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Hugo Mitoire

Mensajes del Más Allá (fragmento)

Mensajes del Más Allá (fragmento)

Cuando estaban velando a su tío, Juancito percibió el mensaje que éste le transmitía desde el Más Allá:

Juancito... a mí me mataron.

¡Y lo escuchó claramente! Como si su tío le estuviera hablando al oído. Del susto, miró para todos lados, a ver si alguien le estaba haciendo una broma macabra, pero nada, no había nadie cerca.

El tío de Juancito era un muchacho de veinticuatro años, que se llamaba Pedro Escobar y vivía en Gato Negro; hermano menor de su mamá, se dedicaba a la chacra y a criar animalitos.

Las circunstancias de su muerte parecían estar muy claras, según lo relatado por los dos amigos que habían ido a cazar con él. Ellos contaron que luego de andar dos días por el monte, encontraron una guarida de yaguareté y planearon una emboscada para cazarlo. Se distribuyeron y escondieron en los alrededores de la madriguera. Pedro se había subido a un árbol y desde ahí esperaba agazapado con su escopeta que apareciera el bicho. Los otros dos se escondieron en el pajonal. A las dos o tres horas de estar esperando, apareció el yaguareté y el que primero tiró fue Pedro, pero al parecer se distrajo mientras apuntaba y disparaba, porque perdió el equilibrio y se cayó al suelo desde unos siete metros de altura. En la caída se desnucó, porque cayó de cabeza sobre unos troncos.

Éste era el relato de los hermanos Céspedes, los amigos de su tío, y así también se lo contaron a la policía cuando tuvieron que declarar.

Cuando Juancito recibió ese extraño mensaje, estaba sentado en el comedor de la casa de su abuela, donde lo estaban velando. También se hallaban, en ese preciso momento y en el mismo recinto, los hermanos Céspedes, que lloraban y se veían muy afligidos. Apenas recibió el mensaje, Juancito miró a los Céspedes. Fue espontáneo. Fue como un presentimiento. ¿Y si ellos fueron los asesinos? Unos instantes después de estar mirándolos, se puso a pensar, y ahí se dio cuenta de que ellos pudieron haberlo matado. Pero se asustó de pensar eso, era muy loco y lo invadió el miedo y se le erizó la piel. Imaginar que los asesinos pudieran haber sido ellos y que ahora estuvieran a metros de él fingiendo dolor por esa muerte... lo puso muy nervioso y lo asustó mucho.

Trató de calmarse y empezó a dudar del mensaje recibido: ¿y si sólo se había tratado de su imaginación? ¿O si lo que pensó fue sólo una ocurrencia? Lo más probable era que ese mensaje no hubiera existido. Ya no se sentía seguro de nada. Pero esa duda lo tranquilizó. Se puso a pensar seriamente y comprendió que nadie recibe mensajes de los muertos y mucho menos, nadie escucha hablar a un muerto. Y de nuevo:

Juancito…ellos me mataron.

¡Ay, mamita querida! Ahí sí que pegó un salto de la silla que todos lo miraron, hasta los hermanos Céspedes. Tuvo que disimular que se resbaló de la silla y entonces aprovechó el movimiento para salir del comedor. No aguantó más y fue en busca de su padre, decidido a contarle todo lo sucedido. Lo encontró y lo llevó cerca del aljibe, lejos de donde estaban todos. Cuando terminó de contarle, el padre, con lágrimas en los ojos, lo acarició y le dijo:

—Pobre hijito… no te preocupes, lo que pasa es que vos estabas siempre con él, eras su mejor compañero y esta terrible desgracia nadie puede creerla…

—Pero no, papá,… te digo que él me habló y...

—No, hijo, no pienses más en eso. No puede hablarte, pero no te preocupes, eso que sentís suele ocurrir, porque uno está pensando mucho en una persona y está muy afligido, entonces puede parecer que se escucha la voz y hasta a veces se pueden tener visiones de esa persona, ¿entendés? 

Y Juancito se dio cuenta de que en realidad era algo demasiado fantástico como para que le creyesen; ni siquiera él mismo estaba del todo convencido. Pensó en lo que dijo su padre, y tenía razón, él era el sobrino preferido y muy amigo del tío Pedro. Con sus catorce años era el sobrino mayor y, por lo tanto, el compañero ideal del tío para cualquier cosa: para la pesca, la caza, los arreos, los viajes en sulky o cualquier otra ocurrencia. Y el padre volvió a hablarle:

—Creo que será mejor que no te quedes tanto tiempo cerca del cajón, porque eso te pone peor; no quiero que esta noche te quedes aquí. Irás a descansar y mañana vendremos bien temprano.

Juancito insistió en quedarse, quería estar cerca de su tío en esas últimas horas; pero no hubo caso, a la diez debió marchar con su familia.

Ya en su casa y acostado, no podía dormirse; es más, no tenía ni una pizca de sueño. Además de la profunda tristeza, su cabeza era pura confusión, entre los supuestos mensajes de su tío, lo que decía su padre y lo que él sentía. Empezó a convencerse de que su padre estaba en lo cierto, que todo podría ser mucha sugestión. Dio mil vueltas en la cama, y no había caso, el sueño no aparecía. Comenzó a recordar cientos de cosas vividas con su tío, los momentos lindos y los peligrosos, todo le pasaba por su mente, como en una película y... en ese instante:

Juancito, no te asustes, soy yo,  tu tío...

¡Dios libre y guarde! ¡Qué situación! ¡De nuevo el mensaje ultraterrenal! El pobre Juancito se arrinconó contra el respaldo de la cama, se le hizo un nudo en la garganta y quedó petrificado mirando hacia la penumbra de su pieza. Temblaba como una hoja, los dientes castañeaban como una ametralladora y el corazón parecía a punto de saltarle por la boca. Estaba más seguro que nunca de haber escuchado la voz de su tío.

           No te va a pasar nada, Juancito, estoy aquí en tu pieza. Quiero hablarte (...)

Del libro CUENTOS DE TERROR PARA FRANCO - Vol- 5 * Reservado todos los derechos

 

 

Memorias de un niño cruel (o el exterminador)

Memorias de un niño cruel (o el exterminador)


 

Confieso que fui un niño cruel.

Ahora, que han pasado más de treinta años, me animo a decirlo, he sido un criminal, un azote implacable, un depredador fulminante que no tenía piedad con nadie.

Yo he sido un exterminador de pajaritos, un pequeño Atila sin misericordia ni piedad con ave voladora alguna.

Cuando lo hacía era como un juego, en el que yo disfrutaba y me emocionaba bajando cachilitos, gorriones o cualquier bicho volador, pero hoy sé que nunca más lo haría, ni si volviera a ser niño, y tampoco dejaría que mi hijo hiciera lo mismo.

La verdad es que en ese tiempo todo el mundo mataba pajaritos o cualquier animal, y a ninguna persona le importaba, ni le daba lástima. Bueno... en realidad todo el mundo no, porque mi papá pensaba diferente y me decía que eso estaba mal, pero yo no le hacía caso, y ahora estoy arrepentido.

Ni se imaginan lo cruel que era. Desde los ocho años ya era un genio con la honda, practicaba todos los días, “hondeando” latitas, botellas, flores, carteles o focos. A partir de los diez años tenía una puntería magistral, y yo mismo me fabricaba los bodoques. Los hacía casi siempre con lodo y los secaba al sol para que se endurecieran bien. Los bodoques eran de dos calibres: los grandes, para tiros cortos, los usaba para espantar alguna vaca, perro o gato, y los chiquitos, que parecían bolitas de acero, los utilizaba para matar ¡eran unos bodoques fantásticos!

Siempre andaba con dos hondas, una común y otra con elástico reforzado y horqueta más grande, para tiros de larga distancia. Mi abuela María me había hecho una bolsita para los bodoques con un bolsillo al costado, donde llevaba mi cortaplumas, una caja de fósforos, elástico de repuesto, un pedazo de hilo y algunas tuerquitas y bolitas de acero, por si tenía que enfrentarme a algún bicho más grande y peligroso.

En la casa de mi abuelita Rufina, en Margarita Belén, era donde me hartaba de matar pajaritos. Ella vivía en pleno campo, en Costa Iné, y yo tenía todos los árboles y mogotes de los alrededores exclusivamente para mí. ¡Qué emoción me daba salir a mariscar! Casi siempre iba solo, y algunas veces con mis primos o con los hijos de los peones de mi tío.

La verdad es que me gustaba más ir solo, porque iba tranquilo, pensando cosas, imaginando algún enfrentamiento con un yaguareté o una víbora, a los que yo enfrentaba a hondazos. También me gustaba imaginar conversaciones con los mismos pájaros, o sea con mis futuras víctimas.

Siempre llevaba dos bolsitas cruzadas en bandolera, una para los bodoques, y otra para los cadáveres de los pajaritos. La bolsa de proyectiles siempre a la izquierda, para poder sacar rápido los bodoques por si había que hacer tiros a repetición.

La vez en la que más pajaritos maté, fue un día de mucho calor en el que me recorrí cuatro mogotes en una mañana; ese día maté catorce pajarracos en total, tres pitogüé, una calandria, dos tijeretas, dos palomitas picuí, dos cardenales, dos cachilitos y dos pilinchos. ¡Ese día sí que llené mi bolsa! Los gatos de mi abuelita, locos de contentos conmigo.

Un día iba por un caminito, como siempre con la honda preparada: la horqueta en la mano derecha y la izquierda, sujetando la bodoquera sobre mi panza; y a unos cinco metros más o menos, sobre el último hilo del alambrado, había un pitogüe distraído, que habrá pensado que yo era un nene bueno, “error señor pitogüé, hoy no es su día de suerte”, me dije, y levantando la horqueta a la altura de mi pecho, casi sin apuntar, disparé mi bodoque y ¡tus! en la cabeza. Primera presa del día.

Un trecho más allá, estaban unas cuantas tijeretas sobre el cable del telégrafo, y la verdad es que a las tijeretas sí que les tenía bronca porque son unos pájaros muy embromados, a veces se enojan, te atacan y te hacen correr como un conejo.

