan bandera de ceremonia el preciado elemento, poniendo especial concentración en su aspecto y estado fisico-quimico. Mantiene la simetría, y la armoniosidad de sus paredes, en forma constante. Como puede observarse, no se precisa de la misma concentración y habilidad, para comer una hamburguesa o beber un licuado, que para la delicada, precisa y artística tarea de tomar un helado.

Ante la falta de destreza, conviene pues pedir el helado, en un seguro e inalterable vasito de plástico.

Autor: Hugo Mitoire – Todos los derechos reservados

Del libro “Común y corriente” 

 

 

Anochecer de un día agitado

Anochecer de un día agitado

Por circunstancias que aún se tratan de establecer, la noche del veintiocho de Noviembre de  mil novecientos setenta y siete, el Sr. M, a la sazón estudiante de segundo año  de medicina, debió abandonar a rompe y raja, la pensión que habitaba en Mendoza casi Belgrano, a una cuadra de la  Facultad. El hecho al parecer tenía raíces oscuras e inconfesables, ya que en todas las ocasiones el Sr. M evitaba hablar del tema.

Años después habría de saberse (y de fuentes poco confiables), que esa pensión era regenteada por un militar y que éste abusándose de las circunstancias, estafó a los estudiantes con el cobro adelantado de alquileres, y la posterior intimación a que desalojaran la vivienda, so pena de denunciarlos y meterlos presos por revoltosos. Estos en represalia, habrían incendiado todo el mobiliario, en la terraza del edificio.

Lo cierto es que M, hacia el anochecer de ese día, acudió presuroso a casa de su compañero de estudios, Juan Carlos, sudando y con evidentes signos de preocupación, explicó a este, la imperiosa necesidad de realizar una mudanza, y que la misma debía hacerse urgente e impostergablemente, esa misma noche. Su compañero vivía con sus padres, y tenía su propio vehículo. Poseía en ese entonces, una moderna y envidiada coupé roja (que no solo lo trasladaba de un lado para otro, sino que también, le redituaba jugosos dividendos a la hora de impresionar a sus compañeras y chicas en general).

Al cabo de media hora, y a bordo del lustroso Fiat 600, raudos partieron hacia la pensión. Cuando arribaron al lugar, otros compañeros de pensión, en medio de un febril despliegue y agitación, realizaban a toda máquina, actividades de embalaje, cargamento en vehículos, o huidas de a pie o en bicicleta con elementos personales. Lo que suele denominarse embalaje - en el caso particular de M-, consistió simplemente en embutir todas las cosas a la que te criaste y a los santos piques, en el diminuto habitáculo del vehículo. El elemento de mayores dimensiones, ya se sabe, era el colchón de una plaza, el que enrollado a manera de panqueque y atado con un cable, ocupó el asiento trasero. Luego se acomodaron una valija y un bolso mediano con todo el ropaje, y finalmente los huecos se fueron llenando con elementos menores. El calentador a gas, fue ubicado en el piso del asiento del acompañante, junto a una pequeña cacerolita, una pava y un jarro, todos estos de material alumínico; un juego de cuchillo, tenedor y cuchara (se entiende que una pieza de cada cosa), un cucharita, un colador, mate y bombilla, una lata de leche Nido pero con contenido yerbaceo, un paquete de arroz empezado, y una bolsita con algunas galletas. En el asiento fueron colocados, los cuatro tomos del Tratado de Anatomía de Testut-Latarjet, el libro de Fisiología Médica de Guyton, los dos de Química Biologica (el Niemeyer y el Marenzi), la Metamorfosis de Kafka, apuntes varios, cuadernos y chucherías en general.   El único par de zapatos y las gastadas ojotas, fueron incrustados, en los pliegues del colchón. Las zapatillas Flecha, las tenía puesta. Unas bolsas de plástico, conteniendo un juego de sábanas, dos frazadas, una almohada, un mantelillo, repasadores, y trapos de piso (estos en bolsas separadas) fueron insertadas en los huecos residuales del habitáculo, habida cuenta de la maleabilidad de estos bultos. Una vieja escoba y un espejo roto, fueron descartados. Completada la carga, M se despidió a voz en cuello de sus ex-compañeros (quienes se encontraban desperdigados, en la planta baja, y el primer y segundo piso), comprometiéndose a volver a verlos muy pronto, o por lo menos, dar señales del nuevo paradero. Todos respondieron el saludo  también a los gritos y con las mismas promesas. Todos se juramentaron, amistad eterna.