Me escondí bajo una tala, y gateando llegué hasta un pajonal desde donde las tenía a tiro, solo que tendría que usar mi honda de larga distancia. La saqué y la estiré un poco para que se ablande el elástico, busqué un bodoque  bien chiquito y duro y cargué.

Me tomé todo el tiempo del mundo para apuntar, como si fuera un verdadero francotirador, le apunté a la que estaba en el medio del montón, de manera que si erraba, de carambola por ahí bajaba a otra. Disparé y ¡tus! abajo la señorita tijereta.

Las otras se enloquecieron y empezaron a revolotear y a chillar, y hacían unos vuelos rasantes cerca del cadáver de su amiga. Yo me tiré cuerpo a tierra y me escondí en el pajonal. Después que se fueron, salí del escondite, junté mi trofeo y listo el pollo.

También era muy bueno bajando pilinchos al vuelo, y eso era un lindo entrenamiento para mí, ya que estos pájaros son de una torpeza increíble, vuelan lentamente y a muy baja altura. Cuando los veía venir, simplemente me agachaba un poco, los ponía en la mira de mi horqueta y… “atención Sr. Pilincho, creo que deberá realizar un aterrizaje de emergencia” y ¡tus! plumerío en el aire y abajo el tonto pilincho. A los pilinchos posados en alguna rama, era  fácil matarlos, la verdad es que eso era para principiantes.

Estos fueron asesinatos simples y bastante misericordiosos, sin la menor crueldad, solo era matar por matar. Pero otras veces, cometí crímenes muy crueles, que hasta hoy no los puedo olvidar.

Una siesta en que lloviznaba yo estaba en el galpón de maíz, tallando con mi cortaplumas, una horqueta para una nueva honda que me iba a fabricar. En ese momento escuché el canto de unas palomitas picuí. Me asomé por una ventana y las vi. Estaban sobre una rama muy baja, a unos dos metros, era una pareja que parecían estar iniciando un noviazgo en esa siesta tan romántica, porque estaban juntas, se cantaban y acariciaban con el pico, y se miraban muy dulcemente.

Yo las observé un rato desde mi ventana, y pensé que evidentemente eran una pareja feliz y que estarían hablando de tener una casa, hijos y quién sabe cuántas cosas más, pero mi instinto asesino fue más fuerte. Agarré mi honda común, y como se me habían terminado los bodoques, busqué unas frutitas de paraíso, elegí la más grande y verde, y me posicioné en la ventana.

Recuerdo un instante, el momento en que ya las tenía en la mira, un segundo antes del disparo fatal; las dos me miraron, como pidiéndome clemencia, como preguntándome por qué lo hacía, no había odio en sus miradas, simplemente resignación. Disparé y ¡tus! fusilada: “a buscarse otra novia, Sr. Palomo”.  

Después de ese día, veía al palomo viudo que revoloteaba y cantaba, pero su canto era diferente, más triste, como un lamento, y siempre andaba cerca de donde yo había matado a su amada.

Pero de todos los asesinatos, los más crueles fueron tres: el de un boyero con su nido y toda la familia; el del hornero que había terminado de construir su casita y no llegó a inaugurarla; y el de una paloma torcaza herida. No quiero acordarme porque me da vergüenza, pero debo confesarlo.

El nido de boyero lo descubrí cuando perseguía a un cardenal, el boyero iba y venía trayendo comida a su familia y yo me escondí para estudiarlo un poco. El crimen fue bastante fácil, porque el nido estaba colgado de una rama muy baja y solo tuve que tener un poco de paciencia y darle confianza.

El pintoresco nidito tenía medio metro de largo, con su agujero de entrada bien arriba. El boyero venía, se metía por el agujero y ahí adentro se armaba un flor de bochinche, porque allí estaban su esposa y los pichones recién nacidos. Parece que se quedaba a conversar un poco con su familia y luego salía nuevamente a buscar más alimento.

Lo dejé que hiciera dos o tres viajes ¡para que nadie me reclamara que no permitía que se alimentaran! En el último viaje entró y al cabo de unos minutos vi asomar su piquito y su cabecita por el agujero… y ahí nomás ¡tus! y el boyero cayó fulminado, pero adentro del nido, o sea que el cadáver cayó entre su mujer y sus hijitos.

Ahí me apiadé un poco de los familiares del difunto y pensé: “yo los ayudaré amigos míos, no deben sufrir”. Me paré a medio metro del nido y haciendo una especie de parlante con mis manos alrededor de la boca, y con voz como la de un locutor de radio, así les hablé: “a los habitantes de la casa colgante, les comunico que hoy será un día de mucho calor y una mala noticia: los bomberos están de huelga” y acto seguido... ¡¡le prendí fuego al nido!!

Me quedé observando como se consumía esa bolsa de ramas que algún día fue un hogar feliz, y mientras escuchaba los chillidos y quejas de horror y desesperación de la viuda y sus hijitos, que se estaban cocinando vivos, me paré solemnemente como si fuera un cura, y con las manos en plegaria, les di la extremaunción: “corderos de Dios, pónganse contentos, ya están de nuevo todos juntos y el señor los espera en el cielo, amén”. Luego hice la santificación y me alejé conforme con mi trabajo.

Otro día descubrí detrás del galpón a un hornerito y su esposa; al parecer estaban recién casados y alegremente construían su hermosa casita de barro y paja. Me acuerdo que la construcción estaba a mitad de altura, y pensé: “adelante Sr. Ingeniero y esposa, construyan con total tranquilidad su vivienda, que cuando finalicen yo les contaré una leyenda campestre”. Y todos los días los espiaba y veía como progresaba esa pintoresca casita.

El día que terminaron se veían muy felices y contentos, revoloteaban, se besaban y aleteaban sin parar, luego se pararon muy orgullosos en el umbral de la puerta, y desde allí miraban el horizonte con la satisfacción de tener un techo propio y tal vez pensando que ya sería hora de tener algunos hijitos.

Preparé mi honda de larga distancia, elegí un bodoque muy duro y chiquito, centré mi horqueta en el que parecía ser el macho, y mientras tensaba el elástico, les dediqué el pensamiento de la leyenda: “amigos constructores, en el campo existe una leyenda que afirma que cuando una familia termina de construir su casa, el hombre se muere” y ¡tus! lo bajé al hornerito, y agregué otro pensamiento: “quería decirles además, que desde hoy esa leyenda vale para ustedes también”. La pobre viuda, volaba acongojada y confundida, y yo me alejé para que pudiera llorar tranquila. Bueno ¡tan malo no era che!

El caso de la paloma torcaza creo que fue el peor de todos. El mayor logro para un cazador es bajarse una de estas a hondazos, porque son muy ariscas y mucho más grandes que cualquier otro pájaro, cuesta matarlas de un solo balinazo, y lo más importante: ¡se pueden comer en un rico guiso o asadas! Yo estaba ansioso por matar mi primera torcaza.

Cerca de la casa de mi abuelita, a unos cien metros, había un mogote de algarrobos y aromitos con un pequeño tajamar a un costado. Siempre veía que una bandada de torcazas se posaba en esos árboles y luego bajaban a tomar agua. Por un tiempo me dediqué a estudiar todos los movimientos, como si fuera un asesino profesional.

Las palomas llegaban a eso de las diez u once de la mañana y ahí se quedaban dos o tres horas. Me fabriqué una capa con una bolsa de arpillera y le cosí muchas ramas secas y verdes, me la probé y… ¡parecía un arbolito! “Abuelita –pensé- mañana comeremos guiso de paloma”.

Apenas me levanté al otro día, me aprovisioné de unos buenos bodoques, y llevé además tres bolitas de acero que saqué de un rulemán viejo. Llegué al mogote, me puse la capa y me escondí entre unos pajonales a la orilla del tajamar. Como no sabía cuanto debería esperar, me llevé un pellón que lo doblé dos veces y me hice un lindo almohadoncito, sino ¡me quedaba la cola a la miseria!

Ese día hacía un calor terrible y después de una hora más o menos, vi a lo lejos que venía la bandada. Llegaron y se posaron sobre las ramas en el mogote. Yo estaba quietísimo, casi ni respiraba, y tenía la tentación de sacudirle un hondazo ahí mismo, pero ya lo había pensado y no convenía. En ese lugar las palomas están muy alertas, y era un tiro difícil, porque para bajarlas hay que sacudirle un buen hondazo de cerca.

Esperé tranquilo hasta que se convencieron de que estaban solas, de que no había peligro alguno y podían bajar a refrescarse. Se largaron y aterrizaron en la orilla, algunas caminaron un poco y cantando su alegre cucurucu-cú, mojaban sus piquitos y sus patitas y se refrescaban. Había calculado todo y el único movimiento que hice fue estirar el elástico, no podía cometer el menor error.

Cargué una bolita de acero para asegurar el tiro y pensé: “¿les gusta el balneario chicas?” y ¡tus! le sacudí a una que estaba con sus patitas en el agua. Ahí nomás se armó un revoloteo de padre y señor nuestro, porque levantaron vuelos todas, las que estaban en el agua y las que estaban en tierra, salpicando agua y levantando una gran polvareda. Habría unas quince palomas y desde que levantaron vuelo y hasta que se tranquilizó un  poco el ambiente, yo no veía nada.

Pero luego me encontré con la sorpresa de que no había matado a ninguna, y que solo le había roto el ala a una de las más grandes, que saltaba, correteaba y aleteaba en el agua salpicando sangre y plumas, como si quisiera levantar vuelo. Estaba desesperada la pobre, porque me vio y seguramente adivinó su triste futuro.

Con toda la serenidad y frialdad de un asesino, me acerqué a unos dos metros del ave herida y le hablé: “Sra. Paloma, creo que tiene problemas en una de sus turbinas”. Lentamente saqué otra bolita de acero y cargué: “lo siento, pero la olla de mi abuelita la espera, y no tengo ganas de comer un guiso guacho” y ¡tus! Disparé nuevamente y le di en el lomo, pero la desgraciada ¡seguía correteando por el agua! como si estuviera suplicando y buscando ayuda, mientras se desangraba cada vez más.

Entonces pensé que sería mejor sentarme a la orilla y esperar a que se cansara, y de paso estudiaba un poco el movimiento de un pájaro pronto a morir.

Me senté sobre un tacurú, corté un pastito y lo empecé a masticar, observando a mi próximo almuerzo. La paloma habrá correteado unos diez minutos más, hasta que se agotó, se arrimó a la orilla, y al parecer quiso refugiarse entre unos camalotes.

Me acerqué lentamente cargando en la bodoquera mi tercera bolita de acero, ella me miraba suplicante, como si rogara clemencia y me dijera: “Sr. por favor… tengo hijos, una familia y muchas ganas de vivir...”. Sin dejar de masticar mi pastito, me paré muy cerca, tensé al máximo mi honda y poniendo la horqueta a menos de medio metro de la indefensa y aterrorizada paloma le dije: “La felicito Sra. Torcaza, pero yo lo único que tengo es hambre” y ¡tus! con un excelente tiro a quemarropa le destrocé la cabeza y el pico, y se terminó el sufrimiento.

Nunca podré olvidar las miradas suplicantes, de esos pajaritos que jamás me hicieron nada y a los que maté solo por placer. Pero ahora ya es tarde y arrepentirse no sirve de nada, y yo sufro porque esas miradas siempre me aparecen de noche, cuando cierro los ojos.

Hasta el día de hoy, muchas veces me despierto sobresaltado o sueño que me despierto, no sé muy bien, pero me parece que todos los pájaros que maté, revolotean y cantan en mi pieza.

Autor: Hugo Mitoire - Reservado todos los derechos - Del libro CUENTOS DE TERROR PARA FRANCO - Vol.III

 

Viento Norte

 

El viento norte soplaba bastante fuerte esa tarde de Enero. En el Paraje Yatay, el clima era para morirse de calor. Los veranos en el Chaco son siempre así, inaguantables.

La madre lavaba las ropas en un gran fuentón, debajo del paraíso. El patio era grande, de tierra muy dura y pelada, rodeado de espartillos y todo tipo de yuyos. El ranchito estaba lejos del camino y del caserío, casi donde comienza el estero.

Esa tarde se encontraba sola, con su hijito menor de apenas unos ocho meses, muy inquieto, y como ya gateaba, andaba de aquí para allá tocando todo y queriendo llevarse a la boca cualquier cosa. La pobre madre tenía que tener mil ojos con él, más todavía desde esa vez que se tragó unas frutitas de paraíso.

Mientras fregaba la ropa, cada tanto miraba lo que hacía su bebé, que por lo visto estaba empecinado en atrapar alguna gallina, ya que las perseguía a todas, a cualquiera que se le cruzara. Claro, gateando le iba a costar un poco, pero el pequeño se divertía y cada tanto detenía su gateo y se sentaba en medio del patio, tomaba alguna ramita o algún juguete, lo observaba, lo chupaba un poco o lo mordía, para luego tirarlo y seguir persiguiendo a las gallinas.

Una bataraza que caminaba bordeando los yuyos, empezó a ser perseguida por el nene, pera ésta, con paso tranquilo y sereno se alejó hacia el estero. El nene cabezudo y obstinado, allá fue tras la gallina.

Fue un instante, donde todo parecía estar coordinado para que ocurriera, ya que la madre a su vez, se dirigía a colgar las ropas en el alambrado, que estaba a unos diez metros del patio. Fue en ese fugaz momento en que la madre perdió de vista al niño, no advirtió que había salido del patio, fue un instante de distracción.

Estas suelen ser las distracciones o los instantes fatales, que solo duran solo unos segundos, y ahí todo ocurre.

Primero fue un alarido largo y estremecedor, luego un interminable llanto a los gritos. La madre, como si le hubiesen clavado un cuchillo reaccionó con espanto. Tiró el fuentón con sus ropas y corrió desesperadamente hacia el lugar de los llantos. Cuando ya estaba cerca y comenzaba a divisar al niño, vio que este se revolcaba torpemente entre los yuyos y el espartillo, agitando sus manitos y sin dejar de gritar.

A la madre se le heló la sangre, como si le hubiese paralizado el horror. Lanzó un grito de dolor y desesperación y empezó a suplicar a todos sus dioses, sin dejar de correr. Acercándose a su hijito no atinaba que hacer, jamás había visto una cosa así.

El nene, que se revolvía en el pastizal, tenía enroscada firmemente en su mano y bracito derecho, una víbora yarará, que no paraba de morderlo en el brazo y en todas las zonas del cuerpito, al alcance de los latigazos de sus colmillos asesinos. Todos los inocentes movimientos del bracito, eran una provocación para la víbora, que se embravecía más y más. 

Con esa valentía y fuerza que solo tienen las madres y sin importarle ni su propia vida, se tiró sobre su hijo; con una mano tomó a la víbora de la cabeza para que no lo mordiera más y con mucha dificultad la desenroscó, arrojándola bien lejos.

Tomó a su niño en brazos y emprendió una loca y angustiosa carrera hacia el caserío. En esos breves e interminables minutos, rezó y suplicó a todos sus santos, mientras besaba la frente del niño.

Casi totalmente agotada, y faltando todavía unos cincuenta metros, sacó fuerzas de donde no tenía y apuró más su carrera, gritando y suplicando, viendo como su hijito había empezado a hincharse… y ya no gritaba.

Autor: Hugo Mitoire - Reservado todos los derechos. Del libro CUENTOS DE TERROR PARA FRANCO - Vol. I

Estero Cuatro Diablos

Estero Cuatro Diablos

 

En el Chaco, como si no fuera suficiente tener un diablo, existe un estero donde habitan ¡cuatro diablos! No uno, ni dos, ni tres ¡cuatro! ¿Quién resistiría eso? Es el colmo. Y si alguno cree que esto es un invento mío para asustar a algún distraído o para hacerme el gracioso, que agarre la ruta once, que va desde Resistencia a Formosa, y que después me cuente, a ver que encuentra luego del cruce con la ruta noventa. A menos de cien metros de ese cruce, verán un cartel verde con letras blancas, de solo tres palabras: ESTERO CUATRO DIABLOS.

Es un interminable y misterioso estero, que se extiende –a la derecha siguiendo por la ruta- hasta Lapachito, y sus otros límites son el río Guaycurú, el Paraje Yatay y la siniestra Cañada Címbaro ¡mamita querida! ¡Que miedo da pasar por ahí! Son leguas y leguas de llanura con pajonales amarillos, tacurúes, palmeras y mogotes de algarrobos. Cientos de cuervos revolotean el lugar buscando una osamenta; alguno que otro caraun solitario suele verse, y los caracoleros, en los postes de telégrafo o en las ramas de un árbol seco.

Yo jamás pisé el estero, ni pienso hacerlo, así estuviera totalmente chiflado, pero cada vez que voy a visitar a mis padres a La Leonesa ¡tengo que pasar por esa ruta! Y durante todo ese trayecto, que son como veinte kilómetros, voy rezando y haciendo gancho duro para que el auto o el colectivo no se descomponga, para que no ocurra nada raro, ni aparezca alguna cosa extraña.

La verdad es que nunca me pasó nada grave ni trágico. Las únicas cosas que recuerdo son anécdotas, algunas las experimenté yo mismo, otras, fueron padecidas por amigos o conocidos.

Cuando era estudiante, casi siempre viajaba a dedo, y en muchas oportunidades me tocó hacerlo en la parte de atrás de alguna camioneta o camión, o sea al aire libre. En dos o tres de esos viajes, tuve la mala suerte de pasar por ese tenebroso lugar en horas de la noche. En una de esas oportunidades, viajaba solo y luego de pasar el cruce y viajábamos por el costado del estero ¡que miedo virgencita santa! Empecé a rezar y temblaba como una hoja. Un rato cerraba los ojos, después los abría y miraba el cielo estrellado, o miraba hacia atrás ¡pero ni por las tapas quería mirar para el costado del estero! Pero había una extraña fuerza, un impulso desconocido o una diabólica atracción, que sin que me diera cuenta, llevaba mi vista hacia el maldito lugar ¡ahí si que me encomendaba a todos los santos! Lo único que podía verse, era lo que iba iluminando el vehículo a su paso. Pajonales, palmeras, mogotes y la negra e interminable oscuridad. Iba como hipnotizado mirando ese misterioso y perpetuo paisaje, cuando de pronto, comencé a ver unos puntos luminosos sobre la negritud del estero. Poco a poco, se hacían más grandes, como que se acercaban, hasta que pude distinguir lo que eran ¡cuatro pares de ojos que brillaban en la profunda negritud! Eran ojos rojos y parecían estar a unos cincuenta metros de la ruta y nunca quedaban atrás ¡nos estaban siguiendo! Ahí me di cuenta que esos ojos siempre estaban a la misma distancia, como que se desplazaban a la misma velocidad ¡como aceleraba mis rezos en ese momento! Cerré con fuerza mis ojos y me tapé los oídos, y así estuve unos cuantos segundos o minutos, hasta que la terrible atracción diabólica o ese impulso misterioso, me obligaba a abrirlos nuevamente y mirar ¡y otra vez los cuatro pares de ojos seguían a la misma distancia! ¡Maldita mi suerte! Para evitar mirar de nuevo, me concentraba en el ruído del motor y miraba las estrellas, y así seguía otros cuantos kilómetros. El tormento terminó cuando llegamos a Lapachito, porque ahí ya no había más estero. A mí me dolía todo el cuerpo, de tanto temblar y hacer fuerza para aguantar el miedo. Cuando llegué, se lo conté a mi papá y me dijo que el miedo me hacía ver esas cosas, y creo tenía razón en la mitad nada más: en que tenía miedo; pero a esos cuatro pares de ojos rojos, yo les juro por todos los santos y dioses, que los vi nítidamente.