El rugir del Fitito, anunciaba la inminente partida, y Juan Carlos apoltronado al volante, esperaba la orden. Cuando M salió por última vez de la siniestra pensión y llegó hasta el auto (portando los últimos elementos), cayó en la cuenta que en el bólido rojo, no había lugar para él. El espacio del diminuto vehículo, estaba atiborrado hasta el techo, situación que obligó incluso a levantar los cristales - a pesar del caluroso clima veraniego- a fin de evitar extravíos de elementos durante el trayecto. Cuando M miró a Juan Carlos, el gesto de este fue elocuente y expresivo, encongiéndose de hombros y levantando las manos, - cuan creyente eleva una ofrenda -, trató de transmitirle algo así como...y que querés que le haga hermano?, no es un colectivo. De inmediato M, ordenó partida y que... lo siguiera. El auto volvió a rugir como apurando el despegue, y M inició un trotecito  moderado por la vereda, translación esta que era acompañada en paralelo por el auto. El trote de M era atentamente observado y seguido por Juan Carlos, quien no conocía el destino de esa mudanza a los apurones; pero aún así, la persecución se veía facilitada, por la llamativa combinación de colores del ropaje del trotante. Este vestía una remera blanca, con la lengua de los Rolling Stones en su espalda, un pantalón corto y muy ancho de color naranja, y las blancas zapatillas Flecha sin medias, un sombrero Panamá adornaba su cabeza. Portaba en su mano izquierda, un veladorcito con  pantalla azul y en la derecha, una bolsa de arpillera con algunos huesos del esqueleto humano, entre ellos el cráneo (estos elementos -velador y huesos- al parecer fueron casi olvidados, percatándose su presencia a último momento, por lo que quedaron sin posibilidades de ser embutidos en el embalaje). Con estas características, al chofer se le hacía bastante fácil distinguir al trotante, y no confundirlo entre los demás peatones.

En el trayecto, por la calle Mendoza hacia Junín, tenía a su paso, la escuela Normal y el famoso boliche KaKoSi. El trote era bastante regular, a pesar de que había que esquivar eventuales transeúntes u otros obstáculos que se encontraban en el camino, como veredas en reparación, montículos de arena, motos, personas que sentadas en silletas utilizaban las estrechísimas veredas de Corrientes, como si fuera el propio living de su casa. En ocasiones, M debía descender a la calle para más adelante retomar la vereda, o cuando no y apelando a su destreza, tener que realizar pequeños o moderados saltos, para superar inesperados y variados tipos de vallas; todo esto sin perder el ritmo del trote. Cada tanto relojeaba por sobre el hombro, verificando el acompañamiento de su mudanza. Al llegar a Mendoza y San Martín, M se detuvo en esa esquina e instruyó a Juan Carlos que diera vuelta a la manzana, para terminar el trayecto donde finalmente sería su nueva morada, una pensión por San Martín entre Mendoza y Córdoba.Velador y osario en mano, M espero a que el rojo Fiat apareciera, y ni bien llegó apuró a su amigo a bajar los bártulos.

El primero en ingresar fue M, quien avanzó unos veinte metros por una irregular galería, y allí, cerca de una ventana depositó su carga inicial; detrás de él llegó Juan Carlos portando el calentador y algunos libros, y antes de bajar las cosas al piso, preguntó a su compañero:

-  Che,..cuál va a ser tu pieza?

-  No..., todavía no conseguí ninguna pieza. respondió M

- Como?, y donde vas a dejar las cosas y dormir? Inquirió nuevamente.

- Bueno.., ya hablé con el dueño de la pensión, Don Ruzak, y me dio permiso para que duerma en la galería, hasta que se desocupe una cama; parece que pronto se va uno de los del fondo. Aclaró M, frotándose las manos con entusiasmo.

- Pero vos sos loco!, como vas a dormir en la galería, dejate de joder, más vale vamos a casa y te quedas unos días allí, hasta que consigas algo. Ya sabes que con mis viejos no hay problemas - sugirió Juan Carlos.

- No pasa nada, no te hagas problemas. Mejor me quedo, así ya voy conociendo a los vagos, y además apenas se desocupe una cama ya me meto, a ver si todavía me comen el lugar. Tranquilizó M. De ahí en más se dedicaron a bajar el resto de las cosas.