Yo me hubiese quedado tranquilo o apenas con alguna duda de todo ese asunto, de no haber sido por un casual encuentro con un viejito del lugar. Ocurrió dos o tres semanas después, cuando mi primo me invitó a un asado en el campo de los Robles, en Cancha Larga. Allí tuve la oportunidad de conocer al viejito, que supo ser tropero por muchos años, pero que ahora solo se dedicaba a criar gallinas y marruecos y tenía una chacrita de algodón. Vivía en Lapacho Viejo, o sea... cerca del maldito Estero. Enseguida me entusiasmé cuando lo escuché hablar. Tenía esa forma de hablar de los que saben contar historias, de los que saben muchas cosas, y no me equivoqué. El viejito era un sabio.

Yo agarré dos vasos con Cinzano y me lo llevé abajo de un aromito, cerca del corral, para hablar tranquilos. Porque en las galerías y alrededores de la casa, era puro jolgorio, gente hablando o gritando, jugando al truco, o matándose de risa por algún chiste. Chicos jugando a la embopa o a las escondidas, y que no dejaban de gritar. Y un clima así, no es bueno para contar ni escuchar historias misteriosas. Yo tenía pensado preguntarle muchas cosas, y sobre todo, escuchar sus historias.

Y así fue. Empezamos a hablar y yo para entrar en confianza, le conté que estudiaba medicina, que estaba en segundo año y que ya sabía bastante sobre el funcionamiento del cuerpo. El viejito estaba maravillado conmigo, porque a la gente de campo les encanta hablar con un médico, o bueno, con un futuro médico como yo. Me empezó a preguntar por unos dolores que tenía en la cintura y las rodillas. Yo no sabía un pito de eso, porque todavía no había estudiado, pero para no quedar mal, le dije que esas cosas eran de la edad y de tanto hacer fuerza en el trabajo. Quedó contento con mi diagnóstico y seguimos hablando de algunas enfermedades de las vacas y de las personas. Después, como quien no quiere la cosa, empecé a preguntarle sobre su vida de tropero, arreando animales, recorriendo montes y cañadas, en fin, quería que empezara a hablar del maldito Estero ¡y lo logré!

Narró muchas situaciones de su vida tropera, algunas muy cómicas, otras desgraciadas, algunas medio terroríficas, hasta que en un momento se puso más serio, le mandó todo lo que quedaba del Cinzano y aclarándose la garganta, con tono grave dijo,

-Ahora le voy a contar algunas cosas del Estero ese... que seguramente usted, que es un muchacho que está en la ciencia, no me va a creer o pensará que estoy desvariando.

-¡Pero por favor don Anacleto! Cuente, cuente nomás... –dije al tiempo que el viejito miraba su vaso vacío. Ahí me di cuenta que le estaba haciendo falta más combustible.

-Espere un momento don Anacleto –le dije agarrando su vaso y me mandé un pique hasta la casa. Llené el vaso con hielo y Cinzano y por las dudas me traje la botella. No iba a arriesgarme a que se quedara sin la bebida en medio del relato.

Con los ojos iluminados mirando el vaso llenito, don Anacleto arrancó,

-Yo trabajé más de cuarenta años arreando animales, buscando bueyes perdidos o cuidando el pastoreo. Siempre en los alrededores o en el mismísimo Estero, o sea que lo conozco como a la palma de mi mano. Después de una caída muy fea de mi caballo, ya no quise seguir en eso y desde hace diez años, me dedico a la chacra y al corral ¡Eh, ya estoy pisando los setenta!

-¿Y que me cuenta de ese Estero...? Algunos dicen que ahí ocurrieron cosas bastante fuleras... –dije como para que, de una vez por todas, hablara de lo que yo estaba esperando.

-La gente habla por hablar, pero no saben nada. Nadie anduvo por ese Estero, salvo unos pocos troperos, como yo. Le voy a contar sobre dos casos que vi con mis propios ojos –dijo al tiempo que se mandaba medio vaso de Cinzano.

Para animarlo, ahí nomás llené de nuevo su vaso. Y para que no se sintiera solo, yo también le mandaba unos tragos a mi vaso. Ya me estaba dando vueltas la cabeza, por la emoción y... por el Cinzano.

-Una tardecita, me venía desde Pindó arreando unas vaquillonas del finado Ismael Codutti. Se me había hecho muy tarde, porque en el camino se me espantaron y tuve que correrlas un buen rato hasta juntarlas de nuevo. Encima, una de las desgraciadas se me había perdido, y la tuve que buscar más de tres horas. Enseguida comprendí, que me iba a agarrar la noche atravesando ese maldito Estero, porque todavía me faltaban unas dos leguas largas por lo menos. Decidí acampar, porque no es bueno arrear animales de noche. Arrimé la tropilla contra un mogote y desensillé. Hice un fueguito y me recosté contra mis calchas. Saqué de la bolsa de avíos unos salamines y galletas y... ¡eh, también mi caramañola con el tinto! ¡Que embromar! Comí tranquilito, ahí en medio de la noche. Lo único que se escuchaba era alguna que otra lechuza y cada tanto el canto de una urraca ¿usted doctorcito... sabía que la urraca canta de noche?

-Si, eso me han dicho –le mentí para no interrumpir su relato.

-Bueno, la cosa fue que después de comer y tomarme el vinito, me armé un camastro con los pellones, saqué mi ponchillo para taparme, y puse a mano el 38 y el machete ¡Nunca le vaya a facilitar a la noche en medio del monte! Siempre hay que estar preparado. Puse unos buenos tronquitos para asegurar el fuego toda la noche y me dispuse a dormir. 

-Y...

-Enseguida me dormí nomás. No sé cuanto tiempo habrá pasado, pero de repente, los perros empezaron a gemir como si lo estuvieran garroteando, o como si hubieran visto algo muy espantoso, algo que los hubiese llenado de miedo ¡y eso que no es fácil a asustar a la perrada!

-¿Y...? ¿Qué era...?

-No me va a creer... Me despierto y me levanto como un resorte, mientras manoteaba mi facón y el 38, y lo que vi me dejó helado. Ni en una pesadilla uno podría ver algo así...

-¿Qué fue lo que vio don Anacleto?

-Eran cuatro demonios.

-¡¿Ehhh?! ¡¿Cuatro demonios?!

-Como lo escucha doctorcito. Cuatro demonios bajo la forma mitad humana y mitad bestia.

-¿¡Ehhh?! ¿Cómo...?

-Eran una cruza de hombre con cabra. La cabeza, el cuello y la patas delanteras de animal, y el resto del cuerpo de persona, pero con muchos pelos, como si tuviera el cuero de la cabra. Tenían los ojos muy rojos y la mirada maligna... diabólica.

Yo quedé helado y patitieso con semejante revelación. La verdad que no lo podía creer, entonces pregunté,

-Pero... ¿no será que usted a lo mejor... lo soñó nomás?

-Mire muchacho, yo se muy bien lo que es un sueño y lo que es realidad, y le digo también que a mi no me van a venir a arrear así nomás, a querer llevarme por delante. No suelo asustarme con facilidad, pero eso me dejó paralizado. Nunca voy a olvidarme de ese instante cuando desperté, y vi a los demonios parados alrededor del fuego. Apenas intentaba incorporarme, esas bestias empezaron a arremeter contra todo, perros, caballo, el fuego, y... yo también ligué un guampazo en ese despelote.

-¿Un guampazo?

-Como lo oye doctorcito. Y del susto se me cayeron el revolver y el facón. Se armó un remolino de tierra y cenizas y tizones que volaban por el aire y los bramidos o rugidos de esos bichos, que le helaban la sangre a cualquiera ¡Jamás de los jamases escuché semejantes chillidos! Eran una mezcla de alarido humano con balido interminable de cabra, algo espeluznante... –dijo bajando la cabeza, y agarrando el vaso de Cinzano, que de una sola empinada se lo tomó enterito.

Yo también apuré mi Cinzano, como para acompañarlo en ese momento tan angustioso, y ataqué de nuevo,

-¿Y ahí don Anacleto...? ¿Qué hizo?

-Y... ¿qué voy a hacer con semejantes bestias humanas? Me tiré cuerpo tierra bajo una enramada y me arrastré monte adentro, escapando de ese lugar. Después me trepé a un árbol como si fuera un mono ¡todo eso en medio de la oscuridad mi amigo!¡Es creer o reventar!

-Me imagino don Anacleto...

-Desde el árbol observé el lugar del campamento, y solo podía distinguir el fuego todo desparramado, chispas en el aire envueltas en una terrible polvareda de tierra y cenizas, y en medio de todo eso, las siluetas de las bestias dando saltos y haciendo firuletes en el aire, una especie de danza infernal. Los perros habían desaparecido, y ni se los escuchaba.

-¿Y usted seguía arriba del árbol?

-¡Por supuesto doctorcito! Ni borracho iba a bajar de allí. Creo que habré estado por lo menos unas dos o tres horas horquetado ahí arriba, hasta que empezó a amanecer y ya podía ver nítidamente el lugar del campamento.

-¿Y que vio don Anacleto?

-¿Y que voy a ver...? ¡Un tremendo despelote! El lugar parecía como si por allí hubiese pasado una tropilla de redomones...

-¿Y los demonios...?

-Los demonios habían desaparecido, igual que mis perros, mi tropa y mi caballo ¡me quedé a pie doctorcito!

-¡A la flauta!

 -Cuando bajé del árbol y me puse a recorrer y mirar el lugar, había un gran desparramo de tizones, de mis calchas, de los arreos, y contra el tronco de un gran algarrobo... lo que vi me dejó mudo...

-¿Qué vio...?

-La estampita de la Virgen María, estaba atravesada por mi facón y clavada en el tronco de ese árbol...

-¿La estampita? ¿Qué estampita?

-Yo siempre la solía llevar, cada vez que salía con alguna tropa, para que me protegiera de cualquier cosa. Era una estampita que me regaló mi suegra. La había traído de Itatí ¡ y estaba bendecida! ¿Qué me cuenta?

-Realmente increíble y para morirse de miedo don...

-Y sii... Esos demonios, no solo casi me matan del susto, sino que me dejaron a pata en medio del estero. Tuve que caminar unas cinco horas para llegar a mi casa.

Ahí si que ya no me quedó ninguna duda de su historia. Veía su rostro alterado cuando narraba, sus ojitos brillosos, como si en ese mismo momento estuviera viendo a los demonios. Le serví otro vaso de Cinzano, y se bajó la mitad en el acto. Se aclaró la garganta y arrancó nuevamente,

-Y por si me había quedado alguna duda de lo que había visto, a las semanas se me volvieron a presentar los cuatro demonios...

-¿Otra vez?

-Si, fue una madrugada que salimos desde mi casa arreando una tropilla de unas veinte vaquillonas. Partimos con mi compadre, el Eugenio Ávalos, a eso de las tres de la mañana y no habremos hecho ni una hora de camino, justo cuando bordeábamos el estero, para agarrar el camino a Yatay, cuando los animales se espantaron, como si hubieran visto diez fantasmas juntos. Salieron espantados y empezaron a correr en todas las direcciones, algo que solo ocurre cuando los animales se asustan bien feo.

-¿Y ahí...?

-Empezamos a los chicotazos y gritos, para ver si podíamos reagruparlos, pero esos animales corrían como si hubieran visto al mismísimo demonio ¿y que le cuento? ¡No habían visto al demonio! ¡¡Habían visto a los cuatro demonios!!

-¡¿No me diga?!

-Si doctorcito, los mismos cuatro demonios que me habían aparecido, estaban a la orilla del estero, parados y mirándonos... ¡Son los cuatro Diablos! Le grité a mi compadre.

-¿Y como los vieron? Era de madrugada y seguramente estaba todo oscuro...

-Los ojos muchacho, esos cuatro pares de ojos rojos brillando como dos brazas en la oscuridad, son inconfundibles, y los tengo grabados en mi memoria para siempre. Yo enseguida los reconocí, pero además el Eugenio sacó la linterna y alumbró ¡y ni le cuento el julepe que se agarró el compadre! Esas cuatro figuras diabólicas, mitad persona y mitad bestia, eran algo que podía de matar del susto a cualquiera. El Eugenio sacó el 32 largo y le metió plomo sin asco. Yo también desenfundé mi 38 y le vacié el tanque...

-¿Y... los mataron?

-¡Pero doctorcito! ¿Dónde habrá visto o escuchado que puedan matar al demonio? Después de la balacera, los cuatro demonios seguían parados en el mismo lugar como si nada, y ahí se nos vinieron al humo,

-¡Que lo tiró! Y ahí me imagino que pelaron los facones, para pelearlos...

-¿A usted le parece que yo mastico vidrio doctorcito? ¡Ni locos íbamos a enfrentarlos! Cuando vimos que se nos venían, le metimos espuela y chicote a los caballitos y salimos a galope tendido ¡parecíamos dos cohetes! Meta guacha, gritos y espuela íbamos con el compadre, hasta que de repente, a mi costado, se me aparea uno de los demonios, me mira con sus ojos diabólicos, a menos de un metro de distancia y ahí parece que el caballito también vio al demonio, porque frenó en seco del susto, como para cambiar de rumbo, y yo volé como un cachilito y me estampé contra un tacurú. Después no me acuerdo de nada y cuando desperté, ya estaba en mi casa, todo golpeado y vendado y con mi pierna derecha rota. A mi compadre lo encontraron a unos doscientos metros de donde yo había caído. Estaba acurrucado entre unos espartillos, hecho un ovillo, con la cabeza entre las piernas...

-Tendría frío seguramente –deduje.

-Estaba muerto doctorcito. Se murió del susto. Así, en esa posición, todo acurrucado, suelen encontrarse a las personas cuando mueren del susto. El corazón no le aguantó al compadre y quien sabe todas las cosas que vio antes de morir. Yo creo que me salvé porque perdí la conciencia. Desde ese día dejé para siempre la vida de tropero.

Yo quedé con la boca abierta. Su historia confirmaba mi visión de los cuatro ojos rojos sobre el estero.

Hablamos un rato más, hasta que se nos terminó la botella de Cinzano, justo cuando ya nos llamaban para el asado.

 Autor: Hugo Mitoire - Reservado todos los derechos - Del libro CUENTOS DE TERROR PARA FRANCO - Vol. IV

 

 

 

 


El lamento del carau

El lamento del carau

No existe registro alguno en todos los estudios consultados del psicoanálisis freudiano, de alguien tan culposo, alguien tan autodestructivo y penoso, como el noble, inocente y solitario carau. Este pobre pajarraco no ha podido superar esa terrible angustia culposa, por aquella desdichada circunstancia que todos conocemos.

¿Como podía haber imaginado este pobre animalito de Dios, toda esta pesada carga que tendría como castigo por haberse desviado del camino? Pero veamos y analicemos los hechos de la forma más racional posible,

Según diversas versiones, la madre del carau enferma repentinamente, algunos hablan de una angina de pecho, los más fatalistas dicen que fue un fulminante infarto; sin embargo el debate –al principio circunscrito a vecinos y amigos-  se amplio luego y como no podía ser de otra manera, comenzaron a opinar e introducir sus bocadillos los carau galenos y aquí el asunto ya pasó de ser un chusmerío de barrio a un fino debate científico, porque las discusiones giraban acerca de la cronología de síntomas y signos, se barajaban diferentes hipótesis diagnósticas y diagnósticos diferenciales que no hacían otra cosa que multiplicar las posibilidades de las más diversas patologías. Se habló de un tromboembolismo pulmonar, de un ictus apoplético, de un mal mayor epiléptico y por supuesto no faltaron los que aseguraban que se trató simplemente de un ataque de histeria, tan común en el género femenino de la especie. Lo cierto es que, la madre cae de la rama del árbol donde se encontraba aposentada y queda tullida y postrada en una horqueta de la vegetación, el noble hijo acude presuroso en su ayuda y aquella le ordena con estridentes graznidos que vaya inmediatamente a la farmacia a traerle remedios, pero ¿qué remedios debía buscar el hijo?. Eso no lo sabemos y a ciencia cierta nunca lo sabremos. Los vecinos más chismosos y malpensados afirman que la carau se cayó de su rama, porque se había pasado con la ginebra, hecho habitual en ella porque al parecer era una alcohólica empedernida, y que lo que en realidad le pidió al hijo cuando quedó allí horquetada, fue que le trajera más ginebra y unos cigarros.

Otro hecho concreto es que el carau parte raudamente en busca de lo solicitado a eso de las nueve o diez de la noche. Volando con esa hermosa luna llena, a los pocos kilómetros y cuando surcaba los cielos a unos cincuenta metros de altura, divisa un gran mogote de algarrobos en cuyas copas había un gran revuelo y saltos de rama en rama de carau machos cabríos, graznidos y chillidos de sensuales y hermosas carau hembras, música de fondo y corría la bebida de pico en pico.

-Se armó la joda! –graznó el carau.

Sin dudarlo y sin pensar, atraído quizá por sus más bajos instintos el pajarraco puso proa al mogote y en veloz picada se lanzó al lugar de la festichola. Ni bien se posó en el follaje, fue saludado con aleteos y gorjeos por algunos conocidos y de reojo ya advirtió las lascivas miradas de algunas carau con picos de atorrantitas. A la media hora y ya casi completamente borracho bailaba en medio de tres seductoras aves, con provocativos meneos y graznidos soeces, lo que no sería otra cosa que el prometedor inicio de una partusa. Otras versiones afirman que el carau era un muchacho serio y que si bien estuvo en la fiesta, allí solo se limitó a cortejar a una excelente y formal joven carau, que se enamoró de la misma y que todo eso lo entretuvo. También se sabe que a eso de las dos de la madrugada se le acercó un carauncito amigo y le susurró al oído,

-Che carau... tu mamá murió hace media hora, tenés que volver rápido.

Y aquí nace la respuesta que inmortalizó al carau,

-Y si murió... ya murió, ya no hay nada que hacer –y dando media vuelta se entregó nuevamente al desenfreno de la fiesta.

A eso de las siete de la mañana, los intensos rayos del sol despertaron al carau que se encontraba despatarrado entre unos espartillos a orillas de una cañada, miró a su alrededor y vio algunas plumas y ropas íntimas femeninas, se frotó la cabeza con un ala y sin recordar que había hecho en ese lugar, enseguida se hizo consciente de su madre y de lo que le habían dicho.

Como puede vislumbrarse, lo único cierto que sonsacamos es que el tipo estuvo realmente en la fiesta, no puede asegurarse con quien, ni tampoco que fue lo que hizo.

Cuando levantó vuelo, la tristeza y la congoja comenzaron a invadirlo y unos lagrimones empezaron a caer desde el espacio sideral, la angustia se hizo canto con una letanía de afligidos y desolados sollozos que brotaron de su irritada laringe. En este punto los más devotos afirman que ese canto-lamento es la maldición a que el cielo lo condenó por su desvío y abandono de persona, condena que también incluye el volar solitario y la emisión regular y constante del remanido lamento.

La versión racionalista afirma sin más vueltas, que ese graznido entre falsete y balar de oveja atragantada, no es otra cosa que su canto natural, propio de quien viene de una prolongada jarana.

Así las cosas debemos preguntarnos, ¿estamos en presencia de alguien culposo y condenado a penar para toda la eternidad o simplemente escuchamos el alterado sonido que emite una laringe estropeada de tantas libaciones?

Categóricamente podemos afirmar que... no lo sabemos.

 Autor: Hugo Mitoire - Todos los derechos reservados (Del Libro "Observación animal")

Anochecer de un día agitado

Anochecer de un día agitado

Por circunstancias que aún se tratan de establecer, la noche del veintiocho de Noviembre de mil novecientos setenta y siete, el Sr. M, a la sazón estudiante de segundo año de medicina, debió abandonar a rompe y raja la pensión que habitaba en Mendoza casi Belgrano, a una cuadra de la Facultad. El hecho al parecer tenía raíces oscuras e inconfesables, ya que en todas las ocasiones el Sr. M evitaba hablar del tema.