En esas ocupaciones estaban cuando se acercó - intrigado por la nueva llegada- uno de los inquilinos, un tal Condorito oriundo de Monte Caseros, que resultó ser compañero de ambos en la Facultad y ya se conocían de vista, se saludaron efusivamente y recordaron algunas anécdotas en común. Entre otras cosas, Condorito informó el nombre de la pensión, esta respondía al mote de Natamá (del cual, nadie tenía la más pálida idea, de lo que significaba tan rimbombante apelativo), acto seguido alentó a M sobre las características sociales de la nueva pensión, asegurándole que muy a menudo se hacían unas jodas terribles, donde se invitaban a chicas de medicina, kinesio y odonto, la música estaba asegurada, porque un tal Gradeneker - avanzado estudiante de medicina y profesor de tenis- tenía un tocadiscos fantástico, con un sonido único. Lentamente Juan Carlos, comenzó a envidiar a M.

Con la ayuda de Condorito, y mientras ya hacían planes para futuras festicholas, terminaron de bajar todos los petates. Ocupando un espacio de unos dos metros al costado de la pared, M amontonó sus pertenencias; el colchón quedó en principio sin desenrollarse y erecto, a fin de no entorpecer el tránsito por esa zona de la galería.

Al cabo de unos minutos ya se sumaron al trío, otros integrantes de la pensión. Varios resultaron ser de la misma carrera, y de estos, unos cuantos del mismo curso. Pronto hizo su aparición un pintoresco personaje, estudiante de (larga data) Veterinaria; cara de chinchudo, vos gruesa y se notaba muy canchero en temas de pensionado, respondía al mote de, Petiso Coronel. Se acercó, miró a M con cara de pocos amigos, y señalando el lugar donde estaban amontonadas las cosas, preguntó:

- Che, pendejo, vos vas a dormir acá?

- Si... - respondió este con un poco de intriga y temor.

- Mira, en esta zona da el sol toda la tarde, y el piso y las paredes quedan muy calientes, así que antes de acostarte, pegá una baldeada al piso y mojá bien las paredes, así se refresca un poco, sino te vas a cagar de calor - aconsejó.

- Bueno, gracias.

Esa primera noche, y después de ingerir algunas cervecitas con dos o tres pensionistas, M se dispuso a pernoctar. Se sentía feliz de haber conseguido un lugar donde continuar con su existencia, por sobre todo, estaba maravillado con la nueva pensión y sus nuevos amigos pensionistas. Inmerso en estas reflexiones y bastante cansado del trajín y de las emociones del día, desenrolló su colchón y extrajo las sábanas de una bolsa, armó su camastro y se frotó el cuerpo (evitando las partes pudendas) con un repelente que le prestó el Petiso Coronel. Ya acostado y mirando lontananza a través del enramado de una parra, podía divisar el cielo estrellado. Así se durmió.

Autor: Hugo Mitoire – Todos los derechos reservados

Del libro de relatos universitarios "Natamá. Tribulaciones de un estudiante"

 

 

Para el lado de los tomates

Para el lado de los tomates

¿Cuál habrá sido el origen de que este fruto de la tomatera, este rojo y brillante fruto, sea indicativo del camino o lugar erróneo?.

¿Quién habrá sido el primer homínido que eligió el camino de los tomates y llegó al lugar equivocado?, habrá sido el homo afarensis?, fue el hombre de Neanderthal?, o nuestro antecesor directo el sapiens sapiens?.

Lo cierto es que hoy por hoy, cualquiera que agarre para el lado de los tomates, sea camino, interpretación o destino mismo, con toda seguridad desembocará en el sitio no deseado.

Y porque el tomate está en el lugar o circunstancia hacia donde no queremos ir?.

Que pasaría si una persona indicara a otra, en forma expresa:

- Agarrá derecho para el lado de los tomates, que allí te esperaré luego del mediodía.

Que puede interpretar la otra persona, que lo está cargando, que le está marcando el camino equivocado para provocarle algún traspié, o por el contrario, le está indicando simplemente que lo espere allí, al lado del tomatal, como punto de referencia geográfico, como podría ser también, te espero cerca del maizal, o, debajo del algarrobo, o miles de otras alternativas diferentes.

Pero debemos rendirnos ante la evidencia, el lado de los tomates es y será siempre, un lugar funesto, con una terrible carga de inescrutables designios, que sin dudas resultará prudente evitarlo.

Pero, el tomate, el tomate como ser vegetal y sabroso, que culpa tiene que se lo haya tomado como símbolo de evitación?. Eso nadie lo sabe, eso es seguro, y por tanto hasta que futuras investigaciones diluciden este misterio, será aconsejable agarrar para cualquier lado, menos, para el lado de los tomates.

Autor: Hugo Mitoire - Todos los derechos reservados

Del libro "Realidad vegetal"