Años después habría de saberse (y de fuentes poco confiables), que esa pensión era regenteada por un militar y que éste abusándose de las circunstancias, estafó a los estudiantes con el cobro adelantado de alquileres, y la posterior intimación a que desalojaran la vivienda, so pena de denunciarlos y meterlos presos por revoltosos. Estos en represalia, habrían incendiado todo el mobiliario, en la terraza del edificio.

Lo cierto es que M, hacia el anochecer de ese día, acudió presuroso a casa de su compañero de estudios, Juan Carlos, sudando y con evidentes signos de preocupación, explicó a este, la imperiosa necesidad de realizar una mudanza, y que la misma debía hacerse urgente e impostergablemente, esa misma noche. Su compañero vivía con sus padres, y tenía su propio vehículo. Poseía en ese entonces, una moderna y envidiada coupé roja (que no solo lo trasladaba de un lado para otro, sino que también, le redituaba jugosos dividendos a la hora de impresionar a sus compañeras y chicas en general).

Al cabo de media hora, y a bordo del lustroso Fiat 600, raudos partieron hacia la pensión. Cuando arribaron al lugar, otros compañeros de pensión, en medio de un febril despliegue y agitación, realizaban a toda máquina, actividades de embalaje, cargamento en vehículos, o huidas de a pie o en bicicleta con elementos personales. Lo que suele denominarse embalaje - en el caso particular de M-, consistió simplemente en embutir todas las cosas a la que te criaste y a los santos piques, en el diminuto habitáculo del vehículo. El elemento de mayores dimensiones, ya se sabe, era el colchón de una plaza, el que enrollado a manera de panqueque y atado con un cable, ocupó el asiento trasero. Luego se acomodaron una valija y un bolso mediano con todo el ropaje, y finalmente los huecos se fueron llenando con elementos menores. El calentador a gas, fue ubicado en el piso del asiento del acompañante, junto a una pequeña cacerolita, una pava y un jarro, todos estos de material alumínico; un juego de cuchillo, tenedor y cuchara (se entiende que una pieza de cada cosa), un cucharita, un colador, mate y bombilla, una lata de leche Nido pero con contenido yerbaceo, un paquete de arroz empezado, y una bolsita con algunas galletas. En el asiento fueron colocados, los cuatro tomos del Tratado de Anatomía de Testut-Latarjet, el libro de Fisiología Médica de Guyton, los dos de Química Biologica (el Niemeyer y el Marenzi), la Metamorfosis de Kafka, apuntes varios, cuadernos y chucherías en general. El único par de zapatos y las gastadas ojotas, fueron incrustados, en los pliegues del colchón. Las zapatillas Flecha, las tenía puesta. Unas bolsas de plástico, conteniendo un juego de sábanas, dos frazadas, una almohada, un mantelillo, repasadores, y trapos de piso (estos en bolsas separadas) fueron insertadas en los huecos residuales del habitáculo, habida cuenta de la maleabilidad de estos bultos. Una vieja escoba y un espejo roto, fueron descartados. Completada la carga, M se despidió a voz en cuello de sus ex-compañeros (quienes se encontraban desperdigados, en la planta baja, y el primer y segundo piso), comprometiéndose a volver a verlos muy pronto, o por lo menos, dar señales del nuevo paradero. Todos respondieron el saludo también a los gritos y con las mismas promesas. Todos se juramentaron, amistad eterna.

El rugir del Fitito, anunciaba la inminente partida, y Juan Carlos apoltronado al volante, esperaba la orden. Cuando M salió por última vez de la siniestra pensión y llegó hasta el auto (portando los últimos elementos), cayó en la cuenta que en el bólido rojo, no había lugar para él. El espacio del diminuto vehículo, estaba atiborrado hasta el techo, situación que obligó incluso a levantar los cristales - a pesar del caluroso clima veraniego- a fin de evitar extravíos de elementos durante el trayecto. Cuando M miró a Juan Carlos, el gesto de este fue elocuente y expresivo, encongiéndose de hombros y levantando las manos, - cuan creyente eleva una ofrenda -, trató de transmitirle algo así como...y que querés que le haga hermano?, no es un colectivo. De inmediato M, ordenó partida y que... lo siguiera. El auto volvió a rugir como apurando el despegue, y M inició un trotecito moderado por la vereda, translación esta que era acompañada en paralelo por el auto. El trote de M era atentamente observado y seguido por Juan Carlos, quien no conocía el destino de esa mudanza a los apurones; pero aún así, la persecución se veía facilitada, por la llamativa combinación de colores del ropaje del trotante. Este vestía una remera blanca, con la lengua de los Rolling Stones en su espalda, un pantalón corto y muy ancho de color naranja, y las blancas zapatillas Flecha sin medias, un sombrero Panamá adornaba su cabeza. Portaba en su mano izquierda, un veladorcito con pantalla azul y en la derecha, una bolsa de arpillera con algunos huesos del esqueleto humano, entre ellos el cráneo (estos elementos -velador y huesos- al parecer fueron casi olvidados, percatándose su presencia a último momento, por lo que quedaron sin posibilidades de ser embutidos en el embalaje). Con estas características, al chofer se le hacía bastante fácil distinguir al trotante, y no confundirlo entre los demás peatones.

En el trayecto, por la calle Mendoza hacia Junín, tenía a su paso, la escuela Normal y el famoso boliche KaKoSi. El trote era bastante regular, a pesar de que había que esquivar eventuales transeúntes u otros obstáculos que se encontraban en el camino, como veredas en reparación, montículos de arena, motos, personas que sentadas en silletas utilizaban las estrechísimas veredas de Corrientes, como si fuera el propio living de su casa. En ocasiones, M debía descender a la calle para más adelante retomar la vereda, o cuando no y apelando a su destreza, tener que realizar pequeños o moderados saltos, para superar inesperados y variados tipos de vallas; todo esto sin perder el ritmo del trote. Cada tanto relojeaba por sobre el hombro, verificando el acompañamiento de su mudanza. Al llegar a Mendoza y San Martín, M se detuvo en esa esquina e instruyó a Juan Carlos que diera vuelta a la manzana, para terminar el trayecto donde finalmente sería su nueva morada, una pensión por San Martín entre Mendoza y Córdoba.Velador y osario en mano, M espero a que el rojo Fiat apareciera, y ni bien llegó apuró a su amigo a bajar los bártulos.

El primero en ingresar fue M, quien avanzó unos veinte metros por una irregular galería, y allí, cerca de una ventana depositó su carga inicial; detrás de él llegó Juan Carlos portando el calentador y algunos libros, y antes de bajar las cosas al piso, preguntó a su compañero:

-Che... ¿cuál va a ser tu pieza?

-No..., todavía no conseguí ninguna pieza -respondió M

-¿Como? ¿y donde vas a dejar las cosas y dormir? -inquirió nuevamente.

-Bueno... ya hablé con el dueño de la pensión, Don Ruzak, y me dio permiso para que duerma en la galería, hasta que se desocupe una cama; parece que pronto se va uno de los del fondo -aclaró M, frotándose las manos con entusiasmo.

-¡Pero vos sos loco! como vas a dormir en la galería, dejate de joder, más vale vamos a casa y te quedas unos días allí, hasta que consigas algo. Ya sabes que con mis viejos no hay problemas - sugirió Juan Carlos.

-No pasa nada, no te hagas problemas. Mejor me quedo, así ya voy conociendo a los vagos, y además apenas se desocupe una cama ya me meto, a ver si todavía me comen el lugar -tranquilizó M. De ahí en más se dedicaron a bajar el resto de las cosas.

En esas ocupaciones estaban cuando se acercó - intrigado por la nueva llegada- uno de los inquilinos, un tal Condorito oriundo de Monte Caseros, que resultó ser compañero de ambos en la Facultad y ya se conocían de vista, se saludaron efusivamente y recordaron algunas anécdotas en común. Entre otras cosas, Condorito informó el nombre de la pensión, esta respondía al mote de Natamá (del cual, nadie tenía la más pálida idea, de lo que significaba tan rimbombante apelativo), acto seguido alentó a M sobre las características sociales de la nueva pensión, asegurándole que muy a menudo se hacían unas jodas terribles, donde se invitaban a chicas de medicina, kinesio y odonto, la música estaba asegurada, porque un tal Gradeneker - avanzado estudiante de medicina y profesor de tenis- tenía un tocadiscos fantástico, con un sonido único. Lentamente Juan Carlos, comenzó a envidiar a M.

Con la ayuda de Condorito, y mientras ya hacían planes para futuras festicholas, terminaron de bajar todos los petates. Ocupando un espacio de unos dos metros al costado de la pared, M amontonó sus pertenencias; el colchón quedó en principio sin desenrollarse y erecto, a fin de no entorpecer el tránsito por esa zona de la galería.

Al cabo de unos minutos ya se sumaron al trío, otros integrantes de la pensión. Varios resultaron ser de la misma carrera, y de estos, unos cuantos del mismo curso. Pronto hizo su aparición un pintoresco personaje, estudiante de (larga data) Veterinaria; cara de chinchudo, vos gruesa y se notaba muy canchero en temas de pensionado, respondía al mote de, Petiso Coronel. Se acercó, miró a M con cara de pocos amigos, y señalando el lugar donde estaban amontonadas las cosas, preguntó:

-Che, pendejo ¿vos vas a dormir acá?

-Si... -respondió este con un poco de intriga y temor.

-Mirá, en esta zona da el sol toda la tarde, y el piso y las paredes quedan muy calientes, así que antes de acostarte, pegá una baldeada al piso y mojá bien las paredes, así se refresca un poco, sino te vas a cagar de calor -aconsejó.

-Bueno, gracias.

Esa primera noche, y después de ingerir algunas cervecitas con dos o tres pensionistas, M se dispuso a pernoctar. Se sentía feliz de haber conseguido un lugar donde continuar con su existencia, por sobre todo, estaba maravillado con la nueva pensión y sus nuevos amigos pensionistas. Inmerso en estas reflexiones y bastante cansado del trajín y de las emociones del día, desenrolló su colchón y extrajo las sábanas de una bolsa, armó su camastro y se frotó el cuerpo (evitando las partes pudendas) con un repelente que le prestó el Petiso Coronel. Ya acostado y mirando lontananza a través del enramado de una parra, podía divisar el cielo estrellado. Así se durmió.

Autor: Hugo Mitoire – Todos los derechos reservados

Del libro de relatos universitarios "Natamá. Tribulaciones de un estudiante"

El sonámbulo y La Muerte

El sonámbulo y La Muerte

Cuento infantil (del libro Cuentos de Terror para Franco vol.2) 

Mi primo Sergio era sonámbulo, y cada vez que me acuerdo de sus ataques, a veces me da risa, y otras tristeza, la verdad es que  ser sonámbulo, no es nada divertido.

Cuando empezó con los ataques de sonambulismo, a los diez u once años, no podía acordarse de lo que le ocurría, y siempre nos enterábamos por su mamá o sus hermanos, pero después de esa edad, ya podía relatar con todos los detalles cada vez que le daba un ataque, y para mí, eran los cuentos más fantásticos y terroríficos que podía escuchar.

La verdad es que yo presencié solamente uno de sus ataques, el que le dio una siesta de domingo. Ese día habíamos vuelto de una pesca en El Puerto y pienso que ese ataque le dio por todas las cosas que nos ocurrieron ¡más yeta no podíamos haber tenido! Salimos del Puerto a la mañana, en nuestro sulky, cansados y mal dormidos, los hermanos Barrero y yo, y a eso de las diez más o menos, veníamos al trotecito, de repente, el caballo pegó un corcoveo y unos relinchos y quedó desbocado, como loco. Todos nos pegamos un flor de julepe, Coco tiraba de las riendas para frenarlo, y Sergio y yo nos queríamos tirar del sulky y en eso, ¡al suelo todo el mundo! se cayó el caballo en la cuneta, tumbó el sulky y fuimos a parar a un charco los tres juntos. El pobre animal empezó a temblar, vomitaba y pataleaba, y todos estábamos muy asustados. Recién ahí nos dimos cuenta que se estaba muriendo el noble caballito, y enseguida se murió del todo nomás. Nos dio mucha pena, porque era muy bueno y guapo, fue una lástima que estuviera tan viejo.

Salimos del charco todos embarrados, desenganchamos el sulky y acomodamos un poco las cosas, entonces Coco, en su condición de hermano mayor y jefe de la expedición, nos dijo que teníamos que ir hasta la casa a buscar otro caballo,

-¡¡¡¿A pie hasta la casa?!!! –gritó Sergio.

-No hay otro remedio –le contestó Coco.

Nos queríamos morir, porque la casa quedaba a unos quince kilómetros, y si queríamos acortar camino, había que atravesar montes, esteros y pajonales. Ahí nomás emprendimos la caminata entrando en un monte, muertos de hambre y con sueño, cada tanto hablábamos un poco, después maldecíamos contra el caballo y contra Coco, y otras veces, caminábamos un largo trecho en absoluto silencio.

La cosa es que después de esa travesía de tres o cuatro horas, llegamos a la casa, y ahí el tío Luis, el papá de Sergio, mandó un peón a caballo a rescatar a Coco y al sulky.

Habíamos llegado arrastrando las patas, con todo el cansancio de los tres días de pesca, el julepe con el caballo muerto y encima esa terrible caminata; la tía Isabel nos sirvió un guiso de arroz y nos comimos tres platos, después nos acostamos a descansar. Sergio se acostó en su pieza y yo en un catre en el patio, debajo de un paraíso. Al rato me despertaron unos gritos y golpes. Escuché que Sergio gritaba que no lo maten y que le sacaran esas cosas que tenía en la cabeza… pero lo único que tenía en la cabeza ¡eran sus pelos! Yo me senté en el catre y medio dormido vi que salía corriendo y gritando, y detrás de él, su mamá y su hermana. Lo alcanzaron cerca del corral, y no paraba de llorar y dar manotazos. Ellas lo acariciaron y le dijeron que volviera a acostarse, hasta que después de un rato lo convencieron y lo llevaron de vuelta a la cama. Me acuerdo que mi tía siempre decía  que a un sonámbulo no hay que despertarlo de golpe, porque puede quedar tonto para siempre o morirse del susto. Porque cuando a las personas les da el ataque de sonambulismo, es como si estuvieran viviendo otra vida.

 La cosa es que Sergio durmió toda la tarde y la noche. Cuando se despertó no se acordaba absolutamente de nada.

Y así como esta situación, le ocurrieron otras cuantas más según contaban sus familiares, algunas eran muy graciosas, otras medio peligrosas. Hasta que un día Sergio me empezó a contar de sus ataques. Me dijo que no sabía si eran cosas que hizo siendo sonámbulo, o si eran pesadillas. Estaba muy afligido porque sus padres no le creían. Le decían que solo eran malos sueños, que no hiciera caso, y que no comiera tanto de noche, ni hablara de cosas raras, que con eso, iban a desaparecer esas pesadillas.

Él tenía miedo de lo que le pasaba, porque estaba seguro que no eran sueños ni pesadillas, sino que se levantaba y sonámbulo recorría el corral o la chacra, o lo que es peor, a veces iba hasta el cementerio que estaba a unos quinientos metros. Lo primero que me contó fue de algunas noches en las que anduvo por el corral y el gallinero. Los animales estaban tan acostumbrados a verlo, que no se asustaban con su presencia, ni las vacas, ni los terneros, ni las gallinas, ni los gansos, y eso que estos son los animales más bochincheros que hay. Otras noches dijo que no solamente se paseaba por la chacra de algodón, sino que llegaba hasta el cañaveral.

Después yo me di cuenta que se puso más serio y nervioso, y ahí me empezó a contar lo que más lo atormentaba. Me contó que una noche de luna, con mucha cerrazón, salió de su casa y caminó hasta el cementerio. Entró y recorrió los caminitos entre tumbas y panteones. Recordó que había mucha gente caminando por esos senderitos, algunos estaban sentados sobre las tumbas y otros parados. Nadie hablaba. Él tampoco.

En ese instante le dije que estaba muy loco, o muy borracho para haber soñado eso, pero el ni siquiera se sonrió, y muy serio me dijo que eso no era nada, y me empezó a contar otra cosa más terrorífica todavía, una cosa que me puso la piel de gallina. Juro que hasta ahora me da escalofríos cuando recuerdo ese relato.

Me contó que a la madrugada siguiente se levantó y volvió al cementerio. Entró y empezó a caminar. Había mucha neblina y estaba fresquito. De repente se le apareció una figura nueva, era alta, con una capa negra muy ancha y larga, como la que usan los monjes, con una capucha que no le dejaba ver la cara, ni siquiera la nariz. Lo único que podía ver era su mano, que no tenía carne, era solo hueso, y en ella llevaba una guadaña.

-Soy La Muerte –le dijo la figura negra.

Y Sergio me juró que no sintió miedo ni nada, simplemente se quedo parado mirándola, sin siquiera poder hablar. Quería preguntarle cosas pero no le salía la voz, y La Muerte parecía adivinarle los pensamientos.

Sergio pensó que lo iba a matar.

-No te preocupes, no te haré nada –le contestó el espectro.

Sergio pensó que estaba soñando o que estaba muerto.

-Estas en el límite de la vida y la muerte, y desde ese sitio puedes ver muchas cosas.

Sergio pensó que había llegado la hora de su muerte.

-Todavía no es tu hora, pero si quieres saber a la edad en que morirás, solo piénsalo y te responderé.

Sergio se dio cuenta que todos sus pensamientos eran contestados por La Muerte, y entonces no quiso saber nada más, empezó a asustarlo la idea de saber todo sobre su futuro.

Pero Sergio no pudo frenar un pensamiento, y pensó en quienes serían todas esas personas que se paseaban por el cementerio.

Y La Muerte respondió,

-Esas son las almas de muertos, que todavía están en la tierra, y que ni siquiera saben donde irán a parar. Y ahora quiero mostrarte algo.

Y Sergio siguió a La Muerte hasta una tumba que estaba cerca del tejido. El espectro abrió la tumba y con su guadaña, de un solo golpe, levantó la tapa del cajón. Ahí se vio el cuerpo de un hombre que le pareció conocido…¡era don Gilberto Casco! un hombre que había muerto hacía tres días, un tipo antipático, malo como la peste, que tenía mucha plata y que si te prestaba, seguro que terminabas en la calle, porque siempre había que entregarle las chacras y animales para pagar los intereses. El tío Luis siempre decía que ese tipo era un prestamista estafador.

Y La Muerte volvió a hablar,

- Este tipo era un sinvergüenza, que hizo sufrir a mucha gente solo para tener cada vez más plata, pero lo que no sabía, es que esa plata no le serviría de nada, ni siquiera para salvarlo de esto, y con un rápido movimiento, La Muerte le encajó un guadañazo y lo descabezó. La cabeza voló por el aire y cayó a un costado. Luego tapó el cajón y la tumba y agarró la cabeza de los pelos. Después caminaron.

Fueron hacia el fondo del cementerio y casi en la esquina, La Muerte le mostró un lugar en la tierra, era una especie de círculo donde se notaba que la tierra estaba floja, como removida. La Muerte empezó a escarbar con su guadaña, hasta que hizo un pozo de medio metro de hondo, y ahí empezaron a aparecer...¡otras cabezas sueltas!

 La Muerte habló de nuevo,

-En este lugar, entierro las cabezas de las personas que irán al Infierno. Desde aquí ya están en manos del Diablo, y poco a poco, esas cabezas van hundiéndose en la tierra, hasta llegar a un río profundo y entrar en los círculos del Infierno.

Sergio pensó, si el Diablo y La Muerte no serían la misma cosa.

-No –respondió La Muerte-. Solemos andar juntos, pero no somos la misma cosa.

Luego La Muerte, agarró la cabeza y la tiró en el pozo y empezó a taparla hasta emparejar la tierra nuevamente.

Cuando terminó de alisar el piso, volvieron a caminar entre las tumbas y a conversar, o mejor dicho, Sergio pensaba y La Muerte contestaba. Cuando ya estaban cerca de la salida, Sergio vio una figura diferente a todas las demás,  parecía una persona real, de carne y hueso. Cuando se acercó un poco más lo reconoció ¡era Quelito Paredes! un muchacho del lugar de unos veintipico de años, y con una terrible deficiencia mental, pero que era capaz de reconocer a las personas y hasta podía llamarlas por su nombre. Sergio vio que Quelito movía la boca, reía y gesticulaba, pero él no podía escuchar nada y tampoco podía hablar, entonces habló La Muerte,

-En este estado no podrás escuchar ni hablar a ningún ser vivo. El tampoco puede verme ni escucharme.

Y el pobre Quelito seguía gesticulando y le hablaba, y lo tomaba del brazo a Sergio, como queriendo llevárselo.

-Ya puedes irte –dijo La Muerte y se quedó parada en el medio de un caminito, envuelta en la neblina, donde la luna le daba de lleno y parecía agrandar su fantástica figura, haciendo brillar el filoso hierro de su guadaña.

Sergio no quería pensar en eso, lo invadía la desesperación y se esforzaba por pensar en cualquier otra cosa, hasta que finalmente no pudo más y pensó. Pensó...en cuanto faltaría para su muerte.

-Morirás a los veintiún años –dijo La Muerte y se alejó caminando entre las tumbas.

Y sin darse cuenta, Sergio empezó a llorar, y a caminar con Quelito que lo agarraba de un brazo, gesticulaba y reía.

Desde ese momento, Sergio me aseguró que no se acordaba de nada más, no sabía como llegó a su casa, ni que hizo Quelito, ni nada, y que este mismo relato le había contado a sus padres, pero estos le dijeron que fue simplemente un mal sueño y que pronto olvidaría todo. Entonces Sergio, más preocupado por él mismo que por hacer creer el relato a su familia, un día buscó a Quelito, lo trajo hasta su casa y delante de sus padres le preguntó,

-Quelito, contales que me encontraste la otra noche en el cementerio...

Y Quelito, que reía con la risa de los tontos, gesticulaba y se apretaba con todas sus fuerzas las dos manos juntas bajo el mentón, respondió,

-Iiii… Keko etaba nel cementerio….

Y los padres de Sergio y sus hermanos lo miraban a Quelito, y luego a él, y casi a coro le respondieron,

-Como le vas a creer, él va a decir cualquier cosa, hasta te puede decir que te vio volando. No pienses más en eso.

Y Sergio que no terminaba de convencerse, lo llevó a Quelito afuera, y allí cerca del galpón, le prometió que le daría plata para el vino si decía la verdad,

-¿Me viste o no me viste en el cementerio? decime la verdad, si no me viste igual te voy a dar la plata.

-Iiii… vo etaba nel cementerio…

Y a Sergio lo invadió la angustia y el miedo, y lloró de nuevo.

Su vida empezó a cambiar, y tenía miedo a la muerte. Toda esas cosas le hacían dudar de si fueron ataques de sonámbulo o pesadillas, ya no sabía a quien creer. Por suerte en los ataques que tuvo después, ya no andaba por el cementerio ni se encontraba con La Muerte, pero la duda que siempre rondaba su cabeza, era saber si esas cosas las soñaba o las vivía como sonámbulo.

Ahora, que han pasado más de treinta años de aquellos relatos de mi primo, yo pude saber con mucha tristeza que decía la verdad, cuando contaba los ataques y sus conversaciones con La Muerte.

Pero Sergio ahora ya no está y yo lo sigo extrañando, murió en la madrugada de un veintiuno de Abril, cuando apenas tenía veintiún años.

Autor: Hugo Mitoire - Reservado todos los derechos

Biografía

Biografía

El autor soporta estoicamente la sumatoria del paso del tiempo, dos separaciones, tres hijos y periódicos ataques de insomnio y claustrofobia. Casi nada.

Vio la luz en Margarita Belén, Chaco, un Febrero carnestolendo. Su existencia como lactante se desarrolló en Cancha Larga. Vivió hasta que empezó a ser joven, en la polvorienta Aldea de La Leonesa. Tal vez fue esta su etapa más fructífera, ya que se desempeño en múltiples profesiones y oficios, y experimentó cosas que contribuyeron a estigmatizar su alma. Cuando apenas contaba cuatro años, tuvo un episodio de fiebre muy alta que le duró toda una noche, algunos familiares y vecinos vaticinaron que quedaría medio tonto. A los 6 años fue operado de peritonitis apendicular y casi murió. Siendo un párvulo aún de 7 años, intentó ejercer como lustrabotas, profesión que le fue impedida por su padre. A los ocho años (durante sus más felices vacaciones de verano) se desempeñó como ordeñador de vacas en el campo de su primo Sergio, en el paraje Cancha Larga, complementando esa función como asistente de aquel en el reparto del lácteo líquido, tarea que llevaban a cabo en sulky. Escuchaba a los Rolling Stones. En la panadería de su abuelo aprendió con éste, la magia de hacer el pan. Cumplió temporariamente funciones como, canillita, vendedor de tomates y pimientos, repartidor de soda y ayudante de su padre como agricultor en las plantaciones de tabaco. Fue auxiliar de éste también, en el pequeño trapiche -propiedad del progenitor- "La Morenita", donde se elaboraba rica miel de caña y en la que oficiaba de encorchador, sellador y etiquetador de las botellas. Ejerció el arte de cosechero de algodón, y circunstancialmente se desempeñó como carpidor. Fue conminado a concurrir a catequesis y a tomar la comunión, hechos a los que se resistió tenazmente, hasta que su abuelita materna lo amenazó con no hacerle más los ricos budines de pan, amenaza esta que logró disuadirlo. Con excelentes notas obtuvo el título de Dactilógrafo Profesional, en la célebre Academia de Dactilografía “Tejerina Hnas”. A los diez u once años realizó un Curso de Enfermería por correspondencia, graduandose como Enfermero Diplomado y obteniendo -también vía postal- los atributos respectivos: una cofia blanca con una cruz roja, un brazalete y el diploma. Entrando ya en la adolescencia, asumió tareas y funciones más complejas.

Fue tractorista, y supo manejar el arado mancera y la rastra de dientes. Tuvo buen desempeño en la doma de terneros. Era un experimentado arriero. Creía en la luz mala, los fantasmas y aparecidos.

Intentó incursionar en la música y el canto, y fue un fracaso. Para superar este trance se hizo dis-jockey. Aficionado al metegol y el ajedrez, no logró brillar en el deporte. Siguiendo los pasos de su tío Aldo y su primo Sergio, acompañó a estos en un curso nocturno de motores diesel y a explosión, donde adquirió los conocimientos necesarios para desentrañar los misterios de la carburación, la chispa y el cigüeñal. Sus pasatiempos preferidos por ese entonces, andar en su bicicleta de piñón fijo y pescar en el Río Guaycurú. Solía filosofar con otros espíritus vagabundos sentados en algún murito de alguna esquina. Le gustaba imaginar. Disfrutó de abuelos, padres, tíos, padrinos, primos, hermanos, y compañeros de la escuela. Tuvo amigos, y conoció el amor y la melancolía una noche de Carnaval. Tenía un amigo del alma, su primo Sergio.

Era feliz.

Con mucho pesar y tristeza debió abandonar esta existencia a los dieciocho años, para marchar a Corrientes donde estudió y se graduó a los veinticuatro, de Medico Cirujano. Padeció el Servicio Militar y otros amores. Se especializó en Cirugía General y en Medicina del Trabajo. Escribió algunos artículos sobre cirugía digestiva y videolaparoscópica. Colaboró en trabajos científicos en el área de genética y biología molecular. Fue Cirujano de Urgencia.

Ejerció la docencia universitaria durante dieciséis años, en las Cátedras de Bioquímica y Cirugía, en la Facultad de Medicina de la Universidad Nacional del Nordeste, alcanzando el cargo de Profesor Adjunto.

Conoció la tragedia con la muerte de su primo.

A los 36 años, se radicó en Oberá, Misiones, donde vive actualmente y sigue escuchando a los Rolling Stones.

A la fecha y contando desde abandonó el vientre materno, ha padecido veintisiete mudanzas, lo que en la escala de la condición humana equivalen a nueve incendios.

Seguramente cuando complete otros dieciocho años en esta ciudad y en virtud de una inescrutable directiva, la abandonará con rumbo incierto.

Luego de veintidós años dedicados a la medicina y la cirugía, abandonó la profesión y la especialidad, como se abandona a una novia a quien no se desea más, deslumbrado y obsesionado tal vez, por dos amantes que conoció, una en la infancia y otra más tarde, la lectura y la escritura.

Por algún tiempo se desempeñó como columnista de un semanario, y también ha hecho un poco de radio (por el simple impulso de hablar un rato al santo cohete).

Al filo de la quinta década, y para escapar a la depresión por el vertiginoso avance los años, se comrpó una moto. El perdurable y obsesivo deseo, por ese ansiado objeto, lo tenía a mal traer desde los catorce años. Ahora, el conflicto se ha resuelto y el tipo se siente más joven.

En 2010 también abandonó la docencia Universitaria, y con ello los últimos vestigios de su vida anterior. Ha escrito -hasta 2012- quince libros, trece de ellos de literatura infanto-juvenil.

Tal vez el mayor e insoportable berretín, se deba a su insistencia y pataleo con que los Rolling Stones vuelvan por cuarta vez a la Argentina.

Y así la va llevando.